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Marta sudaba de tal manera en el restaurante tailandés que por sus mejillas caían regueros de sudor. Había elegido el plato con carne de cerdo, el número siete, el más picante del menú. Dejó a Konráð que probara un poco, pero este no le encontró ningún sabor, únicamente notó un ardor molesto en la boca y en los labios que le hizo tragar agua con limón con la avidez de un pez de acuario. Él optó por el pollo, que sí se podía saborear y, de hecho, le pareció que estaba bastante bueno.

El restaurante se hallaba en un barrio industrial de las afueras de Reikiavik y mostraba un aspecto nada atrayente, la fachada se parecía más a la de un taller mecánico que a la de un restaurante. Marta sentía predilección por locales como aquel, eran baratos y el servicio diligente, la comida estaba buena y no corría el riesgo de toparse con ningún grupo de esnobs.

Telefoneó a Konráð desde la comisaría para preguntarle si le apetecía acompañarla a comer allí y a él le pareció un buen plan; hacía mucho que no sabía nada de Marta y no tenía nada mejor que hacer tras su jubilación. A pesar de la considerable diferencia de edad, se compenetraban bien cuando trabajaban juntos en la Policía Judicial, pero desde la jubilación de Konráð la relación se había enfriado y ahora era diferente. De alguna manera, ya no era lo mismo cuando se veían, como si no formaran parte del mismo equipo. Konráð ya no trabajaba para la policía y Marta continuaba ajetreada con asuntos policiales, más liada que nunca.

—¿No pica un poco? —aventuró Konráð mientras observaba como descendía el sudor por sus mejillas.

—Para mí no; está bueno, aunque he probado platos más picantes.

—Sí, seguro —comentó él absteniéndose de hacer ningún comentario impertinente.

Marta lo ponía a veces demasiado fácil. Jamás se rendía, no daba su brazo a torcer hasta que no era del todo inevitable y se jactaba de saberlo todo mejor que los demás.

—¿Cómo estás? —preguntó ella.

—Tirando, ¿y tú?

—Sobrevivo.

Marta terminó de comer y se secó el sudor de la cara. Estaba entrada en carnes, sus dedos eran rechonchos, su papada voluminosa y sus pesados párpados tendían a caer sobre los ojos, sobre todo después de una comilona. Solía llevar el pelo alborotado, blusas anchas y pantalones. Le daba pereza arreglarse; no sabía para quién debía hacerlo. Con el humor sarcástico que caracteriza a los policías había sido bautizada, mucho tiempo atrás, como Marta «la eleganta». Una vez vivió con una mujer de las islas Vestmann pero esta, tras abandonarla, regresó a las islas. Desde entonces seguía sola.

—¿Sabes algo de Svanhildur? —le preguntó Marta, y luego comenzó a escarbarse los dientes en busca de restos de comida.

Se trataba de una mala costumbre que sacaba de quicio a Konráð, sobre todo cuando aspiraba aire entre los dientes emitiendo chasquidos y resoplidos.

—No —contestó él, que hacía tiempo que no veía a su vieja amiga, la forense del Hospital Nacional.

—Ya tenemos su informe sobre el hombre que encontraron muerto, un anciano del que nadie se acordaba que falleció en su apartamento mientras dormía. Se llamaba Stefán Þórðarson. ¿Has oído hablar del caso?

Konráð asintió. Recordaba vagamente la noticia, aparecida días atrás en los periódicos.

—¿Qué ocurre con él? —preguntó.

—¿Es que Svanhildur no te informa cuando sucede algo emocionante?

—Habrás oído mal.

—Ha descubierto algo interesante que le pasó inadvertido al médico que enviamos a la vivienda.

—No se le escapa una.

—Cree que murió asfixiado, probablemente con su propia almohada.

—¿Ah, sí? —dijo Konráð.

—Cree que lo asesinaron.

—¿Por qué demonios? ¿No era muy mayor?

—¿Por qué demonios lo han asesinado o por qué demonios piensa Svanhildur que lo han asesinado? —repitió Marta.

Miró a Konráð con satisfacción y sorbió aire entre los dientes. Él sonrió y se arrepintió de no haber aprovechado para burlarse de ella cuando tuvo la oportunidad de hacerlo.

—Está bien —aceptó—. Empecemos por la primera pregunta: ¿por qué tendrían que haberlo asesinado?

—No lo sabemos.

—¿Y por qué sostiene Svanhildur que lo han asesinado?

—Por la presencia de fibras en la garganta y en las vías respiratorias —respondió Marta—. También pequeñas venas rotas en los ojos. Todo ese rollo.

—¿Qué tipo de fibras? ¿De su almohada?

—Sí. Según Svanhildur, alguien le puso la almohada sobre la cara hasta que dio el último suspiro. Literalmente. Apenas opuso resistencia. Tenía más de noventa años. No debió de costar ni un segundo y, aun así, ella ha encontrado esos indicios.

—¿Tan mayor era?

—Sí, asfixiarlo no debió de suponer mucho esfuerzo. Los policías no sospecharon nada cuando lo encontraron. Hallaron dos almohadas, una estaba bajo su cabeza y la otra junto al cabezal de la cama. Era como si hubiera muerto mientras dormía.

—Así que alguien ha querido hacer que lo pareciera. Que murió de viejo.

—Eso es.

—¿Y caísteis en la trampa? —Konráð no pudo resistir la tentación—. ¿Acudiste tú al domicilio?

Marta sorbió aire entre los dientes.

—El doctor al que llamaron para que examinara el cadáver no vio nada llamativo, y nosotros no somos médicos. Los agentes no le abrieron la boca para examinarle la garganta con un microscopio.

—¿Y por qué lo hizo Svanhildur?

—¿Por qué no hablas con ella y se lo preguntas?

—Quizá lo haga. ¿Quién era el hombre? ¿Lo conocíais?

—¿Te refieres a si se trataba de un habitual de la comisaría? No. Simplemente era solitario, como te acabo de decir. No hay ningún dato sobre él en la policía o, al menos, no en las últimas décadas. Tampoco hemos dado con nadie que lo conociera, salvo la vecina que dio el aviso.

—¿Ningún amigo o pariente?

—No sabemos de nadie. Todavía. Pero tal vez tengamos novedades a partir de ahora: la noticia se colgará en Internet esta noche y mañana saldrá en los periódicos. Ya veremos qué pasa.

—Quizá fue un robo. ¿Forzaron la vivienda?

—No hay indicios para pensarlo. Hemos registrado el piso a fondo. El equipo pericial se ha pasado allí todo el día.

—Entonces conocía al asesino, le abrió la puerta, lo invitó a pasar.

—¿No decías que ya no eras policía? —preguntó Marta.

—Sí —contestó Konráð—. Menos mal.

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