Читать книгу El cazador - Angélica Hernández - Страница 11
ОглавлениеEl tiempo pasaba. No sabía diferenciar entre días o años.
El tiempo con Cheslay pasaba horriblemente rápido, y el tiempo de las torturas era infinitamente lento.
Los científicos los llamaban pruebas, o prototipos. Dylan odiaba esos nombres. Había semanas en que las pruebas eran tan duras, que no podía disfrutar de su tiempo juntos, ya que ambos tenían que quedarse en cama durante mucho tiempo.
Ninguno de sus padres sabía que Dylan iba a la habitación de Cheslay cuando todos dormían, o que ella le hacía visitas nocturnas. Hablaban de todas las cosas, de las personas que odiaban, de lo dolorosas que eran las pruebas y, sobre todo, siempre quedaban de verse en los túneles. Esa era su actividad favorita, hasta ese momento.
Habían pasado cinco años desde su primera tortura, desde aquella vez en la que abrieron sus cabezas. Desearía decir que seguían sufriendo igual, pero las personas se acostumbran al dolor y al odio y, por el momento, ellos lo tenían en cantidades similares.
Los días pasaban rápido, y a veces lento. Pero el tiempo era una cosa curiosa y en unos años dejaría de tener importancia, ya que el tiempo no le importaría más que la distancia.
Dylan atravesó el jardín, para poder llegar a casa de Cheslay, había esperado a que todas las luces estuvieran apagadas para poder escapar de su habitación.
Él no sabía qué pensar de todas esas cosas ¿Por qué no simplemente tomarla de la mano y sacarla de ese lugar? No era tan fácil. Tenía miedo de lo que podía encontrar ahí afuera.
Observó desde su escondite en la oscuridad cómo las aves iban hacia el sur. A Dylan le gustaban las aves, el modo en el que podían ser libres y recorrer todo el mundo en las estaciones más cálidas, la manera en la que debían sentirse al poder volar; era maravilloso. Las amaba y deseaba saber todo de ellas, no sabía que, con el tiempo, toda esa admiración se convertiría en enfado, las aves no conocen de fronteras y eran la oportunidad perfecta para esparcir el virus, aunque claro, él eso aún no lo sabía.
Lo que más quería era salir de ese lugar para poder conocer más que esa jaula en la que había nacido, pero sus padres y otros doctores habían hablado con ellos. Dylan estaba enfadado al principio, pero Cheslay lo hizo entender.
Ellos vivían en una frontera entre México y Estados unidos, ahí es donde se encontraba el laboratorio. Los padres de Cheslay eran científicos rusos, que habían estado trabajando en un proyecto sobre vacunas en su país; pero el proyecto se les salió de las manos y el virus que trataban de curar se esparció por todo el mundo matando personas y dejando contaminadas a unas cuantas más. La forma en la que el virus se manifestaba era muy parecida a la lepra, las extremidades de las personas se caían y sus caras eran una masa de carne putrefacta.
Los rusos tenían la vacuna, así que la utilizaron y fue así cómo decidieron invadir una de las grandes potencias mundiales. Pero la alianza de tres países opuso resistencia, habían estado esperando el ataque y conformando un ejército especial para ello. Y vaya que eran especiales.
Dylan y Cheslay, a veces, se metían a los campos de entrenamiento sin que nadie los viera; incluso sabían cómo burlar las cámaras de seguridad. Podían observar cómo los soldados (tanto hombres como mujeres) se colocaban esos trajes. Tenían una tira muy larga con agujas que se insertaban en la columna vertebral del usuario, eran de metal y tenían unas piernas largas y fuertes para poder saltar muy alto. Los niños habían observado las prácticas con ellos y más de una persona salía lastimada. Los trajes se manejaban por medio de señales que se enviaban desde el cerebro de la persona.
Cheslay le dijo en una ocasión que las mentes débiles no podrían ser un Ciborg. Dylan no estaba seguro de porqué, pero tampoco quería preguntar, no le gustaba parecer ignorante frente a Cheslay.
Sus padres les explicaron que los Ciborg se habían revelado contra la alianza que los había entrenado, y que ya solo quedaban unos pocos de su parte, los que ellos veían entrenar a diario. Por eso decidieron comenzar con las pruebas en humanos; en aquellos niños que habían nacido inmunes al virus.
Las alianzas se formaron, y los países se dividieron. Había personas que sus padres llamaban rebeldes, o refugiados.
