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¿Por quién doblan las campanas?

En el siglo XVII, John Donne escribía estas líneas tan hermosas y sugerentes:

«Ningún hombre es una isla, algo completo en sí mismo. Todo hombre es un fragmento del continente, una parte de un conjunto. Si el mar arrebata un trozo de tierra, es Europa la que pierde, como si se tratara de un promontorio, como si se tratara de una finca de tus amigos o de la tuya propia. La muerte de cualquier hombre me disminuye porque yo formo parte de la humanidad. Por tanto, nunca mandes a nadie a preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti».

Thomas Merton tituló así uno de sus libros más difundidos: Los hombres no son islas. En él habla de ciertos temas aparentemente nada aptos para estimular esa solidaridad social, tales como la contemplación, el recogimiento, el ascetismo, la pureza de intención, incluso la necesaria soledad interior. Pues bien, se trata precisamente así de inculcar una solidaridad más honda, más lúcida y mejor fundada.

Nuestros pecados tienen siempre una dimensión social: afectan forzosamente a la sociedad humana y a la sociedad eclesial que, en definitiva, serían una misma cosa (¿qué es la Iglesia sino el nombre cristiano de la humanidad?). Esa dimensión social pertenece a cualquiera de los pecados, aunque haya sido cometido en la mayor intimidad y sin ninguna proyección exterior. «Los malos pensamientos –decía también Bernanos–, envenenan el aire».

Todo pecado cometido por un cristiano causa especialmente algún daño a sus hermanos en la fe. El pecado, que separa al individuo de la comunidad de salvación, constituye al mismo tiempo un golpe infligido a esa comunidad. Toda acción del cristiano, buena o mala, edifica o desedifica a la Iglesia.

Meditaciones en el AVE

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