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Konráð permaneció sentado junto a Vigga un largo rato, esperando que despertara mientras rememoraba su infancia en el barrio de las Sombras. A pesar de que la guerra había concluido años antes de su niñez, todavía se respiraba el auge que trajo consigo. Más tarde llegaría la época de los racionamientos. En sus recuerdos, el barrio de las Sombras era como un mundo diminuto separado del resto, con sus comercios y sus pequeñas y grandes empresas. La calle Lindargata lo seccionaba en dos, de oeste a este, flanqueada de un lado por los eruditos del arte y del otro por la industria alimentaria. En el extremo oeste, el Teatro Nacional enseñaba el trasero a la acera, como si fuera demasiado elegante para el barrio. Al este, los corderos lechales guardaban silencio en el patio del Matadero del Sur de Islandia. En aquella zona se erigían también la Biblioteca Nacional, para los sedientos de conocimiento, y el Tribunal Supremo, para los infractores de la ley. Entre ambos extremos se extendían casas de madera revestidas de chapa ondulada, o casas de piedra de dos o hasta tres plantas. Algunas se conservaban en buen estado, otras eran cochambrosas y estaban deterioradas. Casi todas disponían de pequeños jardines traseros orientados al sur, hacia el sol. En uno de los sótanos más miserables se había criado Konráð.

La gente del barrio se conformaba con lo que tenía, sin problemas, bien fueran obreros, profesionales de artes y oficios o algún que otro hombre rico. Unos bebían y otros eran abstemios. Unos iban a misa los domingos y celebraban la palabra del Señor, herrumbrosos y con cierto remordimiento tras la noche del sábado, y acompañaban de todo corazón al sacerdote cuando rezaba: «... y perdona nuestras deudas», otros se ponían el sombrero y paseaban por el centro con sus esposas, que quizás acababan de comprarse un abrigo nuevo, y se quitaban el sombrero para saludar distinguidamente. Las mujeres miraban los escaparates y admiraban los hermosos vestidos o las elegantes pamelas traídas de Copenhague o Londres. Los hombres aguzaban la vista hacia el mar para contemplar cómo llegaban los barcos, o tal vez veían pasar un flamante automóvil nuevo, como un sueño resplandeciente que recorría Austurstræti. Al mediodía, el olor a cordero asado invadía cada calle y cada rincón y después la gente se acostaba para hacer la digestión hasta la hora del café. Algún que otro hombre desaliñado se asomaba a la ventana de su casa en camiseta interior y le pedía a alguno de los chavales que jugaban en la calle que se acercara a la tienda para traerle una cerveza fría sin alcohol: «¡Puedes quedarte con la vuelta!», voceaba.

Konráð guardaba esos recuerdos muy vivos en su memoria y pensaba a menudo en aquellos tiempos en el barrio. Peculiarmente era su madre la encargada de salir a trabajar y llevar los garbanzos a casa. Por lo general, su padre no tenía trabajo fijo. Siempre estaba metido en todo tipo de trapicheos, en buena parte ilegales. Conforme Konráð se fue haciendo mayor, se dio cuenta de que los delitos y crímenes de poca monta eran su pan de cada día. Sus padres no debían cuidar de muchos hijos, tan solo de Konráð y de su hermana Elísabet. Konráð recordaba un continuo trajín de invitados, parientes del norte, amigas de su madre y ciertos amigos de su padre un tanto dudosos. No había nacido todavía cuando la farsa del médium se encontraba en pleno apogeo, pero sí recordaba las historias de su padre sobre las sesiones que se celebraban en su pequeño apartamento. Según decía nunca representó el papel de médium, aseguraba ser mal actor. Unas veces, el médium era hombre, otras mujer. El vidente preparaba el terreno preguntando si alguno de los presentes conocía a una tal Guðrún o, en su defecto, a un hombre llamado Sigurður, o si alguien reconocía un cuadro del monte Esja o si a alguno de los presentes le resultaba familiar el olor a bolitas de alcanfor que repentinamente llegaba al olfato del espiritista.

