Читать книгу Pasaje de las sombras - Arnaldur Indridason - Страница 9
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ОглавлениеSe sobresaltó al oír que llamaban a la puerta de abajo. Era noche cerrada y tuvo el presentimiento de que se trataba de la policía.
Frank y ella habían cruzado corriendo la colina de Arnarhóll bajo el abominable viento del norte, después bajaron hasta Kalkofnsvegur y desde allí continuaron en dirección a Lækjargata intentando aparentar que no ocurría nada. Pero ella no podía apartar de la mente la visión de la muchacha tirada en aquel rincón de la parte trasera del Teatro Nacional y sabía que nunca podría hacerlo. No entendía la reacción de Frank y le sorprendía aquella huida sin sentido. Él decidió que debían salir corriendo. Ella habría preferido llamar a la policía. Cuando por fin aminoraron la marcha a la altura de Hverfisgata, él trató de exponerle sus razones: no era su business. La chica estaba muerta. No podían hacer nada por ella. Otra persona la encontraría y asunto resuelto.
El viento helado soplaba y la gente se apresuraba en llegar al cine, a un café o a casa de algún amigo. Por Lækjargata pasaban militares en jeeps que después subían por Bankastræti. Frank consideró que lo mejor era despedirse cuanto antes; volverían a verse pasados unos días, donde siempre, detrás de la catedral. Para entonces ya habría pasado todo. Le dio un beso de despedida y ella se apresuró en regresar a casa cruzando el centro de la ciudad.
Ella sabía que no estaba bien dejar allí a la chica, de esa manera. Pero, por otra parte, se sentía aliviada. Tal vez, al fin y al cabo, era lo más sensato. No hubiera resultado muy agradable explicarle a la policía lo que andaba haciendo con Frank al amparo de los muros del Teatro Nacional, lo que se traía entre manos con un soldado norteamericano en aquel rincón. Si llegara a oídos de su padre, se pondría hecho una fiera.
Llamaron de nuevo a la puerta, esta vez con más fuerza. Sus padres estaban ya acostados y sus dos hermanos pequeños dormían. Pero, tras lo sucedido aquella noche, ella no conseguía conciliar el sueño. Al llegar a casa subió pronto a su habitación y se metió en la cama procurando pasar desapercibida. Luego intentó leer una novela romántica sin conseguir dejar de pensar en la chica del teatro, en Frank y en su decisión de salir corriendo.
«Maldita muchacha», se decía, como si aquella pobre desgraciada tuviera la culpa de todos sus problemas.
Oyó a su padre levantarse y bajar por la escalera haciendo crujir cada peldaño. Apoyó la oreja contra la puerta del dormitorio para intentar escuchar lo que sucedía fuera. Tal vez no fuera la policía. Quizá se tratara de otra persona.
Falsa esperanza. Se asustó al oír la voz de su padre y retrocedió unos pasos.
—¡Ingiborg! —gritó él por segunda vez.
Y luego una tercera. Percibió cómo perdía la paciencia a medida que gritaba de nuevo su nombre.
La puerta del dormitorio se abrió y su madre asomó la cabeza.
—Tu padre te está llamando, niña. ¿Es que no lo oyes? La policía quiere hablar contigo. ¿Se puede saber qué has hecho?
—Nada —contestó a sabiendas de que no sonaba muy convincente.
—Baja —le ordenó—. Venga, sal. ¡Menudo escándalo!
Siguió a su madre y, tras descender un par de escalones, descubrió que, desde la puerta, junto a su padre, dos hombres la miraban.
—Hombre, ahí estás —anunció su padre indignado—. Aquí hay dos agentes de policía... —Se giró hacia uno de ellos—. Discúlpenme, ¿cómo ha dicho que se llaman?
—Flóvent —respondió uno—. Y este es Thorson —añadió señalando al agente que le acompañaba—. Trabaja para el departamento de policía del ejército norteamericano, pero pertenece al ejército canadiense. Habla islandés mejor que yo.
