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ОглавлениеEl hombre, «una isla de magia...»
¡Cuántas, qué hermosas y qué dramáticas las definiciones del hombre! Jorge Luis Borges (1898-1986), el más célebre de los escritores argentinos, ciego desde la mitad de su vida, resume la grandeza, la miseria y el enigma de la condición humana en tres versos magníficos:
«Para mí soy un ansia y un arcano,
una isla de magia y de temores,
como lo son tal vez todos los hombres».
«Una isla de magia y de temores...». Incomparable expresión que condensa ese constante deseo humano de plenitud, más o menos latente o despierto, pero siempre presente. Y también la desazón de lo que no se alcanza o nunca se logra plenamente porque, al fin, nos topamos con la muerte inevitable, «puesto que somos una sombra que la Sombra amenaza».
Octavio Paz nos dejaría su visión del hombre con estas palabras:
«Hombre soy de breve duración
y es enorme la noche.
Pero miro hacia arriba:
las estrellas escriben.
Sin entender comprendo:
soy también escritura
y en este instante alguien me deletrea».
Albert Camus, por su parte, ponía en labios de uno de los personajes de su obra El extranjero, esta definición de hombre:
«El hombre es un extranjero sin pasaporte en un mundo glacial».
Nada de extranjeros sin pasaporte, sino hijos de Dios muy queridos, nos dirá el padre De Lubac, a quien gustaba repetir que nuestra paradoja era estar hechos de tal modo que podamos y debamos esperar nuestra plenificación como don y como propia elaboración. Tal es nuestra peculiar y auténtica naturaleza. Los creyentes estimamos que ello es así porque el centro de nuestra gravitación no es algo sino Alguien, con rostro y nombre humanos, la persona del Verbo, encarnado en Jesús.
* * *
Ante las tres convicciones anticristianas que Chesterton acotaba para argumentarlas, a saber, que el ser humano es un mero animal evolucionado, que la religión primitiva nació del terror y de la ignorancia, y que los sacerdotes han abrumado de amarguras y nieblas a las sociedades cristianas, la visión de Pablo de Tarso coloca al hombre en el pedestal de la creación como criatura de Dios, como su proyecto más querido, frustrado por el pecado original y redimido después por Cristo, ofreciéndole para siempre sus preciadas señas de identidad: «hijos de Dios y herederos de su gloria». San Pablo subrayará con precisión: «Somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos...».
El hombre se perfila así como proyecto de Dios, encaminado a su realización en el escenario de la historia y a su plenitud en la metahistoria, conforme a la definición de «cielo» que ofreciera el papa Juan Pablo II: «La plenitud en la intimidad con Dios».
El hombre se recorta en el horizonte de la historia como caminante, sembrador y testigo. Primero, caminante y peregrino por los caminos polvorientos de una existencia enmarcada en el espacio y en el tiempo, consciente de que la vida comienza y termina, tiene un pórtico y un epílogo. Quizá por eso, la imagen del peregrino es una de las más apropiadas. No tenemos morada fija y habitamos en tiendas de campaña, expuestos a las tormentas y a los vendavales.
Segundo, la imagen del sembrador, todos somos sembradores, con la semilla de nuestra palabra, de nuestras obras, de nuestras acciones. Nada de lo que hacemos o decimos se pierde, sino que lleva la fuerza de la levadura en medio de la masa o del grano de trigo en el surco de la besana.
Tercero, testigos, es decir, consumadores operativos de una misión que sentimos y llevamos impresa en lo más vivo del alma. En la hora presente hacen falta más testigos que maestros, decía Pablo VI. Es decir, más ejemplos que buenas palabras.
A lo largo de la vida, el hombre deberá emprender cuatro hermosas tareas, por etapas, vividas en el esfuerzo cotidiano: primero, su realización; segundo, su reconciliación; tercero, su restauración, y cuarto, su resurrección.
Así ha de sentirse cada día: realizado en su vocación y profesión, fiel a sus compromisos, puntual en sus trabajos y esfuerzos; reconciliado consigo mismo, satisfecho con su hacer y quehacer a través de la integridad de su vida, sin traicionar sus principios ni desviarse de su camino, reconciliado asimismo con su Padre Dios, en la transparencia de una conciencia libre; restaurado y reparado por un exigente examen que descubre con humildad los desconchones propios para que la ruina no amenace el edificio; y, por último, resucitado, es decir, «vuelto a la vida» tras la muerte de un fracaso o de una derrota, con ilusión creciente.