Lo más espectacular se producía cuando, como por arte de magia, se movían las mesas del salón y en ocasiones hasta las sillas, por doquier sonoros golpes retumbaban y hacían aparición los detalles más fascinantes de tiempos pasados que los asistentes recordaban de la vida de los fallecidos o bien identificaban por otros motivos. Aquello los llenaba de alegría y lo consideraban un claro signo de la verdad y la vida —y de que la vida había vencido a la muerte y esta no era más que un portal a un mundo distinto y mejor—. Se trataba de meros engaños instigados por su padre y sus compañeros. Jugaban con los sentimientos de las personas, algunas sumidas en una profunda aflicción, con el único fin de sacar unas míseras coronas. Cuando tiempo después hablaba de aquel fraude descarado, no podía vislumbrarse ni el más leve atisbo de remordimiento en las palabras del padre de Konráð. Decía haber visto la oportunidad durante el apogeo de la Sociedad de Estudios Espiritualistas en la época de la guerra. En aquellos años, dicha organización ocupaba un lugar destacado en la vida urbana de Reikiavik tras el reentierro del fantasma de Miklabæjar-Solveig en Skagafjörður, y el peculiar periplo de los restos mortales del poeta Jónas Hallgrímsson desde Copenhague hasta Þingvellir. Tras la aparición de sus espíritus en sendas reuniones de la sociedad no quedó más alternativa que acceder a sus peticiones de traslado. En aquel entorno prosperó el negocio espiritista del padre de Konráð, especialmente dotado para este tipo de actividades. Había quienes se consideraban con cualidades de médium pero necesitaban una pequeña ayuda para poner las cosas en marcha. Otros, en cambio, eran buenos actores, perceptivos ante las expresiones y el comportamiento de los más crédulos y habilidosos para sonsacarles información.

Konráð oyó un débil suspiro procedente del lecho y se tomó la libertad de apartar el edredón del rostro de Vigga. Allí estaba, desdentada, con las mejillas hundidas, la piel arrugada y seca como un desierto de arena y unos mechones de canas adheridos a su cabeza. Abrió los ojos, apenas una rendija.

—¿Vigga? —susurró Konráð—. ¿Puedes oírme?

No obtuvo ninguna reacción.

—¿Vigga? —preguntó de nuevo alzando la voz.

La anciana no movía ni un solo miembro ni articulación, su mirada débil apuntaba al infinito y no parecía oír nada.

—No sé si se me recuerdas, me llamo Konráð, vivía cerca de tu casa, en el barrio de las Sombras.

Ella no mostró reacción alguna y él permaneció en silencio junto a la cama. El enfermero que cuidaba de ella le había comentado que solo estaba consciente de tanto en tanto. No estimaba que le quedara mucho de vida, aunque añadió que desde hacía varios años venía diciendo lo mismo y todavía le sorprendía su tenacidad.

—Me gustaría saber si hace poco vino a verte un hombre llamado Stefán —explicó Konráð—. Stefán Þórðarson.

Vigga parpadeó.

—¿Recuerdas algo?

Konráð esperó algún tipo de reacción, pero no fue así.

—Cabe la posibilidad de que dijera llamarse Thorson —dijo con la esperanza incierta de que lo pudiera escuchar.

Pareció funcionar. Vigga giró la cabeza lentamente hacia él y lo miró con ojos apagados.

—¿Thorson? —repitió Konráð—. ¿Lo conoces?

Ella lo miraba fijamente en silencio.

—¿Vino aquí hace unos días para visitarte?

Vigga no reaccionó pero no apartó la mirada de Konráð.

—Thorson está muerto —le anunció Konráð—. Pensé que desearías saberlo en caso de que lo conocieras. Quizá lo hayas oído ya. Tengo entendido que vino hace poco a visitarte.

Vigga continuaba mirándolo.

—No sé si te acuerdas de mí. De pequeño vivía en el barrio de las Sombras, no muy lejos de tu casa. Me llamo Konráð.

—¿Có...?

Vigga trató de susurrar algo pero su voz era tan débil que Konráð no logró escucharlo.

—¿Perdón?

—¿Có... mo?

—¿Cómo? ¿Quieres decir que cómo murió? Una tragedia. Murió asfixiado. Probablemente asesinado.

Vigga hizo un gesto.

—¿Ase... sinado? —musitó débilmente, prácticamente sin voz.

—No sabemos quién lo hizo —explicó Konráð—. Vivía solo y lo encontraron muerto. Tengo entendido que vino aquí poco antes de morir y me gustaría preguntarte de qué lo conoces.

—Él... vino...

Vigga cerró los ojos.

