Читать книгу El cazador - Angélica Hernández - Страница 8

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Dejó de tener miedo cuando llegaron al segundo túnel. Dylan aún no sabía que la palabra «miedo», cambiaría completamente su significado en los siguientes años. Cuando era niño, le tenía miedo a la oscuridad y a desobedecer las reglas. Cuando fue más grande, le provocaba terror el hecho de hacer las cosas mal, a equivocarse. Después, todas esas cosas parecían pequeñas y estúpidas en comparación con su vida de ahora; ya que los miedos dejaron de ser algo que esperar, para convertirse en algo real. Y no eran miedos pasajeros, sino que estaban siempre, burlándose de él, jugando al gato y al ratón y, desgraciadamente, él siempre había sido el ratón.

No tenía miedo a la muerte, contrario a la mayor parte de las personas. Dylan ya solo le tenía miedo a una sola cosa. A perderla a ella. Perderla para siempre.

Juntos entraron en el segundo túnel. El niño podía ver cómo la tiza marcaba las oscuras paredes del lugar. Cheslay iba al frente, apuntando su linterna hacia abajo, para que pudieran ver en donde pisaban. Dylan había dejado de tener miedo de ese lugar por dos cosas.

Una: Si los atrapaban ¿Qué era lo peor que podían hacerles? Con el tiempo, desearía nunca haberse hecho esa pregunta.

Dos: La oscuridad no encierra monstruos, las personas lo hacen.

Sus pasos sonaban contra las paredes de roca, si a alguno se le ocurriera gritar su nombre en ese lugar, se darían cuenta de que el sonido rebotaría dentro y se llamarían a sí mismos de nuevo. Pero ninguno quería hablar, ya que el silencio en ese lugar parecía aplastante, abrumador, como si cualquier suspiró pudiese escucharse por todo el complejo militar.

Cheslay se detuvo de pronto, lo que provocó que Dylan se estrellara con su espalda.

—¿Qué pasa? — murmuró el niño.

Ella no contestó, simplemente levantó la mano y apuntó hacia el frente, al fondo del túnel.

Había pequeñas luces, pero no colgaban del techo, tampoco estaban al final del túnel. Estas estaban pegadas a la pared. Y no eran lámparas o bombillas, no, eran pequeñas ventanas que daban hacia algún lugar.

Cheslay se acercó corriendo, y Dylan la siguió, olvidando por completo el seguir marcando la pared con tiza, aunque claro, la niña nunca se lo diría. Pero él se dio cuenta después de que Cheslay había memorizado todo ese lugar, solo un vistazo y podía moverse como si fuera su hogar. Y años más tarde en eso se convertiría. Ella no necesitaba el tiza, lo hacía para que él se sintiera más tranquilo. Se preocupaban más por el otro que por sí mismos.

No podía medir más de quince centímetros, pero podían ver perfectamente por el lugar. Daba a uno de los laboratorios, podían ver cómo los científicos se paseaban de un lugar a otro por la sala de color blanco. Había muchos instrumentos para trabajar en ese lugar, además de capsulas que Dylan no sabía para qué servían. Desearía nunca haberlo sabido.

Ambos contenían la respiración. La pequeña ventana estaba colocada en una parte alta del laboratorio, era imposible que ellos supieran que los niños los espiaban.

Cheslay respiró profundo y lo miró.

—Vi a una niña— dijo con seguridad.

Dylan tragó saliva a causa de su nerviosismo.

—¿U-una niña? ¿P-podemos invitarla a jugar? —mordió su labio.

—Dije que la vi, no que viviera aquí.

—No comprendo…

—Soñé con ella. Dice que está asustada y que vive en un lugar donde no llega el sonido, tampoco la luz.

—Estas asustándome —se quejó molesto. ¿Para eso lo había llevado ahí? ¿Solo para asustarlo?

—No estoy contando mentiras —dijo Cheslay—. Eres mi amigo, jamás te mentiría. Eres la única persona a la que puedo contarle todo.

Él asintió, sabía que ella jamás le mentiría, solo estaba asustado de todo eso.

—Vayamos al siguiente túnel —pidió—. Después volvemos a casa, no sabemos cuándo amanecerá.

Ambos caminaron de vuelta a la cueva en la que se distribuían los túneles. Se adentraron en el tercero, que era igual a los demás, solo que al final de ese se encontraba una escotilla.

Entre los dos pudieron abrirla y, para su gran sorpresa y felicidad, se encontraron con el almacén. Pero no solo había comida en ese lugar.

