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Sigurður Óli respiró hondo. Había aparcado delante del inmueble y llevaba esperando en el coche casi tres horas sin que hubiera ocurrido nada. El periódico no se había movido del buzón. Los pocos que habían pasado por la entrada ni siquiera habían mirado el diario, que Sigurður Óli había dispuesto de manera estratégica para que asomara la mitad y cualquiera se lo pudiera llevar sin ningún problema, bien fuera un ladrón o alguien con ganas de molestar a la anciana del segundo piso.

El caso no tenía ninguna relevancia. De hecho, tal vez fuera el más trivial que Sigurður Óli había investigado en su carrera de policía. Su madre lo había llamado para que le hiciera un favor a una amiga suya que vivía en la calle Kleppsvegur. Su amiga estaba suscrita al periódico, pero a menudo no lo veía en el buzón cuando bajaba a cogerlo los domingos por la mañana y no había conseguido dar con el culpable. Había preguntado a sus vecinos, pero todos le habían jurado y perjurado que no lo habían tocado; es más, algunos echaban pestes de la publicación por considerarla pura basura conservadora que no leerían, ni aunque les pagaran. Hasta cierto punto, ella estaba de acuerdo. Al fin y al cabo, solo se mantenía fiel al periódico por las esquelas, que en ocasiones ocupaban la cuarta parte de sus contenidos.

Su amiga sospechaba de algunos vecinos de la escalera. En el piso de arriba, por ejemplo, vivía una mujer que, según ella, era una «devorahombres». Por su casa no dejaban de desfilar hombres, sobre todo por las noches y los fines de semana. Quizás alguno de ellos fuera el ladrón, si es que no lo era ella misma. Dos plantas más arriba, vivía otro vecino que no trabajaba y se pasaba el día entero metido en su casa sin hacer nada. Decía que era compositor.

Sigurður Óli siguió con la mirada a una adolescente que entraba en el edificio. Parecía volver de fiesta, todavía ligeramente ebria. Le costó encontrar las llaves en un pequeño monedero que sacó del bolsillo, y se tambaleaba de tal manera que tenía que agarrarse al pomo de la puerta para no caerse. No le echó ni un solo vistazo al periódico. «Desde luego, no saldrán fotos suyas en la sección de sociedad», pensó Sigurður Óli mientras la veía subir las escaleras con dificultad.

Todavía arrastraba una gripe que no había conseguido quitarse de encima. Seguramente había vuelto demasiado pronto al trabajo, pero la verdad es que ya no aguantaba más en la cama viendo películas en su nueva pantalla de plasma de 42 pulgadas. Prefería tener algo que hacer, aunque no se encontrara todavía con fuerzas.

Pensó en la velada del sábado anterior. Para celebrar el aniversario de la graduación del instituto, sus antiguos compañeros de clase se habían reunido en casa del que apodaban Guffi, un tipo engreído que venía de una familia de abogados y a quien Sigurður Óli no tragaba desde prácticamente el mismo día en que se habían conocido. Guffi, al que ya de adolescente le gustaba llevar pajarita, había seguido su tónica general: los había invitado a todos a su casa con motivo del aniversario para luego terminar dando un discurso en el que, lleno de orgullo, anunciaba a sus antiguos compañeros de clase que lo habían ascendido a jefe de departamento de un banco y que, por tanto, había otro motivo más de celebración. Sigurður Óli no se unió al aplauso.

Paseó la mirada por el grupo preguntándose si sería él quien había obtenido menos logros en la vida desde que terminaran el instituto. Cada vez que hacía el esfuerzo de acudir a aquellos reencuentros le asaltaba el mismo tipo de pensamientos. Entre otros asistentes figuraban abogados como Guffi, algunos ingenieros, dos pastores protestantes y tres médicos con largos años de especialidad a sus espaldas. También había un escritor de quien Sigurður Óli no había leído nunca nada, a pesar del bombo que se le daba en determinados círculos literarios debido a un dominio estilístico magistral que rozaba lo inefable, según decían las últimas críticas. Al compararse con sus compañeros y pensar en las investigaciones policiales, en sus compañeros Erlendur y Elínborg y en toda la gentuza con quien tenía que tratar cada día, Sigurður Óli no había encontrado muchos motivos de alegría. Su madre siempre le había dicho que él valía mucho más que «eso», y con ello se refería a ser policía. Su padre, sin embargo, se sentía más orgulloso y siempre le recordaba que seguramente haría más cosas por la sociedad que muchos otros.

