Читать книгу Pasaje de las sombras - Arnaldur Indridason - Страница 15
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ОглавлениеBaldur volvió a colocar la sábana sobre el cuerpo.
—¿Quién ha podido ser capaz de hacerle esto? —gimió la mujer mirando a su marido—. Hija de mi vida.
—Debemos interrogarles —interrumpió Flóvent—. Les agradecería que me acompañaran de nuevo hasta Fríkirkjuvegur.
—¿Podríamos...? —Los ojos de la madre contenían una súplica—. ¿Podríamos quedarnos un poco más con ella? Solo un momento.
—Faltaría más. —Flóvent hizo una señal al forense para que saliera con él al pasillo.
—¿Alguna novedad en cuanto a la identidad del norteamericano? —preguntó Baldur cuando estuvieron a solas.
—Por el momento no es más que un testigo que huyó del lugar de los hechos. Creo que no debemos sacar mayores conclusiones. Thorson nos ayuda con el caso. ¿Lo conoces?
—No.
—Un hombre extraordinario. Canadiense, hijo de inmigrantes islandeses. Nos ha prestado un gran servicio en la comunicación con las tropas.
—Está visto que de todo hay en la viña del Señor —comentó el forense.
—Sí. ¿No sería más procedente que sea el forense quien comunique a los padres los detalles del caso? Ya sabes, la causa de la muerte, la práctica del aborto...
—Si lo prefieres me encargo yo.
—Tal vez sea más conveniente que lo oigan de boca de un médico.
Baldur asintió y volvió a entrar en la sala. Transcurrió un largo rato mientras Flóvent esperaba en el pasillo intentando hacerse a la idea de cómo se sentiría el matrimonio en aquel momento. Le resultaba imposible.
El matrimonio abrió la puerta de la sala de autopsias, Baldur les acompañaba. La mujer se secaba los ojos con un pañuelo que guardó en su bolso. El hombre la abrazaba y ella se apoyaba en él mientras avanzaban por el pasillo. Flóvent se despidió del forense, condujo de nuevo a la pareja hasta Fríkirkjuvegur y una vez allí los llevó a su despacho. Les ofreció una taza de café auténtico procedente del ejército norteamericano que Thorson le había proporcionado y dejó que se recuperaran, evitando atosigarles o acrecentar su dolor.
—¿Tienen alguna pista sobre quién ha podido hacerle esto? —preguntó el hombre.
—Desgraciadamente no hemos atrapado a nadie todavía, tenemos la esperanza de que ustedes puedan ayudarnos al respecto, ahora que conocemos la identidad de su hija.
—No me cabe en la cabeza quién ha podido querer hacerle esto —repitió el padre—. Es tan ajeno a toda... a toda realidad. Que a una criatura bendita le haya ocurrido semejante desgracia.
—Tengo entendido que su hija era adoptada.
—Sí —confirmó el hombre—. La adoptamos con un año y medio. Nosotros no teníamos hijos. Siempre quisimos uno, pero no podíamos.
—¿De dónde era?
—Del norte, de la provincia de Húnavatnssýsla —concretó la mujer—. Mi hermana trabajaba en una granja de la zona. Al fallecer la dueña de la finca dejó tras ella a un gran número de niños sin edad de trabajar y, por mediación de mi hermana, el padre nos dio a la chiquilla en adopción.
El hombre le explicó a Flóvent que su mujer y él se habían resignado y comenzado a considerar la adopción para conseguir tener un niño. Su edad avanzaba y no podían demorarse mucho más. Fue justo entonces cuando la hermana de la mujer les envió una carta donde explicaba que necesitaba imperiosamente reducir el número de niños en la granja del norte. Iban a enviar a tres a la granja vecina y el dueño de la finca no tendría ninguna objeción en enviar otro a gente decente de Reikiavik. El matrimonio viajó al norte, atravesó el altiplano y habló con el padre de la niña, un granjero pobre que vivía con estrecheces. Abrazaron a la niña por primera vez. Se llamaba Rósamunda y se encontraba en su segundo año de vida. Era una niña sana y alegre. Su madre había fallecido durante el alumbramiento del octavo hijo, el más joven.
—Así de injusta es la vida —se lamentó la mujer mirando a Flóvent.
Adoptaron a la pequeña Rósamunda, se encontraba bien en la ciudad, fue a la escuela privada de Austurbær y completó la enseñanza secundaria. Estudiar no se le daba bien, pero era trabajadora y laboriosa. Hablaron con ella sobre la posibilidad de continuar sus estudios pero le aburría estudiar y, además, había encontrado un trabajo al inicio de la guerra en un taller de costura del centro, cerca de Austurvöllur. Le divertía coser y le interesaba todo lo relacionado con la moda; se puso muy contenta cuando consiguió aquel trabajo en el taller, cuya dueña era una mujer encantadora. Quería aprender a coser vestidos y otras prendas y ponía todo su empeño en ello. De hecho, cosió un vestido precioso a su madre.
—Nos contaba que algún día quería abrir su propio taller —explicó la mujer con evidentes muestras de orgullo.
—Ahora eso ya no ocurrirá —dijo el hombre.
—Era un vestido precioso —describió su mujer—. Bonito de verdad, y muy bien cosido. Sepa usted que no he tenido en mi vida otro vestido que me sentara tan bien.
—Han mencionado que no era la primera vez que desaparecía —comentó Flóvent.
—Sí —confirmó el hombre—. Ocurrió hace unos tres meses.