—Soy hijo de inmigrantes islandeses en Canadá —dijo Thorson a modo de explicación—. De Manitoba.
Ninguno de ellos llevaba uniforme. El agente islandés tendría entre treinta y cuarenta años, era delgado y alto, aunque de complexión fuerte. Thorson era más bajo, robusto y unos diez años más joven. Ambos llevaban sendos abrigos largos de invierno y se habían quitado el sombrero al entrar.
—Claro, de Manitoba —comentó su padre—. De dónde si no. Quieren hablar contigo, Ingiborg —continuó enfadado—. Sobre algo que ha pasado detrás del Teatro Nacional. No me quieren decir de qué se trata, prefieren hablar contigo primero. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué hacías allí?
Apenas se atrevía a mirar a su padre, no sabía qué responderle. Los agentes se dieron cuenta de que lo estaba pasando mal.
—Si no les importa, nos gustaría hablar a solas con ella —indicó Flóvent.
—¿A solas? —retumbó la voz del padre—. ¿Para qué?
—Si fueran tan amables. Si lo desean, podemos hablar más tarde con ustedes en presencia de su hija.
—¿Qué significa esto, muchacha? ¿Es que no sabes responder? —gruñó su padre levantando la voz—. ¿Por qué razón se presenta aquí un policía del ejército norteamericano? ¿Me lo puedes explicar? ¿Es que todavía andas pendoneando con ese soldado tuyo? ¿No te lo tenía estrictamente prohibido?
—Sí —reconoció sin saber qué más responder.
—¿Y aun así lo sigues viendo? ¿Aun así?
Dio la impresión de que se disponía a agarrarla y hacerla bajar hacia la puerta.
—Compórtate, Ísleifur —le ordenó su mujer alzando la voz desde la escalera, junto a su hija—. Tenemos invitados. No hables así delante de ellos.
El hombre de la casa se calmó un poco, observó fijamente a su esposa y después a los dos agentes, que sostenían sus sombreros bajo el dintel y pasaban calor dentro de sus gruesos abrigos de invierno. Había comenzado a nevar y sus hombros estaban salpicados de agua.
—Disculpen ustedes —se excusó.
—No se preocupe —respondió Thorson—. No es agradable recibir visita a estas horas de la noche. Y menos, nuestra.
—Le prohibí tajantemente tener contacto con los militares, pero, por lo visto, no me ha hecho ningún caso. Es como si no escuchara nada de lo que digo. Toda esa desobediencia se la inculca su madre.
—¿Podríamos...? Si nos facilitaran un lugar apartado donde poder hablar con Ingiborg se lo agradeceríamos —pidió Flóvent—. No nos llevará mucho tiempo. Y disculpen de nuevo las inconveniencias a estas horas, pero el asunto no podía esperar hasta mañana.
—Pueden usar el salón —sugirió la madre mientras bajaba la escalera.
Ingiborg la acompañó y miró a su padre, todavía muerta de miedo. Lo último que quería era hacerlo enfadar porque, al fin y al cabo, le tenía respeto. Sabía que lo había traicionado al no querer dejar de verse con Frank y ahora, por su culpa, aquellos dos policías estaban en casa.
Su madre acompañó a los hombres hasta el salón e instó a Ingiborg a ir con ellos. Ísleifur quería seguirlos, pero su esposa lo detuvo.
—Hablaremos con ellos después —le aseguró mientras cerraba la puerta del salón.
—Y con ella —puntualizó Ísleifur—. ¡Tiene que ser responsable de lo que hace, la muy insensata!
—No digas eso —le regañó su esposa enfadada—. No quiero oírte hablar así de nuestra hija.
—¡Es intolerable, mujer! —gritó él—. ¿Lo entiendes? ¡Se ha metido hasta el cuello en la «situación»! La policía está en nuestra casa. ¿Por qué me hace esto? ¿Qué piensas que dirán por ahí? ¿Es que te crees que la gente no se va a regodear cuando se entere? Debo velar por mi reputación. ¿Entiendes lo que es eso? ¡No parece importarte mucho! ¡Mi reputación!