—Encontré en su casa unos artículos sobre una joven hallada muerta junto al Teatro Nacional durante la Segunda Guerra Mundial —continuó Konráð—. La estrangularon. ¿Sabes por qué guardaba esos recortes? ¿Vino a verte por ese caso? ¿O por alguna otra razón? ¿Y de qué os conocíais? ¿De qué conoces a Stefán Þórðarson?

Las preguntas salían disparadas de la boca de Konráð, pero Vigga ya no parecía escucharlo.

—¿Por qué vino a verte, Vigga? ¿Por qué te visitó justo antes de morir?

La anciana se había quedado dormida. Konráð refrenó su impulso de querer despertarla y permaneció sentado junto a la cama, con calma y paciencia, mientras recordaba que no siempre fue una mujer malhumorada que soltaba blasfemias a los niños. Una vez, cuando Konráð tenía siete años, se atrevió a llamar a su casa temprano una mañana de domingo. Estaba vendiendo chapas de los Scouts y apenas le quedaban casas que visitar en el barrio excepto la suya. Hasta el momento la recaudación era escasa, solo logró vender una chapa, probablemente porque, lleno de entusiasmo, comenzó demasiado temprano y despertó a todos los vecinos que, fastidiados por las molestias, no dudaron en mandarlo a paseo. No entraba en sus planes atreverse a ir a casa de Vigga, pues siempre la evitaba como al diablo, pero por alguna razón dejó a un lado su falta de valor y, antes de poder darse cuenta, estaba llamando a su puerta. Dejó pasar un buen rato y, cuando estaba a punto de salir corriendo antes de que fuera demasiado tarde la puerta se abrió y Vigga lo miró fijamente agachando la cabeza.

—¿Qué quieres de mí, muchacho? —preguntó mientras buscaba con la mirada a otros mequetrefes que pudieran estar escondidos para burlarse de ella.

No divisó a nadie.

—Yo... Estoy vendiendo chapas —tartamudeó.

—¿Chapas? Pero ¿qué tontería es esa?

—Chapas... Chapas de los Scouts.

—¿Pretendes que te las compre? ¿Un renacuajo como tú? ¿Quieres pasar?

Konráð vaciló y dijo la verdad:

—No.

Vigga le lanzó una mirada asesina y él pensó que tal vez debería haber respondido «no, gracias». Cuando se disponía a rectificar, comenzó a retumbar algo dentro de ella y, de repente, soltó una carcajada de caballo; se reía tanto que tuvo que apoyarse en la puerta.

En el momento en que Konráð comenzaba a darse la vuelta para bajar la escalera, ella dejó de reírse.

—Venga, está bien, te compraré unas chapas, chiquillo. Espera mientras voy a buscar el dinero.

Le compró tres chapas y él le prometió que nunca más llamaría a su puerta, bajo ningún concepto, y que no volvería a verle el pelo.

Konráð contemplaba a la anciana bajo el edredón y todavía podía escuchar su risa en aquella remota mañana de domingo. De pronto, ella abrió los ojos y lo miró.

—¿Th... orson?

Su susurro era casi imperceptible.

—¿Lo recuerdas? —preguntó Konráð.

—¿Eres... tú..., Thorson?

Konráð no sabía qué responder.

—No soy Thorson, si...

Vigga cerró los ojos.

—¿Por qué Thorson guardó durante años unos recortes relacionados con el caso de la chica muerta junto al Teatro Nacional? —probó de nuevo Konráð.

No obtuvo respuesta.

No servía de nada preguntar. Vigga estaba dormida de nuevo. Continuó sentado junto a ella un buen rato y después se levantó con la intención de marcharse. Se atrevió a acariciar suavemente su mejilla. En otros tiempos le había causado miedo y temor, pero ya no. Descansaba envuelta en serenidad. Konráð se dirigía hacia la puerta cuando le pareció oír su voz.

Se giró.

—¿Qué has dicho?

Vigga abrió la boca, parecía como si no fuera capaz de articular las palabras.

—¿Thorson? ¿Eres... tú otra vez? ¿Has venido... a preguntar por la chica?

—Sí —dijo Konráð por decir algo.

—No fue... solo ella... Hubo... otra más —susurró Vigga bajo el edredón, ronca y afónica a causa de la edad—. Otra que desapareció... Y los elfos... los elfos...

—¿Otra chica? —Se inclinó sobre ella para escuchar mejor—. ¿De quién hablas?

—No... la encontraron nunca... No encontraron los huesos...

Pasaje de las sombras

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