—¿Qué pasó?
El hombre miró a su mujer con cierta incomodidad.
—Tardó dos días en regresar —detalló.
—Apenas nos dio explicaciones —añadió su mujer.
—¿No?
—No, pobre. Seguro que estuvo con algún chico. No quería contarnos nada y nosotros insistimos. Pensándolo mejor, quizás hubiese convenido sonsacárselo. No sé.
—¿Qué les contó?
—Dijo que necesitaba un poco de tiempo para estar sola, eso fue todo. No regresó hasta dos días después y nunca supimos nada más.
—¿Le preocupaba algo?
—No, que nosotros supiéramos.
—¿Y no dio mayores razones? —Se miraron el uno al otro, sin responder—. ¿Era la primera vez que le sucedía algo así? —preguntó Flóvent.
—No, nunca —respondió el hombre—. Esa fue la única vez. No queríamos ser severos con ella. Si le había ocurrido algo y no nos lo quería contar, era asunto suyo. Pensamos que tal vez nos lo contaría más adelante. Cuando se hubiera recuperado.
—¿Y lo hizo?
—No, todavía no parecía repuesta cuando...
El hombre guardó silencio. Al verlos allí delante, cabizbajos en sus sillas, Flóvent tuvo la impresión de que ahora deseaban haber reaccionado de otro modo. Pero ya era demasiado tarde.
—Nos dijo que no nos preocupáramos —continuó la mujer—. Que no teníamos por qué inquietarnos.
—¿Salía por aquel entonces con alguien?
—No que supiéramos.
—¿Y sus amistades? ¿Sabían qué le pudo suceder?
—No frecuentaba muchos amigos. Tampoco tenía novio, aunque bien habría podido, con lo guapa que era. Eso sí, era muy amiga de una muchacha que trabajaba con ella en el taller.
—¿Mantenía contacto con su familia del norte? —preguntó Flóvent.
—No, no mucho —respondió el hombre—, y no comenzó a mostrar un interés creciente por su origen hasta los últimos semestres. Empezó a entablar contacto por correspondencia con su... padre, creo que lo tendré que llamar así, y sé que pensaba realizar un viaje al norte dentro de poco.
—¿Desde cuándo conocía la existencia de su familia del norte?
—Desde el principio —afirmó la mujer—. Nunca fue un secreto, si se refiere usted a eso. No le escondimos nada. Nuestra relación no era así. Era nuestra hija.
—¿Aun así no les contó por qué se ausentó dos días de casa?
La pareja guardó silencio.
—Tenía sus razones —concluyó finalmente el hombre.
—¿Saben si frecuentaba a militares norteamericanos?
—¿A militares? —La mujer se sorprendió—. No. Ninguno. Imposible.
—¿Por qué está tan segura? —preguntó Flóvent.
—No quería saber nada de ellos —aseguró la mujer—. Créame, no conocía a ningún militar. Personalmente, quiero decir. Bien puede ser que algunos fueran al taller de costura, pero eso es todo. Otro tipo de contacto no creo que tuviera. No hablaba nunca de ellos. Nunca.
—¿Cuándo la vieron por última vez?
—El mismo día en que la encontraron —concretó el hombre—. Se marchó a trabajar y desde entonces ya no la volvimos a ver. Pasamos la noche fuera de la ciudad, en casa de nuestros amigos de Selfoss, no muy lejos de Tryggvaskáli.
—No era más que un viaje corto y pensamos que ella estaría bien —explicó la mujer—. Oímos hablar en las noticias de la chica del Teatro Nacional pero, naturalmente, nunca la asociamos con nuestra Rósamunda. Cuando volvimos a casa ayer por la tarde ella no estaba y no volvió durante la noche, y hoy, por la mañana temprano, hemos llamado a la dueña del taller de costura, pero no nos ha podido dar ninguna noticia de ella salvo que ayer no fue a trabajar y que supuso que estaba enferma. Entonces hemos comenzado a sospechar...
—¿Por qué piensa que se relacionaba con un soldado norteamericano? —El padre, inclinándose hacia delante en su asiento, volvió sobre el tema.
—El forense les ha comunicado los resultados de la autopsia —explicó Flóvent—. De qué manera se produjo el fallecimiento y también que necesitó recurrir a alguien para...
—Nos ha informado de que hace poco le habían practicado un aborto. —La mujer completó la frase.
—Exacto, ¿sabían ustedes algo del aborto?
—No, no teníamos ni idea —confesó ella con dificultades—. Pobre criatura. Pienso en eso y se me cae el alma a los pies. No nos lo contó nunca y yo... yo no me percaté de nada. Debería haberme dado cuenta pero... lo ocultó tan bien.
—¿Fue un soldado norteamericano? —preguntó su marido—. ¿El que la mató?
—No sé nada al respecto —admitió Flóvent—. Creo que es una posibilidad a tener en cuenta dada la situación que se vive en Reikiavik estos días.
—¿Podría ser el mismo que la dejó preñada?
—No queda descartado —señaló Flóvent—. Aún no podemos sacar ninguna conclusión a partir de las pruebas de que disponemos.
El viejo matrimonio permaneció en silencio en sus asientos, con las manos sobre el regazo, y Flóvent se compadeció de ellos; percibía su pena silenciosa, su escepticismo y su desamparo ante aquel suceso incomprensible.
—Una muchacha tan guapa y tan buena como ella —se lamentó la madre—. No entiendo cómo puede ocurrir algo así. No me lo explico. No me cabe en la cabeza.