—¿Qué tal te va en la poli? —le preguntó Patrekur, uno de los ingenieros, que había escuchado a su lado el discurso de Guffi. Sigurður Óli conservaba la amistad con él desde el instituto.

—Así, así —respondió Sigurður Óli—. Tú debes de tener una avalancha de trabajo con esto del boom económico y todo lo de las presas y las centrales hidroeléctricas.

—Vamos ahogados, literalmente —dijo Patrekur, con una expresión más seria de lo habitual en él—. Me preguntaba si podría quedar contigo algún día para comentarte una cosa.

—Por supuesto. ¿Voy a tener que detenerte?

Patrekur no sonrió.

—Te llamo el lunes, si te parece bien —sugirió antes de alejarse de él.

—Vale —confirmó Sigurður Óli con gesto de asentimiento mientras miraba a Súsanna, la mujer de Patrekur, que también había asistido a la fiesta a pesar de que no solían acudir juntos a tales eventos. Le sonrió. Siempre le había caído bien y pensaba que su amigo había sido afortunado.

—¿Sigues en la poli? —le preguntó Ingólfur, uno de los dos pastores protestantes, caminando hacia él con un vaso de cerveza en la mano. De ascendencia eclesiástica por parte de padre y madre, no se planteaba hacer otra cosa que no fuera servir al Señor. Sin embargo, Ingólfur no era ningún santo: le gustaba beber y sentía debilidad por las mujeres; se había casado en dos ocasiones. A veces discutía con el otro pastor del grupo, Elmar, que era radicalmente distinto: un devoto, medio asceta, que creía en todo lo que dice la Biblia, y se oponía a cualquier tipo de cambio, sobre todo en lo referente a los homosexuales, que pretendían echar por tierra las arraigadas tradiciones cristianas del país. A Ingólfur le traía sin cuidado qué tipo de personas acudieran a él, solo seguía la única regla que le había enseñado su padre: todos los hombres son iguales ante Dios. Sin embargo, se lo pasaba en grande tomándole el pelo a Elmar. Le preguntaba a menudo si algún día pensaba fundar su propia secta: los elmaritas.

—¿Y tú? ¿Sigues dando sermones? —replicó Sigurður Óli.

—Somos indispensables, tanto el uno como el otro —reparó Ingólfur sonriendo.

Guffi se acercó hasta ellos y le dio una enérgica palmada en el hombro a Sigurður Óli.

—¿Qué tal está el madero? —voceó el recién nombrado jefe de departamento.

—Estupendamente —respondió Sigurður Óli.

—¿Nunca te has arrepentido de no haber terminado Derecho? —preguntó Guffi con sus ínfulas de siempre.

Había engordado con los años. De manera gradual, la pajarita que una vez le había sentado tan bien había quedado enterrada bajo una enorme papada.

—Nunca —aseguró Sigurður Óli, quien, de hecho, sí que se había planteado en más de una ocasión abandonar el cuerpo de policía, retomar Derecho y licenciarse para hacer algo más provechoso. Pero no lo reconocería ante Guffi. Y menos aún admitiría que Guffi había sido una especie de referencia: Sigurður Óli pensaba a menudo que si un idiota como Guffi podía entender las leyes, cualquiera podía hacerlo.

—Ya he visto que estás casando a invertidos —comentó Elmar uniéndose al grupo y lanzándole a Ingólfur una mirada llena de consternación.

—Ya empezamos —dijo Sigurður Óli mientras buscaba una vía de escape antes de que estallara un debate religioso.

Se dirigió hacia Steinunn, que pasaba por ahí con una copa en la mano. Recientemente había dejado de trabajar en la delegación de Hacienda, y Sigurður Óli la llamaba de vez en cuando si tenía problemas con su declaración de la renta. Siempre le había sido de gran ayuda. Sigurður Óli sabía que lo había dejado con su marido hacía unos años y que desde entonces había disfrutado de su soltería. Steinunn era una de las razones por las que Sigurður Óli se había molestado en ir a casa de Guffi aquella noche.

—Steina —dijo para llamar su atención—. ¿Ya no trabajas en Hacienda?

—No, he empezado a trabajar en el banco de Guffi —anunció Steinunn con una sonrisa—. Ahora ayudo a los ricos a evadir impuestos. Según Guffi, se ahorran un dineral.

—Y el banco paga mejor —dijo Sigurður Óli.

