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Los agentes decidieron entrar en el apartamento, pero optaron por llamar a un cerrajero en lugar de forzar la puerta tras resolver que podían esperar unos cuantos minutos más.

Fue la vecina quien dio el aviso. No telefoneó a emergencias, sino a la Jefatura de Policía, y solicitó hablar con un agente. Cuando le pasaron la llamada, la persona que atendió al teléfono fue informada de que la mujer llevaba unos días sin ver a su vecino.

—A veces se pasa por mi casa cuando va a hacer la compra —explicó—. También lo oigo entrar y salir, o lo veo desde mi ventana cuando va a la tienda; sin embargo, últimamente, no ha dado señales de vida.

—Pudiera ser que se encuentre fuera de la ciudad.

—¿Fuera de la ciudad? No, no sale nunca.

—O que haya ido a casa de unos amigos. O de algún familiar.

—Me parece que no tiene muchas amistades, y nunca habla de su familia.

—¿Qué edad tiene?

—Unos noventa, aunque está en plenas facultades. No necesita ayuda para ir a ningún sitio ni nada parecido.

—Quizás ha ingresado en un hospital.

—No, me habría enterado. Vivo en su mismo rellano, en la puerta de enfrente.

—Tal vez se ha trasladado a una residencia. Por lo que dice, tiene una edad considerable.

—Yo... Qué cantidad de preguntas, no tengo respuesta para todas. No todo el mundo quiere vivir en una residencia, está muy bien de salud.

—Gracias por llamar, señora, enviaré a algunos hombres.

Dos agentes de policía esperaban al cerrajero junto a la puerta de la vivienda del anciano. Les acompañaba la vecina, Birgitta. Uno era rechoncho, con una prominente barriga. El otro era mucho más joven y estaba tan flaco que apenas llenaba el uniforme. Parecían un dúo cómico mientras esperaban allí, en el descansillo, charlando sobre esto y aquello. El más grueso contaba con sobrada experiencia y no era la primera vez que entraba en hogares de personas solitarias con la ayuda de un cerrajero. La policía recibía varios avisos al año para registrar el domicilio de individuos solitarios que vivían al margen de la sociedad. El cerrajero era pariente suyo, se llamaba Ómar y forzaba las puertas en un abrir y cerrar de ojos.

Cuando Ómar apareció en el rellano el agente y él se saludaron como buenos familiares y, una vez terminada la operación de descerrajado, abrieron sin dificultad.

—¿Hola? —voceó el agente rechoncho hacia el interior del apartamento.

No obtuvo respuesta. Pidió a su pariente y a la vecina que esperaran fuera e hizo una señal a su compañero para que entrara con él.

—¿Hola? —gritó de nuevo, sin que nadie contestara.

Los policías penetraron lentamente en el piso, el agente barrigudo olisqueaba el aire. Les llegó un hedor desagradable que les obligó a taparse la nariz. Todas las cortinas estaban cerradas, pero hallaron encendidas las luces del recibidor, la cocina y el salón.

—¿Hola? —gritó el otro agente con voz estridente—. ¿Hay alguien ahí?

No obtuvieron respuesta. Fuera, el cerrajero y Birgitta aguardaban expectantes bajo el dintel.

La cocina era pequeña, pero estaba limpia y ordenada. Vieron dos sillas junto a una mesa y sobre la encimera, al lado del fregadero, una cafetera con la jarra medio llena. Dentro del fregadero distinguieron un plato y dos tazas y, al fondo de la estancia, un pequeño frigorífico y una vieja cocinilla de tres fogones. El mobiliario del salón estaba compuesto por un sofá, un butacón, una mesa de comedor y un escritorio situado junto a una ventana orientada hacia el sur. En las estanterías había libros, pero pocos objetos decorativos. El salón también estaba limpio, como la cocina.

El suelo de todo el apartamento estaba enmoquetado, excepto el baño y la cocina, y la moqueta se veía desgastada a lo largo de los recorridos principales, del salón a la cocina, del baño al salón, del dormitorio a la cocina y al salón. En algunas partes estaba tan raída que se distinguía el entramado blanco.

Los policías abrieron la puerta del dormitorio y sobre una cama individual descubrieron a un hombre boca arriba con los ojos medio cerrados y las manos en los costados. Vestía camisa, pantalones y calcetines, y toda la escena daba la sensación de que de pronto hubiera decidido acostarse en mitad de sus quehaceres diarios sin volver a levantarse jamás. Así tumbado no aparentaba tener noventa años. El agente de más edad se acercó hasta la cama y le tomó el pulso en el cuello y en la muñeca. «Difícil imaginarse morir de una forma más educada», fue lo primero que se le pasó por la cabeza.

—¿Está muerto? —preguntó el policía delgado.

—Eso parece —respondió su compañero.

Sin poder contenerse, Birgitta abandonó el rellano disimuladamente y se asomó al dormitorio donde yacía su vecino, envuelto en paz y soledad.

—¿Está...?

—Me temo que no cabe pensar otra cosa —le comunicó el agente de más edad.

—Bendito sea, descanse en paz —suspiró ella en voz baja.

Ese mismo día trasladaron al fallecido al depósito de cadáveres del Hospital Nacional, donde una forense lo recibió y registró. Tal y como estipulaban las normas, un médico regional acudió al domicilio para dictaminar la defunción. Se consideró que no existían motivos para que la policía la investigara a no ser que se detectara alguna irregularidad en el transcurso de la autopsia. El apartamento se mantendría cerrado y sus puertas precintadas hasta que se conocieran sus resultados.

La forense, llamada Svanhildur, decidió aplazar el examen del cadáver. El caso no era urgente y estaba bastante ocupada; debía terminar algunos trabajos pendientes antes de iniciar sus tres semanas de vacaciones, que pretendía pasar en un idílico campo de golf en Florida.

Dos días después, extrajo el cuerpo de un refrigerador y lo dispuso sobre la mesa de operaciones. Un pequeño grupo de estudiantes de medicina presenciaba la autopsia, por lo que fue realizándola paso a paso para ellos. Antes les detalló las circunstancias del deceso: el hombre había sido hallado después de que una vecina alertara a la policía y todo indicaba que el deceso obedecía a causas naturales. Consiguió despertar el interés de los alumnos, incluso uno de ellos tuvo el detalle de retirarse el iPod de la oreja durante la disección.

Svanhildur daba por supuesto que la muerte se debió a un paro cardíaco y no tardó en confirmar que se hallaba en lo cierto. Sin embargo, no logró encontrar las causas que lo produjeron.

Examinó los ojos del anciano.

Observó con detenimiento el interior de su garganta.

—Ajá —murmuró, y todos sus alumnos se inclinaron sobre la mesa de operaciones.

Pasaje de las sombras

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