Читать книгу En el abismo - Arnaldur Indridason - Страница 6

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De camino al trabajo, el lunes por la mañana, le informaron del hallazgo de un cadáver en un apartamento alquilado del barrio de Þingholt. Se trataba del homicidio de un hombre joven que había sido degollado. Los agentes de la Policía Judicial habían acudido de inmediato al lugar de los hechos y la jornada de Sigurður Óli se redujo a interrogar a los vecinos del fallecido. Allí se encontró a Elínborg, que se encargaba del caso, tan calmada y mesurada como siempre, quizá demasiado calmada y mesurada para el gusto de Sigurður Óli.

Patrekur lo había llamado para recordarle que tenían una cita. Al enterarse del asesinato, le pidió que no se preocupara, pero Sigurður Óli le dijo que no pasaba nada y que podían quedar por la tarde en una cafetería que él mismo propuso. Poco después lo llamaron de comisaría. Un hombre había preguntado por Erlendur y se había negado a marcharse hasta que no lograra hablar con él. Le habían comunicado que Erlendur se encontraba de vacaciones fuera de Reikiavik, pero no se lo había creído. Al final solicitó hablar con Sigurður Óli. El hombre no quiso dar su nombre ni tampoco quiso explicar de qué asunto se trataba hasta que, al final, se fue. Por último, Bergþóra lo llamó para preguntarle si podían verse el día siguiente por la tarde.

Sigurður Óli se pasó todo el día en el escenario del crimen y a eso de las cinco se vio con Patrekur en un café del centro. Patrekur llegó primero. Lo acompañaba su cuñado, a quien Sigurður Óli había visto alguna vez en casa de su amigo. Tenía delante una pinta de cerveza y un vaso de chupito vacío.

—Un poco fuerte para ser lunes, ¿no? —preguntó Sigurður Óli sentándose junto a ellos mientras observaba al hombre que había acudido con su amigo.

El hombre lo miró con cierto apuro y dirigió la mirada hacia Patrekur.

—Lo necesito —dijo antes de tomar otro trago de cerveza.

Se llamaba Hermann y trabajaba para una mayorista. Estaba casado con la hermana de Súsanna, la mujer de Patrekur.

—¿Pasa algo malo? —preguntó Sigurður Óli.

Notó que Patrekur se comportaba de forma extraña, pero pensó que simplemente se sentiría incómodo por no haber avisado de que venía acompañado. Por lo general era una persona tranquila, sonriente y bromista. A veces iban juntos al gimnasio a primera hora de la mañana y después se tomaban un café; de vez en cuando iban al cine e incluso hacían algún viaje juntos. Patrekur era el que podría considerarse el mejor amigo de Sigurður Óli.

—¿Has oído hablar de las fiestas de swingers? —preguntó Patrekur.

—No. ¿Quieres decir conciertos de jazz?

Patrekur sonrió.

—Ojalá fueran conciertos de jazz —reparó mirando a Hermann, que dio otro trago de cerveza. Al saludar a Sigurður Óli, su apretón de manos había sido flojo y húmedo. Iba bien vestido, con traje y corbata, llevaba barba de tres días, y tenía el pelo lacio y un rostro de facciones finas.

—¿No es el swing una especie de jazz? —le preguntó Sigurður Óli.

—No, en las fiestas que te digo no se toca música —señaló Patrekur con voz apagada.

Hermann se terminó la cerveza y le hizo una señal al camarero para que le llevara otra.