Después de ignorar los lugares que guardaban todo tipo de armas; eran cosas a las cuales no conocían de nombre, pero sabían que los soldados que resguardaban el complejo las usaban y nunca se imaginaron que, algún día, las emplearían en su contra, llenaron sus mochilas con galletas y otras golosinas que encontraron, también aprovecharon para volver al túnel. Ascendieron por la pequeña escalera de metal, la misma que los había dejado bajar. Parecía vieja, pero se dieron cuenta de que era resistente.

Juntos llegaron al túnel y cerraron la escotilla. Dylan dejó la linterna en el suelo en medio de los dos y abrieron una de las mochilas para comer sus golosinas. Después de comerse buena parte del botín, desanduvieron el camino hacia sus respectivas casas.

—Cariño… —susurró su madre.

Él se dio la vuelta en la cama y cubrió su cabeza con la sabana.

—Vamos, levántate. Tu padre dice que tienes cosas que hacer con él.

Eso llamó su atención. Dylan no recordaba cuando fue la última vez que salió con su padre a hacer algo. Se levantó de la cama, depositó un ligero beso en la mejilla de su madre y se dispuso a alistarse para ese fantástico día.

Cuando estaba por entrar en el salón, ya bañado y cambiado, fue cuando comenzó a dolerle el estómago. Había comido demasiados dulces. Se preguntó si Cheslay estaría igual que él.

Comió su desayuno con mucho esfuerzo y, cuando terminó, se reunió con sus padres en la puerta de la casa.

Su madre llevaba puesto un vestido floreado-, su padre llevaba, como siempre, su bata de laboratorio y un pantalón negro. Solo que el niño se dio cuenta de que su padre no se había afeitado en varios días y que tenía ojeras bajo sus ojos.

Dylan tenía puesto una especie de pijama de color gris, y sus zapatos también eran de ese color.

Cuando salieron, se dio cuenta de que la familia de Cheslay tenía un aspecto similar. Ella también iba vestida con ese pijama. Intercambiaron una mirada de desconcierto cuando los subieron a un Jeep.

Los niños no hablaron en todo el camino. No era que no tuvieran ganas de hablar, era, más bien, que los adultos no lo hacían y esa simple razón los hacía sentir nerviosos.

Pasaron por muchas casas del área residencial. Se dieron cuenta de que habían salido de esa zona, cuando pasaron por una revisión minuciosa en una estación de algunos militares.

Todos tenían unas caras largas y cansadas, miradas sin brillo y no le ofrecían ninguna sonrisa a nadie, ni siquiera a los niños.

Dylan trató de tragar saliva, solo para darse cuenta de que tenía la boca seca.

—Mami… quiero agua —dijo cuándo bajaron del Jeep.

—Nada de alimentos en la próxima hora —ordenó su padre.

El niño no discutió. Todos entraron a un edificio raro. Era muy grande y de color verde opaco. No había árboles, ni nada alrededor, solo vehículos, armas y personas que no parecían tener sentimientos. Dentro del lugar, estaban unas puertas de cristal en las que volvieron a revisarlos con una máquina de color verde.

—Están limpios —anunció un hombre, y los dejaron pasar.

A cada segundo, Dylan se ponía más y más nervioso. Hasta que sintió cómo una pequeña mano tomaba la suya y le daba un apretón. Él correspondió a ese gesto. Ambos estaban nerviosos.

Las personas se detuvieron en la entrada de una gran puerta. Su padre llamó dos veces, hasta que una voz de mujer les autorizó la entrada.

Ellos hablaron con la mujer, ella tenía una voz ruda y poco amable. Los niños solo alcanzaban a ver las espaldas de los adultos, ya que, siendo pequeños no podían aspirar a ver mucho más.

—Tengo miedo —susurró él.

—Tú siempre tienes miedo —murmuró la niña.

—Dylan, Cheslay —anunció el padre de la pequeña—. Quiero que conozcan a la Mayor Khoury.

Dylan levantó la vista. Frente a ellos estaba una mujer muy alta; su cabello era rubio platinado, sus ojos fríos y calculadores. Su boca estaba apretada en una fina línea, aunque todas sus facciones lo estaban. El uniforme que llevaba era pulcro, y tenía varias medallas sobre uno de sus hombros.

—Así que estos son los prototipos —aseguró con voz gruesa.

Dylan odió que lo llamaran así, pero apenas era el inicio de ese sentimiento. No sabía cuánto podía llegar a odiar, hasta que lo hizo y no hubo marcha atrás. Aún no comprendía cuánto podía llegar a sentir, tanto física como emocionalmente.

El cazador

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