—Ya lo creo. Cobro una pasta gansa.

Al sonreír dejó asomar su radiante dentadura. Después se retocó el pelo, que le había caído delante de los ojos. La melena ondulada rubia le llegaba hasta los hombros, y llevaba las cejas teñidas de negro. Tenía la cara ancha y unos bonitos ojos oscuros. Por su aspecto era lo que probablemente los adolescentes llamarían un «pibón», y Sigurður Óli se había preguntado si Steinunn conocería ese término. En realidad, no le cabía ninguna duda: siempre había estado al día en esas cuestiones.

—Sí, tengo entendido que no pasáis hambre —comentó Sigurður Óli.

—¿Y tú? ¿No juegas en bolsa?

—¿Que si no juego en bolsa?

—Alguna inversión habrás hecho por ahí —insinuó Steinunn—. Te pega.

—¿Ah, sí? —dijo Sigurður Óli con una sonrisa.

—Sí. ¿No te va apostar un poco?

—No me puedo permitir riesgos —confesó Sigurður Óli sin dejar de sonreír—. Solo juego sobre seguro.

—¿Acaso hay algo que sea seguro?

—Solo compro en bancos —aseguró Sigurður Óli.

Steinunn alzó su copa.

—Pues no hay nada más seguro que eso.

—¿Sigues viviendo sola?

—Sí. Y disfrutándolo.

—Tiene cosas buenas —observó Sigurður Óli.

—¿Qué tal con Bergþóra? —preguntó Steinunn de repente—. He oído que no os iba bien.

—No, la cosa no va muy bien —admitió Sigurður Óli—. Una lástima.

—Majísima, Bergþóra —dijo Steinunn, que había visto a su pareja en encuentros similares.

—Sí... Lo era. Me preguntaba si a lo mejor te apetecería quedar algún día. Tomarnos un café o algo.

—¿Me estás invitando a salir contigo?

Sigurður Óli asintió.

—¿En plan cita?

—No, una cita no; o bueno, sí, algo así, ya que lo dices.

—Siggi —dijo Steinunn acariciándole la mejilla—. Lo que pasa es que no eres mi tipo.

Sigurður Óli la miró.

—Ya lo sabes, Siggi. Nunca lo has sido. Sigues sin serlo.Y no lo vas a ser.

¡¿Su tipo?!

Sigurður Óli escupió la palabra en voz alta mientras esperaba en el coche a que apareciera el ladrón de periódicos. ¿Que no era su tipo? ¿Qué significaba eso? ¿Que era de un tipo peor que otros? ¿Y por qué siempre venía Steinunn con eso de los tipos?

En ese momento entró en el inmueble un joven que llevaba un instrumento musical. Sin pensárselo dos veces, cogió el periódico del buzón y abrió la puerta interior de la escalera con la llave. Sigurður Óli llegó al portal a tiempo para interponer el pie en la puerta y poder entrar antes de que se cerrara. El joven se llevó un susto de muerte cuando Sigurður Óli lo agarró en la escalera y lo hizo bajar propinándole un golpe en la cabeza con el periódico. Al muchacho se le escapó de las manos la caja del instrumento, que golpeó la pared, perdió el equilibrio y cayó al suelo.

—¡Arriba, idiota! —gruñó Sigurður Óli tratando de levantar al chico.

Supuso que se trataba del holgazán que vivía dos pisos por encima de la amiga de su madre, el que se hacía llamar «compositor».

—¡No me hagas daño! —gritó el músico.

—¡No te voy a hacer daño! ¿Vas a dejar de robarle el periódico a Guðmunda, la vecina del segundo? ¿Sabes quién es? ¿Qué clase de imbécil le roba el periódico del domingo a una pobre anciana? ¿Te lo pasas bien abusando de personas indefensas?

El muchacho se levantó. Lanzando una mirada de rencor y odio a Sigurður Óli, le arrebató el periódico de las manos.

—Este es mi periódico —afirmó—. ¡No sé de qué me estás hablando!

—¿Tu periódico? —se apresuró a decir Sigurður Óli—. Ni hablar, amiguito. ¡Es el de Munda!

Echó un vistazo al rellano. Los buzones se alineaban en tres filas de cinco y vio que por el de Munda sobresalía el periódico tal y como él lo había dejado.

—¡Mierda! —farfulló al subir de nuevo al coche, antes de marcharse con el rabo entre las piernas.

En el abismo

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