Cuando los chicos espiaban a través de los túneles, escucharon una reunión en la que estaba presente la Mayor Khoury. Ella decía que necesitaban que el nuevo ejército estuviera listo, pero el padre de Dylan le dijo que los sujetos de prueba apenas estaban reaccionando a los tratamientos, que los niños necesitaban más tiempo.
Había aprendido muchas cosas en esos años. Y Cheslay había aprendido más cosas que él, muchas más de las que Dylan algún día podría aprender. Él quería irse, marcharse, solo que no tenía el valor para dejarla. Pero Cheslay quería quedarse, ella decía que la necesitaban para acabar con esos supersoldados. Que sus padres la necesitaban para recobrar lo poco que quedaba de la humanidad. Y que ellos solo debían hacer sacrificios por el bien común.
Dylan aún tenía muchas dudas sobre todas las cosas, eran preguntas de las que quería la respuesta, y la obtendría a como diera lugar.
Sacudió la cabeza para deshacerse de esos pensamientos. Ahora no había tiempo para recordar cosas complicadas o para mentalizar cosas tristes, ahora era el momento de ver a Cheslay.
Dylan tocó tres veces la ventana, esperó y tocó dos veces más para luego arañar el cristal. Esa era su señal. Cheslay dio dos golpes aislados, el mensaje estaba claro: «Tengo compañía.»
Dylan se sentó sobre el césped, la luna irradiaba su luz sobre él, dejándolo visible, si no fuera por el par de arbustos que lo ocultaba de la vista de cualquier cámara o persona. La única que sabía que él estaba ahí era Cheslay.
Dylan suspiró inflando el pecho, para luego soltar la respiración. Se sentía atrapado en un juego, como si todo fuera un tablero de ajedrez y él solo fuera un peón, una pieza inanimada. A veces se sentía de otra manera, como un juego de serpientes y escaleras, con subidas y bajadas. Subidas porque en ocasiones se sentía feliz, al hablar y cocinar con su madre, al poder pasar tiempo con Cheslay, al disfrutar de sus entrenamientos con uno de los instructores del lugar, que lo dejaba correr, ejercitarse, lo enseñaba a luchar cuerpo a cuerpo, también lo dejaban disparar a tiros al blanco con armas que no conocía de nombre. Disfrutaba de sus clases teóricas, cosas sobre la guerra, el virus, las alianzas, la ciudadela… Aprendía mucho, pero lo que más le gustaba era que esas clases, esas prácticas y esos entrenamientos eran con Cheslay. Lo único que no le gustaba compartir con ella eran las pruebas a las que los sometían cada semana.
Escuchó como alguien arañaba la ventana, así que se puso de pie, dispuesto a saltar dentro.
—No —le susurró Cheslay.
Ella estaba adquiriendo las facciones de una señorita, dejando atrás a la niña llorona y respondona que conoció fuera de su casa; aquella que había confundido con un ángel. Cheslay llevaba el cabello largo por debajo de los hombros. Dylan se preguntaba si lo hacía para ocultar las marcas y cicatrices. Sus ojos azules tenían una forma almendrada, que la hacían parecer elegante, y sobre su nariz y mejillas descansaban algunas pecas. Él no se lo diría nunca, pero Dylan había investigado y los lunares sobre su cara formaban la constelación de Capricornio.
—¿Qué pasa? —murmuró él.
—Mamá volverá —respondió en susurros—. Ella dice que quiere dormir conmigo hoy y despertarme a primera hora mañana.
—¡Pero será tu cumpleaños! —se quejó él. Dylan quería ser el primero en estar ahí cuando ella despertara.
—¡Ya lo sé! Por eso quiere quedarse. —Cheslay puso los ojos en blanco—. Te veo mañana al atardecer en el lugar secreto. Buenas noches.
Y cerró la ventana, justo en su cara.
Dylan volvió a casa con las manos metidas en los bolsillos y arrastrando los pies. Habían cancelado su hora favorita del día.
Entró por la ventana y la cerró con fuerza. No se percató de que había alguien más en la habitación hasta que su padre encendió la luz.
—No te pediré una explicación —dijo el hombre marchito.
—No es como si la merecieras —contestó Dylan. No estaba de humor para nadie que no fuera Cheslay, y mucho menos para su padre.
