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El forense rondaba los sesenta años, se llamaba Baldur y era un hombre corpulento, oriundo de Hornstrandir, de rasgos grandes y voz grave. Cuando Flóvent entró en la sala de autopsias, estaba al lado del cuerpo de la joven y se empleaba a fondo con el rapé; confeccionó una generosa raya sobre el dorso de la mano y esnifó primero por una fosa y seguidamente por la otra. Después sacó un pañuelo rojo del bolsillo de la bata y se limpió la nariz.

—Hola, Flóvent —saludó mientras guardaba el pañuelo en el bolsillo—. Menudo caso lamentable te ha caído entre manos. Una muchacha tan joven. Qué desgracia.

—¿Has podido examinarla?

—Hasta ahora solo en parte. Creo que el asesino la estranguló con sus propias manos —informó mientras deslizaba los dedos por el largo y esbelto cuello de la joven, donde se apreciaban diversos hematomas que lo circundaban, como gruesas huellas de dedos—. Supongo que se trata de un hombre, no le resultó difícil obstruir las vías respiratorias. La joven se resistió, trató de defenderse y luchar. La golpeó en la cara, fíjate, observa este hematoma de aquí. Como puedes comprobar, tiene las uñas rotas —indicó el forense levantando una mano de la chica para mostrársela a Flóvent.

—¿Fue agredida allí mismo, junto al Teatro Nacional?

—No, creo que no ocurrió en el exterior. De lo contrario se apreciarían en su cuerpo rasguños o arañazos dejados por la grava. Creo que no fue agredida a cielo abierto.

—Entonces la dejaron junto al Teatro Nacional tras asesinarla.

—Me parece lo más probable, sí, seguramente ya estaba muerta. Hay algo más que debes saber, aunque todavía tengo que estudiarlo más a fondo. Creo que a la chica se le había practicado un aborto no hace mucho. Y no se realizó de manera profesional. A decir verdad, fue una auténtica chapuza.

—Explícate.

—Me cuesta creer que lo practicara un médico profesional. Aun así, cabe esa posibilidad, no es ningún secreto que también hay chapuceros en mi gremio, como en cualquier otro. ¿Tenía novio?

—Quién sabe. Ni siquiera conocemos aún su identidad —respondió Flóvent.

—¿Tal vez un militar?

—Estamos tras la pista del hombre que la encontró, un soldado norteamericano que se largó corriendo del lugar de los hechos en cuanto descubrió el cadáver. Iba del brazo de una muchacha islandesa. Hemos hablado con ella, pero no nos ha servido de mucha ayuda. Consideramos posible que el militar conociera a la joven. ¿Sabes a quién podría haber acudido con su... su problema?

—¿Te refieres al aborto? No, no conozco a nadie. Aquí está permitido desde hace unos años, pero bajo estrictas restricciones: si la vida de la madre corre peligro, si la mujer ha sido violada, si ha habido incesto y ese tipo de casos. Para que un médico practique un aborto debe cumplirse alguna de esas circunstancias, no basta simplemente con haber estado con un militar.

—Sin duda es una cuestión delicada para muchos —comentó Flóvent.

—Doy por hecho que hoy en día es fácil encontrar ese servicio si uno quiere —aclaró Baldur—. Clandestinamente, claro está. En estos tiempos de locos hay todo un hervidero de actividades encubiertas, tanto en esto como en otras cosas.

La búsqueda del sargento Frank Carroll del ejército norteamericano no tuvo ningún éxito. Thorson estaba convencido de que el sargento había mentido a Ingiborg. No era raro que los militares buscaran una diversión momentánea y que fingieran ser más importantes de lo que les correspondía; prometían el oro y el moro, pero, en especial, que al terminar la guerra regresarían a casa con sus chicas del brazo para mostrarles un hermoso mundo nuevo al otro lado del Atlántico. Flóvent y él volvieron a visitar a Ingiborg con el fin de obtener más información sobre aquel que se hacía llamar Frank Carroll. Tal y como estaban las cosas, no vieron ninguna razón para detener a la muchacha y someterla a un interrogatorio formal.

Todavía se desconocía la identidad de la muchacha hallada bajo los lúgubres muros del Teatro Nacional. Hasta donde llegaban las investigaciones policiales, nadie había denunciado su desaparición ni preguntado por ella. La noticia sobre el hallazgo del cadáver fue difundida en los periódicos y también en la radio. Flóvent quería suponer que las personas que conocieran a la joven y la echaran en falta no tardarían en ponerse en contacto con ellos. Informó a Thorson de que la chica había abortado poco antes de morir.

Hallaron a la joven bastante más calmada cuando Thorson y él regresaron para preguntarle más detalles sobre su novio norteamericano. Estaba sola en casa con su madre. Su padre la había regañado tras la primera visita y era como si su ausencia le hiciera estar algo menos tensa. No permitieron que su madre estuviera presente durante el interrogatorio y la invitaron amablemente a que abandonara el salón donde ya habían conversado la vez anterior.

—Ingiborg, la verdad es que no hemos encontrado a ningún Frank Carroll en el ejército norteamericano —anunció Flóvent.

