Читать книгу Pasaje de las sombras - Arnaldur Indridason - Страница 13
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ОглавлениеA la vista de cuanto Konráð pudo averiguar, en el Colegio de Ingenieros no sabían mucho acerca de Stefán Þórðarson ni de alguien llamado Thorson. Hacía mucho desde que se jubilara y, aparte de que hasta su muerte cobraba regularmente su pensión del Fondo de Ingenieros, poco más pudieron añadir los empleados del colegio, que no lo conocían. Marta se sorprendió cuando Konráð le comunicó los antecedentes islandeses del difunto. Birgitta evitó comentárselo a la policía cuando la interrogaron. Por lo que sabía, Stefán nunca contrajo matrimonio y no se tenía constancia de ningún hijo. Nadie acudió al depósito de cadáveres para identificarlo; ni siquiera habían preguntado por él. Todo ello hacía muy difícil recabar información sobre aquel hombre, lo que ponía a Marta de un humor de perros.
—No se explica que no haya familiares —espetó a Konráð por teléfono.
—No es tan raro —rebatió este, que acababa de salir de casa de Birgitta y se disponía a acercarse a la residencia que el anciano visitó poco antes de morir—. Es de suponer que toda su familia seguía en Canadá y, seguramente, sus más allegados fallecieron hace tiempo. Tomó la decisión de comenzar una nueva vida aquí sin fundar una familia, pero contaba con algún amigo, como la tal Birgitta, y puede que consigas localizar a alguno más.
—Ojalá —dijo Marta—. Creo que lo más probable es que fuera alguien cercano a él.
—¿El agresor?
—Sí, ya sabes, el viejo le abre la puerta a un conocido, le invita a pasar... De lo contrario habría indicios de robo o de enfrentamiento, y no se han llevado nada.
—No puedes darlo por sentado —discrepó Konráð—. No sabemos si conocía a la persona a la que abrió la puerta. En realidad, todos abrimos al primero que llama al timbre o golpea la puerta de nuestra casa. Hay que ser muy precavido para no hacerlo. Él no tenía por qué conocer a la persona o personas que lo agredieron.
—Aun así es lo más probable. Voy a ponerme en contacto con la policía de Manitoba para ver si pueden desempolvar algo de información sobre ese... ¿Stephen Thorson, has dicho?
—Stephan Thorson. No Stephen.
—¿Qué más? ¿Algo sobre los recortes?
—No, nada salvo...
—¿Sí?
—Es una muerte extrañamente silenciosa, allí, en su dormitorio, pero a pesar de todo...
—¿Qué?
—A pesar de todo encaja con el resto de su vida. No llama la atención. Nadie sabe de él. Ningún tipo de altercados a su alrededor. Simplemente, vivía. Y, simplemente, murió.
El director del centro geriátrico estaba tan atareado que apenas pudo atender a Konráð. Era alto y dicharachero. Konráð llegó hasta él guiándose por las voces. Ya desde el pasillo se le oía hablar a gritos por teléfono con alguien que, como pudo deducir, debía de ser un proveedor. Al alcanzar su despacho vio que no estaba solo. El director finalizó la conversación telefónica con palabras no muy agradables, comunicó algo a los dos hombres que lo acompañaban, que abandonaron el despacho a toda prisa, y dirigió una mirada a Konráð.
—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó justo cuando el teléfono del escritorio volvía a sonar.
Descolgó, pronunció tres veces «No» a intervalos regulares y colgó.
Konráð se presentó.
—Estoy haciendo indagaciones acerca de un hombre que vino aquí hace poco, probablemente para preguntar sobre las posibilidades de ingresar en esta institución o quizá para visitar a algún residente.
—¿De quién se trata?
—Se llamaba Stefán Þórðarson. Era muy mayor, más de noventa.
—Ya no hay edad —comentó el director—. La gente mayor ha dejado de morirse.
—Bueno, de todos modos pensé que habría acudido a ti o a tu personal.
—¿Stefán Þórðarson? Me suena el nombre. ¿No es el que han encontrado asesinado en su casa? Lo recuerdo. Estuvo aquí hace pocos días, vino para preguntar por nuestra Vigga.
—¿Vigga?
—Una paciente ingresada aquí —aclaró el director—. Permanece en cama la mayor parte del tiempo y normalmente está en otro mundo. Vivía en el barrio de las Sombras.