Sigurður Óli miró fijamente a Patrekur. En el instituto habían fundado juntos la asociación liberal Milton y habían publicado una revista homónima de ocho páginas que loaba las iniciativas individuales y el mercado libre. Invitaban a conocidos portavoces de los círculos conservadores a sus reuniones, que no se caracterizaban precisamente por su gran número de asistentes. Pero, más tarde, Patrekur cambió de postura. Para sorpresa de Sigurður Óli, se había vuelto de izquierdas y había comenzado a manifestarse en contra de la base militar estadounidense de Miðnesheiði y a favor de que Islandia abandonara la OTAN. En aquella época había conocido a su futura esposa, quien probablemente había influido en él. Sigurður Óli había luchado por mantener la asociación con vida, pero cuando las ocho páginas de la revista se redujeron a cuatro y los liberales conservadores dejaron de asistir a las reuniones, Milton se extinguió sin remedio. Sigurður Óli todavía conservaba todos los números publicados, incluido el que recogía su artículo «En defensa de Estados Unidos: Las mentiras sobre las operaciones de la CIA en Sudamérica».

Empezaron la universidad el mismo año. Sigurður Óli decidió dejar Derecho y cruzar el Atlántico para matricularse en una academia de policía en Estados Unidos. Se escribían de vez en cuando. En una ocasión, Patrekur fue a visitarlo con su mujer Súsanna y su primer hijo. Seguía estudiando ingeniería y no hablaba más que de mecánica de suelos y diseño de estructuras.

—¿Qué hacemos hablando de swing? —preguntó Sigurður Óli, que no entendía nada de lo que le estaba diciendo su amigo. Se sacudió el polvo de su nueva chaqueta de verano, que se había puesto aunque fuera otoño. La había comprado en las rebajas y estaba muy satisfecho con su adquisición.

—Me resulta un poco difícil hablar de esto contigo, no suelo pedirte favores como policía —anunció Patrekur sonriendo con incomodidad—. Hermann y su mujer están metidos en un lío por culpa de unas personas a las que no conocen.

—¿Qué tipo de lío?

—Con unos tipos que le invitaron a una fiesta de swingers.

—No empieces otra vez con lo del swing.

—Ya se lo explico yo —interrumpió Hermann—. Solo lo hicimos una vez y no lo volvimos a hacer más. Swing es otra manera de decir...

Avergonzado, Hermann se aclaró la garganta.

—... de decir «intercambio de parejas».

—¿Intercambio de parejas?

Patrekur asintió. Sigurður Óli le clavó la mirada a su amigo.

—¿Súsanna y tú, también? —preguntó.

Patrekur titubeó, como si no hubiera entendido la pregunta.

—¡¿Súsanna y tú?! —repitió Sigurður Óli espantado.

—No, no, ¡qué va! —dijo Patrekur—. Nosotros no hemos hecho nada de eso. Fueron Hermann y su mujer, la hermana de Súsanna.

—Era una forma tonta de romper la rutina matrimonial —explicó Hermann.

—¿Una forma tonta de romper la rutina matrimonial?

—¿Es que vas a repetir cada cosa que digamos? —preguntó Hermann.

—¿Lleváis mucho tiempo practicándolo?

—¿Practicándolo? No sé si esa es la palabra más adecuada.

—Yo tampoco lo sé —apuntó Sigurður Óli.

—Fue hace unos años y ya no lo hacemos.

Sigurður Óli miró a su amigo y después a Hermann.

—No tengo por qué justificarme ante ti —aclaró Hermann, que estaba comenzando a sacar de quicio a Sigurður Óli. La cerveza llegó a la mesa y le dio un trago generoso—. Quizás esto no sea una buena idea —añadió mirando a Patrekur.

Este no respondió y miró a Sigurður Óli con gravedad.

—¿Tú no lo habrás hecho también? —insistió Sigurður Óli.

—Claro que no —repitió Patrekur—. Estoy intentando echarles un cable.

—¿Y yo qué pinto en esta historia?

—Están en apuros —aclaró Patrekur.

—¿Qué clase de apuros?

—La cosa consistía, y consiste, en divertirse con gente a la que no conoces de nada —explicó Hermann aparentemente reanimado por la cerveza—. La idea da mucho morbo.

—No sé muy bien de qué hablas —señaló Sigurður Óli.

Hermann respiró hondo.

—Nos han traicionado.

—Vaya, ¿es que han echado un polvo con otros?

Hermann miró a Patrekur.

—Ya te dije que no quería quedar con él —comentó Hermann.