—Lo cual significa —prosiguió Thorson— que uno de los dos miente. Tú a nosotros o él a ti.

—Si descubrimos que nos has mentido, Ingiborg —advirtió Flóvent—, te llevaremos a comisaría y luego a la cárcel de Skólavörðustígur. Hasta ahora te hemos tratado bien y nos hemos mostrado comprensivos, pero si no nos dices la verdad, se acabó todo.

—No estoy mintiendo —aseguró Ingiborg—. No os mentiría nunca. No he hecho nada. Simplemente nos encontramos aquel cuerpo y...

—¿Y qué, Ingiborg? —preguntó Thorson.

—De modo que me ha mentido —dijo Ingiborg en voz baja—. Decía que se llamaba Frank Carroll. Estoy segura.

—¿Habías estado antes con algún otro militar? —preguntó Flóvent.

—No, no soy ninguna golfa.

—¿Te prometió que te llevaría a América?

Ingiborg guardó silencio.

—¿Te aseguró que se casaría contigo?

—Era algo que solíamos comentar.

—¿La boda sería dentro de poco o después de la guerra?

—Después de la guerra. Frank tiene un miedo horrible a que lo envíen a combatir a Europa. A mí también me parecía lo más razonable.

—Entonces tenía la intención de venir a buscarte después —aventuró Thorson.

Ingiborg asintió.

—Aunque lo penséis no soy tonta —se defendió—. No soy ninguna ramera del ejército. Frank me ha tratado siempre con respeto. Sabía que mi padre se oponía a que nos viéramos y eso le dolía y lo entristecía. Asumía que mi familia nunca nos reconocería. Que estaríamos siempre solos.

—¿Y tú? ¿Llegaste a resignarte como él?

—No sabes lo que es vivir con mi padre —afirmó Ingiborg con frialdad.

—¿Qué más sabes de Frank? —preguntó Flóvent—. ¿Reparaste en alguna insignia que llevara en su uniforme? ¿Te habló alguna vez de la división a la que pertenecía? ¿De sus amigos?

—No sé nada. No conocí nunca a ninguno de sus amigos, excepto en el Borg, y no me fijé en ninguna insignia.

—¿Recuerdas sus nombres?

—No.

—¿Tienes alguna carta suya? ¿Alguna foto?

—No.

—¿Te has parado a pensar en que, desde que encontrasteis el cuerpo, todo lo que te contó sobre él ha resultado ser mentira? —preguntó Thorson.

Por supuesto que había pensado en ello, insomne y con los nervios crispados. Frank nunca se mostró muy prolijo a la hora de hablar de sí mismo y la barrera del idioma entre ellos hacía que sus conversaciones fueran casi telegráficas. Sabía que le interesaban los coches, pero apenas tenía datos sobre su familia. Solo se conocían desde hacía unos meses y ella se imaginaba que cuanto más mejorara su inglés —puesto que él no se esforzaba por aprender islandés— mejor se conocerían y más detalles aprendería de él.

—Al menos sé que se llama Frank —aseguró—. Lo llamaban Frank en el Borg los muchachos con quien se encontraba, sus amigos.

—Muy bien, yo creo que es suficiente por el momento —resolvió Flóvent—. Ponte en contacto con nosotros si se te ocurre algo más que contarnos.

—¿Sabéis ya quién era la muchacha? —preguntó Ingiborg.

—No, todavía no —respondió Thorson.

—¿Se veía con un militar, igual que yo? ¿Alguien como Frank que la llevó a la parte de atrás del Teatro Nacional?

—No lo descartamos, por ahora seguimos pendientes de averiguarlo —respondió Thorson procurando evitar hacerle daño—. ¿Hay alguna razón en especial por la que Frank y tú escogierais aquel lugar?

—Fue idea suya —contestó Ingiborg—. Decía que a veces iban allí. Los militares.

—¿Con sus chicas?

—Sí.

Los guardas del refugio hecho con sacos de arena frente al Teatro Nacional no habían advertido ningún movimiento relacionado con la joven fallecida y no resultaron de ninguna ayuda a la policía. En el caso de que, además de la profesora, alguna otra persona hubiera transitado por el barrio de las Sombras aquella tarde y poseyera alguna información, no llegó a presentarse ante la policía. Nadie parecía haber reparado en cuándo llegó la muchacha a la parte trasera del teatro, ni de qué manera, ni con quién. Se intentó localizar en los alrededores a cualquier persona que pudiera aportar algún indicio sobre el destino fatal de la joven, pero no se halló nada digno de efectuar mayores indagaciones.

