Читать книгу En el abismo - Arnaldur Indridason - Страница 11
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ОглавлениеNo se había preparado especialmente bien. No estaba muy seguro de cómo iba a proceder. Solo tenía claro que debía elegir el momento adecuado para asaltarlo. Cuando se decidió a actuar tenía una ligera idea de lo que quería, pero no sabía cómo la iba a poner en práctica. Al final fue el odio, un odio reprimido durante mucho tiempo, lo que le dio la fuerza.
Sabía que los policías querían interrogar al malnacido. El invierno anterior les había hablado de él, pero luego la investigación no siguió adelante. Sus caminos se habían cruzado de nuevo por pura casualidad. Ni siquiera lo buscaba, tan solo se lo había encontrado de repente. Un día cualquiera, varias décadas después de que hubiera desaparecido de su vida, lo había visto caminar por el barrio. Más tarde descubrió que el malnacido vivía ahí. ¡En su propio barrio! ¡Después de tantos años se había mudado prácticamente a la casa de al lado!
No tenía palabras para describir lo que había sentido al cerciorarse de que se trataba del mismo hombre. Se quedó atónito, tenía asumido que jamás volvería a encontrarse con él. Renació en su interior el viejo miedo, sintió que el malnacido todavía lo aterrorizaba más que ninguna otra cosa en este mundo. Lo invadió la rabia al darse cuenta de que, a pesar de todos los años transcurridos, no se había olvidado de nada. Los recuerdos regresaron a su mente tan pronto como lo vio de lejos. Aunque no fuera más que un anciano encorvado, todavía lo percibía como una amenaza; un familiar escalofrío lo recorrió desde sus adentros hasta la garganta.
Quizá fuera una reacción instintiva ante el terror que le provocaba, pero desde el principio intentó que el malnacido no lo viera. Lo espiaba a lo lejos sin atreverse a actuar. No sabía cómo proceder. Cuando los agentes le preguntaban por él, procuraba contarles lo menos posible. Debido a su tirante relación con la policía, trataba de dar respuestas enigmáticas y contradictorias. Además, no recordaba muy bien el invierno anterior, ya que lo había pasado borracho o drogado. Pero después se armó de valor y trazó su plan de venganza. El malnacido se había preocupado de pasar desapercibido desde que supo que la policía lo andaba buscando. Por eso se había mudado y se había refugiado en el sótano de Grettisgata.
Se negaba a sentir pena de sí mismo. Nunca lo había hecho y nunca lo haría. Asumía la responsabilidad de los delitos que había cometido. No de los que le achacaban, sino de los que realmente había cometido. No, no se compadecería de sí mismo por mucho que, a raíz de lo ocurrido, nunca hubiera tenido motivos para ser feliz. No había tenido unos padres ejemplares. Su padre había sido un borracho que pegaba a sus hijos con la menor excusa. Los azotaba con un cinturón de cuero. También le daba palizas a su mujer.
Evitaba pensar en ello; le dolía recordar los años que había vivido con sus padres antes de que los servicios sociales disolvieran el hogar y a él lo enviaran a vivir con una familia de acogida en el campo. Allí había vivido bien, dentro de lo que cabe. Nunca se había sentido feliz de verdad. No sabía en qué consistía la felicidad. Siempre le apretaba un nudo en el estómago, lo acosaban una continua ansiedad y un sentimiento de terror del que no se podía librar. Puede que, en realidad, no se atreviera a librarse de él porque, al fin y al cabo, era lo único que conocía y no sabía lo que podría venir en su lugar.
Una noche, mientras observaba a escondidas la casa de Grettisgata, se dijo que había llegado el momento de dejar de espiar al malnacido, de dejar de vigilar aquel sótano toda la noche sin tomar medidas. Sabía que podría dominarlo fácilmente, que podría reducirlo sin mucho esfuerzo. Pensó en los libros de aventuras que había leído de pequeño, en todas esas historias de hazañas y héroes. Recordaba que era crucial coger al enemigo por sorpresa. No podía ni plantearse asaltarlo en la calle. Tenía que hacerlo en su casa. Pero no podía llamar a su puerta en plena noche porque eso lo pondría inmediatamente en alerta. El mejor momento era de madrugada, cuando saliera para ir a la piscina.
En la mañana del asalto, un gélido viento del norte recorría la calle Grettisgata. El frío y la humedad le calaban los huesos después de varias horas de espera pegado a la pared. Su anorak gastado y su gorra apenas lo protegían. En toda la noche, no había pasado un alma por la calle. Unos instantes antes del amanecer, se dirigió lentamente hacia la casa y de repente cuando apenas le quedaban unos pasos para llegar, se abrió la puerta del apartamento. Bajó de un salto los escalones y se dio de bruces contra el malnacido, que estaba a punto de cerrar la puerta con la bolsa de la piscina en la mano. Sin vacilar, lo empujó hacia el pasillo de la casa y cerró. El malnacido gimió y lo golpeó en la cabeza con la bolsa. Él la agarró y se la quitó de las manos. Al darse cuenta de su situación, el malnacido huyó al salón, pero él lo alcanzó, lo tiró al suelo y se le lanzó encima.
Reducir al malnacido le resultó mucho más fácil de lo que había imaginado.