El hombre negó con la cabeza. Había ganado muchas canas y arrugas con los años, más de las que se pudieran contar. Seguía utilizando las batas de laboratorio y los pantalones de color negro, también las gafas de mucho aumento y había pasado bastante tiempo desde la última vez que se afeitó.
—Vas a tener que comprender esto algún día…
—Tal vez cuando estés muerto —espetó el joven—. Ahora necesito dormir, quiero que te vayas de mi habitación.
—Dylan… hijo…
—No me llames así, sabes que no me gusta. Para ti soy el sujeto uno o un prototipo.
—Sabes que no. —Se acercó para tocarlo, pero Dylan retrocedió negando con la cabeza.
—Si no es por las pruebas, tú no puedes tocarme ni un solo cabello ¿Acaso ya olvidaste nuestro acuerdo? Tú y yo no somos nada, nuestra relación es estrictamente profesional. De medico a rata de laboratorio, eso es todo. Ahora vete, no quiero usar la fuerza contigo.
Su padre frunció el ceño y miró al suelo para después caminar hacia la puerta, tenía el semblante de un hombre derrotado.
—Voy a hacer como que no sé qué visitan esos túneles —dijo antes de marcharse y apagar la luz.
Dylan se quedó ahí de pie en la oscuridad. La luz de la luna entrando por su ventana. Su padre sabia de su lugar secreto con Cheslay… que ya no era tan secreto. ¿Quién más lo sabía? Sacudió la cabeza y se dejó caer en la cama.
Se sentía de nuevo en el juego de serpiente y escaleras, primero feliz de poder visitar a Cheslay y luego enfadado de tener que hablar con su padre. Una subida y una bajada. Se quedó mirando el techo durante un largo rato. Pensando, siempre pensando, era por ese motivo que no podía dormir bien, y también por eso las ojeras siempre lo acompañaban.
A él no le parecía que había cambiado mucho, pero se estaba haciendo más alto e iba ganando músculo con sus prácticas y entrenamientos. Sus facciones estaban dejando de ser las de un niño para convertirse en las de un adolescente.
Mañana Cheslay cumpliría doce años, y unas semanas después Dylan cumpliría catorce. Le parecía que esperar a mañana sería una eternidad.
Despertó cuando las primeras luces de la mañana tocaron sus parpados. Se había quedado dormido con la ropa del día anterior. Se sentía cansado, y no era para menos, la mayor parte de la noche la había pasado despierto.
Se levantó de la cama, se dió un baño y se cambió con la ropa para entrenar. El pantalón de deporte y la camiseta negra; todos los soldados vestían igual, aunque Dylan no era un soldado. Terminó de abrocharse el tenis y corrió escaleras abajo para desayunar al lado de su madre.
Ella le regaló una gran sonrisa cuando lo vio entrar.
—¿Cómo estuvo la visita de anoche? —preguntó su madre levantando ambas cejas.
—Hay cosas que no deberías saber, Nefertari —respondió él. Hace algunos años que había dejado de llamarla mamá, y a ella no le molestaba.
—¡Vamos! ¡Cuéntame! ¿La besaste? —preguntó entusiasmada.
Dylan miró hacia abajo, a las verduras que estaba picando. Le ayudaba a cocinar a su madre cada vez que tenía la oportunidad de hacerlo, eran de las pocas oportunidades que tenía de hablar con ella.
—¡Por dios! ¡No! Es mi amiga. Qué asco. —fingió estremecerse. Su madre puso los ojos en blanco—. Además —continúo Dylan—. Al parecer todos están al tanto de mis secretos. Tú y… él —dijo asintiendo hacia la sala, donde estaba su padre.
—No puedes esconder las cosas de las madres, tenemos un sexto sentido para todo —replicó—. Solo… ten cuidado ¿Sí? ¿Lo prometes?
Dylan la miró. Ella tenía un semblante preocupado y una mirada llena de angustia.
Le regaló una sonrisa solo para calmarla. Luego se llevó la mano a la sien y la movió en su dirección, el saludo de un soldado.
—Como ordene —dijo.
Su madre puso los ojos en blanco y lo golpeó en el brazo a modo de juego. Juntos terminaron con los alimentos, desayunaron y volvieron a su quehacer diario.
Dylan entró al campo de entrenamiento y se colocó el chaleco anti balas de alta tecnología. Este era tan liviano como la ropa de uso común. Se calzó las botas y cuando las estaba anudando fue que Cheslay entró en el vestidor.