Thorson dirigía los interrogatorios con los militares que trabajaban en el centro de aprovisionamiento del Teatro Nacional. El lugar no guardaba ni el más mínimo parecido con un teatro, el escenario estaba por construir y, en la platea, los montones formados por provisiones y utensilios militares alcanzaban el techo. Flóvent sugirió que se acondicionara el sótano donde se almacenaba el carbón. Inicialmente su uso estaba destinado a la calefacción central, pero, posteriormente, se había decidido hacer de él una sala de fiestas, ya que la calefacción geotermal estaba comenzando a tomar el relevo de la de carbón por toda la ciudad. Debido a que se estaba procediendo a trasladar el centro de aprovisionamiento a una nueva ubicación, un intenso ajetreo alteraba a todo el edificio. Cuando este concluyera, las obras para acabar la construcción del teatro se reiniciarían. La continuación ya estaba aprobada.

Ninguno de los militares con los que hablaron dijo conocer a la joven. Solo dos soldados admitieron tener amistad con chicas islandesas.

—Hay muchos militares en la zona de Reikiavik con Frank como nombre de pila —comentó Thorson mientras caminaba con Flóvent de vuelta a Fríkirkjuvegur—. Lo he comprobado. Le ha mentido hasta la saciedad, aunque eso no es nada nuevo.

Flóvent llevaba su abrigo largo de invierno, el único que tenía, y un sombrero; Thorson llevaba una chaqueta militar por encima del uniforme de la Policía Militar y una gorra. Hacía frío y bajaban apresurados por la calle Hverfisgata con las manos hundidas en los bolsillos. Oyeron cómo el campanario de la catedral daba las dos.

—No, lo cierto es que no es nada nuevo —admitió Flóvent.

—Si solo ha mentido respecto a su apellido, pero no sobre su nombre de pila, deberíamos poder dar con él —apuntó Thorson.

—Reúne a todos aquellos que encajen con la descripción de Ingiborg y veamos si reconoce a su hombre. Y mejor si son de Illinois.

—Ninguno de ellos es sergeant.

—No esperaba que lo fueran.

Se despidieron. Thorson siguió su camino hasta la Jefatura de la Policía Militar, en la zona de barracas de Laugarnes, y Flóvent continuó a buen paso en dirección sur, hacia Fríkirkjuvegur. Cuando llegó, un matrimonio de edad avanzada estaba esperándole. El hombre y la mujer aguardaban sentados en un banco de la entrada y Flóvent pasó por delante sin reparar en ellos. Se levantaron y lo vieron dirigirse a su despacho. La secretaria oficial de la Policía Judicial lo agarró del brazo para detenerlo.

—Desean hablar con usted —le anunció señalando con un gesto con la cabeza a la pareja.

—¿Quiénes?

—Esas dos personas —especificó la secretaria—. Con relación a su hija.

Pronunció las dos últimas palabras de tal modo que él entendió enseguida a quién se refería. Se volvió hacia el pasillo, donde el hombre y la mujer continuaban arrimados el uno junto al otro, los ojos fijos en la puerta del despacho.

—Pero si son muy mayores —susurró Flóvent.

—Era hija adoptiva —aclaró la secretaria en voz baja—. Albergan la esperanza de que no sea la misma de la que han oído hablar en las noticias, pero llevan unos días sin verla y no saben dónde puede estar.

Flóvent desanduvo sus pasos y los saludó. El hombre le estrechó la mano y se presentó, y lo mismo hizo la mujer; se les veía de temperamento tranquilo, aunque no podían ocultar su preocupación. Llevaban sendos gabanes recios, Flóvent estimó que tendrían cerca de setenta años. La mujer poseía un rostro amable, el hombre era esbelto y delgado y, a juzgar por sus manos, estaba acostumbrado a llevar a cabo duras tareas físicas.

—No querríamos importunarle sin necesidad —comenzó—. Hemos oído hablar de la joven del Teatro Nacional, de unos veinte años, y...

—Le dije que habláramos con la policía pero él prefería esperar y ver si regresaba —interrumpió la mujer—. ¿Saben ustedes quién es la muchacha que han encontrado?

—No, todavía no —respondió Flóvent—. Ustedes son los primeros en preguntar por ella.

—No es la primera vez que desaparece así —agregó la mujer.

—¿No?

—Pero en aquella ocasión terminó regresando.

—Puedo acompañarles al depósito de cadáveres si se sienten con fuerzas para ello.

Ambos se miraron.

—Deben identificarla —prosiguió Flóvent—. De lo contrario no podremos estar seguros.

—Nunca he ido allí —reparó la mujer.

—Comprendo —dijo Flóvent—, no es un sitio que nadie quiera visitar.

Llamó al forense del Hospital Nacional y le pidió que acudiera al depósito. Seguidamente guio al matrimonio hasta el coche de la Policía Judicial y los condujo durante un corto trayecto hasta el hospital, que era uno de los edificios más grandes del país. Baldur les esperaba a la entrada y los saludó. Ya había preparado el cadáver de la joven, que reposaba sobre la mesa de autopsias bajo una fina sábana blanca. Ambos se arrimaron el uno al otro y se cogieron de la mano mientras el doctor la retiraba y se apartaba para permitir que observaran a la muchacha.

Flóvent se dio cuenta en el acto de que la habían reconocido. Lo supo nada más percibir cómo se desvanecía de sus ojos cualquier atisbo de esperanza tras comprobar que era la hija que estaban buscando.

Pasaje de las sombras

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