—¿Quieres hacer el favor de escucharle? —le rogó Patrekur a su amigo—. Están metidos en un grave problema y pensé que igual tú podías ayudarles. Así que déjate de tonterías y hazle caso.

Sigurður Óli obedeció a su amigo. Por lo visto, unos años atrás, Hermann y su mujer habían participado durante una temporada en fiestas de intercambio de pareja; invitaban a otros swingers a su casa y aceptaban invitaciones de otros. Tenían lo que se llamaba una relación abierta y, por lo que contaba, les gustaba aquella dinámica. Llevaban una vida sexual emocionante, solo quedaban con «gente selecta», en palabras textuales de Hermann, y pronto habían acabado formando parte de una especie de club formado por un pequeño grupo de parejas con el mismo interés.

—Fue así como conocimos a Lína y Ebbi —dijo Hermann.

—¿Quiénes son esos? —preguntó Sigurður Óli.

—Unos mierdas —respondió vaciando la pinta de cerveza.

—No son «selectos», ¿no? —dijo Sigurður Óli.

—Hicieron fotos —señaló Hermann.

—¿De vosotros?

Hermann asintió.

—¿En plena acción?

—Ahora nos amenazan con subirlas a Internet si no les damos dinero.

—La hermana de Súsanna está metida en política, ¿verdad? —le preguntó Sigurður Óli a su amigo Patrekur.

—¿Crees que podrías hablar con ellos? —preguntó Hermann.

—¿No es ahora la asesora de un ministro? —continuó Sigurður Óli.

Patrekur asintió.

—Ahí está el problema. Hermann se preguntaba si tú no podrías hablar con esa gente y hacerte con las fotos. Ya sabes, meterles un poco de miedo para que hagan lo correcto y te entreguen todo el material.

—¿Qué material tienen?

—Un vídeo corto —respondió Hermann.

—¿De vosotros teniendo sexo?

Hermann asintió.

—¿Es que no sabíais que os estaban grabando? ¿Cómo no os pudisteis enterar?

—Hace mucho tiempo de aquello. No nos dimos cuenta de nada —admitió Hermann—. Nos enviaron una foto. Supuse que habían colocado una cámara en su apartamento y que nosotros no nos habíamos fijado. De hecho, recuerdo haber visto una cámara así, muy pequeña, en una estantería que había en el salón donde estábamos. No se me pasó por la cabeza que la pudieran haber encendido.

—Tampoco hace falta tecnología punta —señaló Patrekur.

—¿Estabais en su casa?

—Sí.

—¿Y quiénes son, en realidad?

—No los conocemos ni los hemos vuelto a ver desde entonces. Mi esposa aparece de vez en cuando en los medios y les habrá sonado su cara. Por eso han decidido chantajearnos.

—Y les está saliendo bien —confirmó Patrekur mirando a Sigurður Óli.

—¿Qué quieren?

—Dinero —respondió Hermann—. Mucho más del que disponemos. Fue ella quien se puso en contacto con nosotros. Nos dijo que pidiéramos un préstamo. Y que no habláramos con la policía.

—¿Tienes alguna prueba de lo que dicen, de que tienen fotos vuestras?

Hermann miró a Patrekur.

—Sí.

—¿Cuál?

Hermann miró a su alrededor y del bolsillo de su chaqueta sacó una fotografía que le entregó a Sigurður Óli deslizándola por la mesa. No era muy nítida, seguramente era una copia impresa en casa. En ella aparecían varias personas practicando sexo: por un lado, dos mujeres, que no se distinguían bien y a las que Sigurður Óli fue incapaz de identificar, y por otro, Hermann, fácil de reconocer. La fiesta de swingers parecía estar en pleno apogeo.

—¿Y quieres que hable con ellos? —preguntó Sigurður Óli mirando a su amigo.

—Antes de que la cosa se vaya de las manos —respondió Patrekur—. No sabemos de nadie más que pudiera tratar con ese tipo de chusma.

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