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1. INTRODUCCIÓN

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Las reflexiones críticas que se han realizado sobre educación en nuestra época contemporánea han evidenciado los vacíos de la formación curricular que presentan los estudiantes en inclusión educativa.

La inclusión educativa se considera como parte del derecho a la educación y como una dimensión más de la calidad en educación superior: concepto que alude a la valoración de una serie de aspectos estructurados en indicadores de amplio espectro, tales como, el grado de satisfacción de los estudiantes, la calidad de los programas de formación, el apoyo académico, la efectividad de los procesos institucionales, la labor académica y administrativa, entre otros (Guillermety Y Blanco, 2007; Mejías, Valle Y Vega, 2016).

Respecto a los procesos de formación, estudios recientes evidencian la creciente desvinculación entre las universidades formadoras de formadores con las necesidades del contexto social y cultural contingente, como en la empírea del quehacer docente (Sotomayor et al, 2011). Tal es el caso de la inclusión educativa y las vertientes teóricas y prácticas que la sustentan en la formación de pregrado. Al respecto, se señalan que la Inclusión educativa se desarrolla en dos ejes principales: por una parte, el derecho a la educación que tienen todas las personas, desde la diversidad y la diferencia, presentándose como un desafío que posibilita nuevos enfoques innovadores para la persona que se educa, pues la educación es un proceso social que permite transformar la realidad y previene contra la exclusión del diferente (Maturana, 2020). El segundo eje, es la dinámica de los procesos de enseñanza y aprendizaje inclusivo en la formación del profesorado que nos orienta a nuevas prácticas docentes adecuadas y mejoras en el contexto que se desenvuelve.

A nivel internacional se ha planteado que el curriculum de formación inicial de maestros primarios (Tatto et al, 2012) muestran que los programas apuntan mayoritariamente a los siguientes contenidos: la educación (curriculum escolar o disciplina específica), además de la educación general (crecimiento y desarrollo personal académico y social), el estudio pedagógico (como enseñar contenidos específicos, gestión de la clase y evaluación del aprendizaje), y por último, la experiencia práctica (simulaciones de clases reales). Y advierten, además, una tensión entre el que debe enseñarse (énfasis en los contenidos) y el cómo enseñar (énfasis en las habilidades).

Esto sumado a los nuevos escenarios y problemáticas emergentes en el trabajo de aula, a raíz de nuevos desafíos ligado al aprendizaje y dominio de diversos tipos de conocimientos que ocurren en la formación inicial, pero también durante su trayectoria profesional, la experiencia práctica de aula, en el contacto con sus colegas o a través de diversas modalidades de formación en servicio y la falta de dinamismo para enfrentar escenarios diversos.

Todo lo descrito se enmarca en un modelo de gestión institucional que debe ser capaz de asegurar la calidad de sus procesos (Tünnermann, 2011). Además, establecer la labor formadora y de generación de conocimiento de manera innovadora y flexible, asegurando un tránsito efectivo hacia el mundo laboral (Mungaray, 2001).

Para el cumplimiento de los objetivos ya descritos, se hace inminente la necesidad de evaluar los procesos formativos, tanto en su macro como en su microestructura, de forma que asegure la participación de los estudiantes del conocimiento y de la cultura. En este contexto, al analizar el concepto de educación en el ámbito social, surge la necesidad de considerar valores trascendentales e intrínsecos a su esencia y que se reflejan en lo que hoy en día se considera como un educación inclusiva, capaz de garantizar a todas las personas no solo la equidad en el acceso a la educación, sino, además, que ésta sea de calidad para todos (Avalos, 2017). Asimismo, la formación estudiantil en educación inclusiva permite desarrollar relaciones democráticas dentro del aula, basadas en el reconocimiento del otro como un interlocutor válido (Maturana, 2020).

La formación que han recibido los profesores y profesoras en la mayor parte de los centros de estudio ha tenido que cumplir con el desafío de la abarcabilidad en desmedro de la profundización en conocimientos disciplinarios, de la didáctica asociada a los mismo, de aspectos propiamente pedagógicos y conocimientos relativos a la inclusión educativa. Esta realidad se explica en cierta medida por la actual estructura del sistema escolar chileno que abarca ocho años de Educación Básica y siete subsectores de aprendizaje.

A modo de ejemplo sobre las reflexiones planteadas en los párrafos anteriores, hubo un estudio realizado en carreras de pedagogía de nueve universidades estatales, en el cual se analizaron los contenidos y actividades curriculares y el modo como acogen los temas de inclusión y diversidad desde una órbita de justicia social (Delgado, 2018). Dicho estudio, permitió distinguir entre programas con modelos más centrado en el conocimiento del currículum escolar y programas con modelos más centrados en el aprendizaje práctico requerido para enseñar, pero también permiten distinguir entre énfasis pedagógicos. Es así como, dentro de las limitaciones del análisis curricular realizado para este informe, aparecen algunas diferencias en el peso asignado a las distintas áreas de formación por tipo de carrera y de universidad, que se materializan en el mayor o menor peso asignado a lo que hemos llamado los contenidos y métodos específicos de enseñanza.

El proceso de formación de futuros docentes orientado al trabajo específico con población diversa en el aula es deficitario en cuanto a proporcionar y desarrollar herramientas teórico-metodológicas que permitan apoyar y colaborar en el desarrollo integral de niños y niñas con necesidades educativas especiales (NEE).

La formación inclusiva se concibe no de manera parcializada, determinada solo para los alumnos con necesidades específicas, sino se plantea como un proceso de formación democrática y continua para todos y todas, por lo tanto, posee un valor transversal porque pretende desarrollar el potencial de cada persona y no solo de un grupo particular por más que estos sean catalogados como vulnerables.

Con relación al párrafo anterior, la educación es un valor de bien común, un derecho que favorece el desarrollo verdaderamente humano porque es a través de la educación que somo humanizados por otros. Por lo tanto, como derecho esencial, la educación debe excluir la discriminación de cualquier tipo, aboliendo las causas y las situaciones de desventajas que generan la desigualdad.

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