Konráð miró al hombre fijamente.
—¿Sabes qué quería de ella? —preguntó.
—No; si no recuerdo mal comentó que era un viejo amigo suyo.
—Conozco a una mujer llamada Vigga que es de ese barrio —le informó Konráð—. Pero ahora sería muy mayor. ¿Podría tratarse de la paciente que vino a visitar Þórðarson?
—Aquí solo tenemos una Vigga. ¿Te gustaría verla? ¿Quién decías que eras, de la policía?
Sonó el teléfono otra vez y el director respondió a la llamada.
—Muchas gracias —dijo Konráð mientras él seguía al teléfono—. Ya la encontraré yo —añadió, y salió del despacho.
Cuando recorría el pasillo comenzó a recordar que, en su infancia en el barrio de las Sombras, nada lo atemorizaba más que una mujer de la calle Lindargata llamada Vigga. En el pasado había averiguado que nació en 1915, pero tiempo atrás las personas envejecían más rápido a causa del duro trabajo y las fatigas diarias, por lo que la recordaba siempre como una anciana aunque solo rozara los cuarenta cuando él empezaba a tener uso de razón.
Vigga vivía sola, sin familia, y llamaba la atención de los niños por su extravagante indumentaria y su peculiar modo de ser. La llamaban Vigga «la enemiga», le tenían pánico y la rehuían, excepto cuando se juntaban unos cuantos y se armaban del valor suficiente como para burlarse de ella. Aquello ocurría en alguna ocasión, no muy a menudo, y a la mujer se la llevaban los demonios, lo que incrementaba la tensión. Si la veían salir a la puerta de su casa con intención de ir tras ellos, echaban a correr gritando. Alguna vez arremetió contra los niños, alcanzó a uno o dos y los zarandeó profiriendo la sarta de improperios más espantosos que jamás habían oído. Sentía predilección por el plomo al rojo vivo y amenazaba a los mocosos con echárselo por encima. En una ocasión consiguió ponerle las manos encima a Konráð, cuando este acababa de cumplir seis años, por haber lanzado una bola de nieve a su casa. Salió a la calle furiosa y ataviada con un chaleco de lana, tres jerséis rotos, uno encima del otro, varias faldas y unas grandes botas de goma que le llegaban hasta la rodilla. Konráð, que era un inconsciente y un bobo, habría escapado de no haberse caído de culo por culpa de un resbalón. Ella lo agarró y lo abofeteó en una de sus heladas mejillas de tal manera que le saltaron las lágrimas. Después lo arrojó al suelo y le advirtió que si no se largaba a su casa lo encerraría en el sótano.
Konráð nunca pisó su sótano, aunque oía con frecuencia hablar de él, pues corrían espeluznantes historias sobre niños del barrio y de Þingholt desaparecidos de los que nunca más se supo y que seguramente habrían perecido en el sótano de Vigga «la enemiga». La mujer vivía en la periferia del barrio en una casita de chapa ondulada cuyas paredes resonaban cuando se lanzaba una piedra contra ellas. Las ventanas eran de cristal simple y se cubrían de escarcha cuando helaba. No parecía tener muchas amistades. Al menos no recibía nunca visitas relevantes, a excepción del repartidor de carbón, que llamaba a su puerta cada dos semanas, hasta que Vigga decidió poner fin a su odio contra la innegable modernidad y aceptó instalar en su hogar la calefacción geotermal municipal. Según contaba la madre de Konráð, trabajaba lavando ropa, y ya tenía bastantes problemas como para que una panda de críos le dieran más preocupaciones, por lo que le prohibió terminantemente a su hijo que se riera de ella.
Konráð entró en la habitación y la halló durmiendo bajo un edredón blanco. Mientras la observaba pensó en cómo el barrio de las Sombras se las había ingeniado para perseguirlo dando tan asombrosos rodeos. Pensó en la joven hallada tras el Teatro Nacional, en los recortes guardados dentro de un libro y en la sesión del médium en la que su padre colaboró. Pensó también en Vigga, que descansaba bajo el edredón que la cubría dejando asomar tan solo sus canas y su frente arrugada, y se preguntó qué habría querido el anciano de aquella mujer que tanto le asustaba de niño y que la muerte todavía no había logrado derrotar.