Читать книгу En el abismo - Arnaldur Indridason - Страница 4
1
ОглавлениеSacó la máscara de cuero de la bolsa de plástico. No era ninguna obra de arte, y no le había quedado todo lo bien que a él le hubiera gustado, pero le serviría.
Lo que más temía era toparse con algún agente de policía por el camino, aunque, de todas maneras, pasaba totalmente desapercibido. La bolsa contenía otros objetos además de la máscara. Había comprado dos botellas de brennivín en la licorería, y un martillo contundente y un clavo en la tienda de bricolaje.
El día anterior había adquirido el material necesario para elaborar la máscara en un mayorista que importaba piel y cuero. Se había afeitado con esmero y se había puesto sus mejores galas. Sabía lo que necesitaba y lo había encontrado sin dificultad: cuero, hilo y una buena aguja de zapatero.
A esas horas de la mañana las calles estaban prácticamente desiertas, así que no corría el riesgo de ser visto. Con la cabeza agachada para evitar mirar a quien pudiera pasar, caminaba a grandes zancadas hacia la casa de madera de la calle Grettisgata. Bajó a toda velocidad las escaleras de acceso al sótano, abrió la puerta, entró rápidamente y cerró con cuidado.
Se detuvo en la penumbra. Ahora ya conocía la distribución de las habitaciones y podía orientarse a oscuras. Al fin y al cabo, no era un apartamento de grandes dimensiones. El baño carecía de ventanas y se hallaba al final del pasillo, a la derecha. La cocina se encontraba en el mismo lateral, con una gran ventana que había tapado con una manta gruesa, orientada hacia el patio trasero. Enfrente de la cocina estaba el salón y, a su lado, el dormitorio. La ventana del salón, también tapada con cortinas recias, daba a Grettisgat. Al dormitorio solo se había asomado una vez; en lo alto de la pared había otra ventana, esta vez cubierta por una bolsa de plástico negra.
En lugar de encender la luz, buscó la vela que guardaba en el estante del pasillo, la encendió con una cerilla y el resplandor fantasmal de la llama lo guio hacia el salón. Escuchó los gritos ahogados del malnacido, sentado en una silla con las manos atadas al respaldo y la boca amordazada. Evitaba mirarlo, especialmente a los ojos.Apoyó la bolsa en la mesa y extrajo el martillo, la máscara, el clavo y el brennivín. Retiró el precinto de una de las botellas y bebió un enérgico trago de su tibio contenido. Con los años, aquel licor había dejado de quemarle la garganta.
Dejó la botella y cogió la máscara. La había confeccionado con materiales de primera calidad. Estaba tallada en cuero grueso de cerdo y doblemente cosida con cordel encerado. Había perforado un orificio en la frente por el que había insertado el clavo de acero galvanizado y había cosido un refuerzo alrededor para que pudiera sostenerse. Había rasgado los laterales de la máscara para introducir por ellos una tira ancha de cuero con la que poder ajustarla bien a la nuca. También había abierto unas ranuras a la altura de los ojos y la boca. La parte superior se extendía hasta la coronilla y se enganchaba a la tira de la nuca mediante una correa de cuero. Así aseguraba su estabilidad. No había tomado medidas exactas, sino que la había ajustado al tamaño de su cabeza.
Bebió otro trago de brennivín procurando que los gemidos del malnacido no le afectaran.
De pequeño, cuando vivía en el campo, había visto una máscara similar. Era de hierro y estaba guardada en el viejo establo, pero no le permitían tocarla. Sin embargo, una vez lo había hecho a escondidas. El hierro estaba helado y cubierto de óxido. Se había fijado en unas manchas de sangre seca junto al agujero del clavo. Solo la había visto usar una vez cuando el granjero tuvo que sacrificar un ternero enfermo. Vivía en la más extrema pobreza y no podía permitirse una pistola para sacrificar el ganado. En su lugar utilizaba aquella máscara, que era demasiado pequeña para la cabeza del ternero: según le había explicado el granjero, estaba diseñada para matar ovejas. Luego había agarrado el martillo y golpeado el clavo, que se había hundido en la cabeza del animal. El ternero se había desplomado y no había vuelto a moverse.
Vivía feliz en el campo. Allí nadie le decía que fuera un miserable y un desgraciado.
Nunca se olvidó del nombre que le daba el granjero a aquel objeto con un clavo que prometía una muerte rápida e indolora.
El granjero la llamaba «máscara mortuoria».
Le parecía un nombre escalofriante.
Contempló el clavo que sobresalía de su tosca máscara. Calculó que penetraría cinco centímetros en el cráneo; y sabía que con eso bastaría.