Él la ignoró y siguió con lo suyo para luego salir al campo. Era toda arena y madera vieja. Tenía que darle al centro de la diana. No era una tarea difícil, ya que su puntería había mejorado con los años. Le gustaba esta actividad porque era superior a cualquier otro, las tácticas militares eran su fuerte.
Cheslay se posicionó a su lado y comenzó a disparar. No daba en el blanco, pero por lo menos se acercaba.
Esto era así: Tenían una competición entre ambos, no lo habían dicho con palabras, pero los hechos hablaban por sí solos. Debían destacar en el entrenamiento para poder obtener un cumplido de Lousen. Él era su entrenador y era el único en ese lugar, además de sus respectivas madres, que los trataba como si fueran personas y eran sus amigos.
Terminaron con el entrenamiento y Cheslay se despidió solo del sargento, ignorando a Dylan.
El hombre soltó un silbido por lo bajo.
—¿Qué le hiciste? —le preguntó al chico.
—Nada. —Se encogió de hombros—. Fue ella quien me despidió ayer.
—Vaya —dijo Lousen negando con la cabeza. Le puso una mano en el hombro—. Las mujeres son muy complicadas. Si te gusta deberías decírselo.
—¿Por qué todos dicen eso? ¡No me gusta! Solo somos amigos.
—Sí, claro. —Lousen sonrió—. He tenido muchas de esas amigas.
— ¿Qué quieres decir? —preguntó frunciendo el ceño.
—Nada, chico, nada. Ve a cambiarte —ordenó el hombre con una sonrisa.
Lousen había dejado de ser soldado porque era demasiado viejo para soportar el traje de Ciborg. Ya tenía treinta y cuatro años, pero había sufrido heridas de guerra en la batalla contra Rusia. Era un hombre fuerte, imponente, su cabello era castaño con algunas canas y tenía una piel quemada por el sol debido a que su trabajo era de campo. Tenía una estatura alta, casi dos metros, y el cuerpo de un militar. Sus ojos brillaban con diversión y juventud cuando estaba con Cheslay y Dylan, además de que sonreía más de lo que comúnmente lo hacía. Era el hombre que Dylan más respetaba. Era la persona que él quería llegar a ser.
El chico dio dos vueltas al campo, hasta que las nubes cubrieron el sol, amenazando con una tormenta eléctrica. Eran normales en esa época del año.
El ejercicio lo ayudaba a concentrarse en lo que hacía en ese momento, y no en las cosas del pasado o en las del futuro, lo ayudaba a no pensar de más, por eso disfrutaba de sus horas en esos ámbitos si hablar. Llegó a los vestidores, abrió el agua helada y se dio un rápido baño para relajar sus músculos. Envolvió una toalla alrededor de su cintura y fue hacia su casillero para encontrar su ropa. Estaba vestido de la cintura para abajo cuando vio que Cheslay estaba ahí.
¡Dios! —gritó Dylan y se puso rápidamente la camiseta. Ella puso los ojos en blanco.
—¿Hasta cuándo dejaras de portarte como una niñita? —espetó Cheslay.
—¿Qué demonios haces aquí? ¡Es el baño de hombres!
—Siéntate y observa cómo me importa —ironizó—. ¿Ya vuelves a hablarme?
—Pudiste haberme visto desnudo… —dijo Dylan mientras se ruborizaba.
—Obvio no. —Ella se estremeció—. Tengo medidos tus tiempos, eres tan certero como un reloj. Siempre haces lo mismo, dios sabe que hasta el mismo Papa tiene sus horarios más ligeros que el tuyo. Dylan se relajó. Ella estaba bromeando.
—Bien —respondió con una media sonrisa—. Acepto que me he estado comportando como una niña, pero tú fuiste quien me echó de su habitación ayer.
—¡Mi madre estaba ahí! ¿Querías que te admitiera? ¡Tal vez los tres compartiéramos la cama! —exclamó con sarcasmo.
—Cierra la boca, solo pudiste haber sido un poco menos grosera. A veces eres cruel con tus palabras.
Cheslay retrocedió dos pasos. Eso ocurría siempre que él decía lo que ella trataba de ocultar: Estaba asustada, ella tenía miedo de la forma en la que la relación estaba avanzando, y aún más porque no sabía cómo se sentía respecto a él.
—Es mi cumpleaños —dijo Cheslay al fin.
—Lo sé. —Dylan sonrió y se puso de pie, dirigiéndose a la puerta para ir a sus clases teóricas—. Te veré en nuestro lugar después de las clases.
Juntos salieron del lugar y se ganaron una mirada y reprimenda por parte de Lousen, quien les dijo que no deberían hacer cosas buenas que parecieran malas. Luego se alejó de ellos mientras reía y negaba con la cabeza. Solo Dios sabía qué pasaba por la mente de ese hombre.
Dylan se iba a quedar dormido durante la clase de historia, se dio cuenta de que Cheslay iba por el mismo camino, cuando como un regalo del cielo, el reloj que anunciaba el final del día de teoría finalizó.
Salieron del aula sin despedirse de la odiosa profesora. No era que no les agradara, solo que ella le informaba a la Mayor Khoury de todo lo que los chicos hacían, y entre menos tuvieran que ver con la profesora mejor.
Estaba dando vueltas en su habitación. Solo sería un encuentro normal, como de todos los días, no tenía por qué estar nervioso. Sacudió la cabeza, el reloj sobre su mesa anunciaba las 11:59, tenía que verse con Cheslay a las 12:30, apenas tenía tiempo para preparar las cosas.
Su madre le había hecho el favor de preparar un pastel de cumpleaños esa tarde. Dylan cogió las cosas y salió por la ventana, para luego deslizarse por la tubería y llegar al suelo, donde el césped húmedo por la lluvia crujió.
Corrió por toda la zona residencial, hasta internarse en la espesa arboleda, con un costal de color hueso golpeando su espalda al ritmo que mantenía al correr. Solo esperaba que el pastel no se arruinara.
Llegó hasta la escotilla y, como siempre, gastó más de un minuto en mirar hacia el desierto, solo por si alcanzaba a ver algo diferente, no pasó nada. Cuando era más pequeño pudo ver un coyote, pero los vigías le dispararon. Eso había sido todo su contacto con el exterior.
Abrió la escotilla y se deslizó dentro para dejarla medio abierta después. Así Cheslay sabría que él ya había llegado.
Dylan corrió al túnel del almacén y montó las cosas, todo tal y como se había imaginado. No era una gran fiesta, pero era algo. Un pastel de vainilla (el favorito de Cheslay) además de caramelos y frituras. También gaseosas y galletas. Dylan observó el lugar. Las linternas no eran necesarias, ya que había encendido velas. Sonrió para sí mismo. Todo perfecto.
Y entre sus manos tenía el regalo para ella. A Cheslay le encantaría. Era un libro, uno que estaba prohibido para ellos, pero Dylan lo había conseguido, robándolo de la biblioteca de su padre con la ayuda de su madre. Un libro muy antiguo que hablaba sobre barricadas y amores no cumplidos y otros que sí se cumplían. Un libro que hablaba sobre la lucha y como el día a día mataba personas de enfermedades o por guerra. No era muy diferente de lo que ellos estaban viviendo. Como los ricos se encerraron en una cúpula para dejar morir a los pobres. Suspiró profundamente cuando escuchó los pasos en la oscuridad del túnel.
—¿Qué es todo esto? —preguntó ella impresionada.
—Un gracias sería suficiente —replicó.
—No voy a darte las gracias. Es tu obligación como mi mejor amigo.
—Buen punto —dijo Dylan y se sentó en el suelo, con Cheslay imitándolo.
Comieron y bromearon sobre muchas cosas. Hablaron de Lousen y de sus madres, evitando el tema de las pruebas y de sus padres. No querían hablar de cosas tristes. Dylan sacó el pastel y la obligó a soplar sobre las doce velas de color verde.
—Feliz cumpleaños —dijo él. Cheslay sonrió, era una sonrisa sincera y sin capas.
—Gracias —contestó, y al momento su sonrisa se volvió malvada—. Pero el pastel sería mejor con crema batida.
—Lo que su majestad deseé —ironizó Dylan y se puso de pie para bajar al almacén.
—¿Vas a por ella? —preguntó sorprendida.
—Es tu cumpleaños, deberías aprovecharte de tu esclavo.
—Técnicamente, dejó de ser mi cumpleaños hace dos horas.
—¿Quieres la crema batida o no? —preguntó Dylan, ya estaba bajando por las viejas escaleras de metal. Cheslay asintió—. Bien, entonces cierra la boca.
Ella asintió y lo dejó ir. En ese momento presintió que eso iba a ser el error más grave de su vida.
Dylan bajaba las escaleras, cuando su pie resbaló, y el metal en el que estaba apoyado cayó al suelo del almacén provocando un horrible sonido en todo el lugar. Vio a Cheslay, ambos compartieron una mirada de terror, pero él pensó rápido y comenzó a subir de nuevo; pero las escaleras terminaron de romperse y Dylan cayó sobre el suelo con un golpe seco. El impacto de la caída sacó todo el aire de sus pulmones y lo dejó adolorido.
No se podía levantar a causa del dolor, pero podía hacer tiempo para que Cheslay se fuera. Pudo escuchar los pasos de los vigilantes de la bodega. Ellos se estaban acercando.
—Vete —jadeó Dylan.
Ella negó con la cabeza.
Antes de que los soldados llegaran, él hizo algo, algo que parecía fuera de este mundo. Dylan elevó la mano y como si una fuerza invisible tirara de la escotilla, esta se cerró. Pero no era una fuerza invisible, era como si la vieja tapadera cediera ante todo el peso, como si de pronto fuera más pesada de lo normal, tanto que Cheslay se tuvo que apartar. Por lo menos la chica quedaría en la seguridad de los túneles.
Los soldados llegaron, lo sostuvieron por los brazos y lo obligaron a levantarse. Se llevó unos cuantos golpes en la cara y en el estómago, pero consiguió seguirles el paso.
—Dylan… —escuchó en su mente.
El chico se sobresaltó ¿Cómo demonios…? Pero no sería la primera ni la última vez que la escuchara.
—Dylan, por favor, contéstame…
—¿Cómo puedes hacer esto? —preguntó.
—No lo sé… ¿Cómo pudiste tú lanzarme sin siquiera tocarme? ¿Cómo cerraste la escotilla?
—No lo sé, solo sucedió.
—Promete que volverás —dijo Cheslay.
—Recoge las cosas y ve a casa. Nada ha sucedido esta noche, les diré que es la primera vez que entro en este lugar, en lo que a lo demás respecta, tú nunca has estado involucrada.
Cheslay no respondió, pero Dylan sabía que lo había escuchado.
No sabía cómo había podido hacer eso, no tenía ni la más ligera idea de lo que acababa de suceder. Estaba comenzando a creer que se lo había imaginado.
Se sentía como tener el poder. No, sentía el peso del mundo en sus manos, y, a decir verdad, se sentía espectacular. A pesar de estar siendo arrastrado por los soldados hacia un castigo seguro, no pudo evitar sonreír.
En una parte del camino colocaron una bolsa de color negro sobre se cabeza, impidiéndole ver a dónde iban, pero algo extraño sucedió. Dylan podía sentir todo alrededor, cada persona emitía cierta vibración, así como la tierra, incluso las ratas del almacén, o los coyotes del desierto.
Lo llevaron a una habitación donde había una persona que tenía los latidos de su corazón perfectamente controlados. Eso lo asustó más que cualquier otra cosa que pudiera haber sucedido esa noche.
Le quitaron la bolsa de la cabeza, y pudo ver frente a él a la Mayor Khoury, quien lo observaba con curiosidad.
Ella no lo saludó, no esperó una explicación, simplemente se quitó sus guantes blancos, se recogió la camisa blanca y colocó una nudillera en los dedos y los hizo tronar fuertemente.
La Mayor no habló, tampoco le pido a nadie que saliera de su oficina. Y eso hizo sentir a Dylan más temor del que alguna vez haya sentido.
El primer golpe llegó y fue muy doloroso, aunque ya se lo esperaba. Ella lo golpeaba en repetidas ocasiones en la cara y en el abdomen.
Él se tomó la libertad de escupirle en las botas limpias. Ella no se inmutó y continúo golpeándolo. Dylan no se desmayaría, no le daría ese placer. Y los golpes seguían, podía ver cómo su propia sangre caía sobre los azulejos blancos del suelo. Su cabeza se sentía pesada y adolorida, pero aun así no se dejaría vencer. Levantó la cabeza y se encontró con los ojos fríos de la Mayor, la mujer esbozó una ligera sonrisa llena de sadismo y volvió a golpearlo. Y Dylan se dio cuenta, una vez más, de que su vida era de nuevo un sube y baja, solo que en este momento se encontraba con las serpientes, ya que la escalera se había roto para él.