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II. REFLUJO Y RECTIFICACIONES

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La rectificación de esas corrientes filosóficas comenzó con Hans Clemens Von Brentano en su libro La psicología desde el punto de vista empírico, aparecida en 187412. En ella se retorna a la intencionalidad o dirección con que realizamos los procesos mentales, enfatizando así el espíritu por sobre lo físico o material, la voluntad que gobierna a la libertad y la armoniza con el orden. José Ortega y Gasset, en su primera época, se inscribe en esa escuela de pensamiento. De ella, en Chile, nadie ha superado las elaboraciones del filósofo y jurista Jorge Millas Jiménez (1923-1985).

En sus apuntes de Filosofía del Derecho, ya citados, Millas formuló una lúcida, coherente y persuasiva tesis axiológica, en la cual hallamos aseveraciones que merecen ser aquí recordadas. Escribió Millas13 que el Derecho es un régimen de convivencia para el servicio de la vida, que va caminando y cambiando con ella y que implica siempre algún sistema de valores. De estos, Millas realzó lo que llama forzosidad de la ética, esto es, un ideal que exige acatamiento y preferencia. La justicia, el orden, la paz, la seguridad, la libertad y la igualdad son especies de deber ser, de bienes que fluyen de aquella forzosidad intrínseca de los valores. Consecuentemente, Millas finalizó afirmando que el fundamento último del orden jurídico es axiológico, pues el derecho es, en sí mismo, un sistema de valores que, además, sirve de medio para realizar los otros valores recién aludidos y muchos más14.

El sufrimiento es una escuela indiscutible e insuperable de perfeccionamiento humano. Por eso, digo que fueron necesarios testimonios masivos de atrocidades para concluir, setenta años atrás y después, que es menester terminar con la sospecha, según la cual toda regla moral encubre un afán de dominio de unos seres humanos sobre sus semejantes, sean personas, grupos, etnias, naciones15 y en el presente, la comunidad internacional. Imperativo es reconocer que fueron las penurias inhumanas padecidas bajo dictaduras y totalitarismos las que forjaron la conciencia, primero en líderes esclarecidos, que la moral no es un asunto única ni principalmente privado; que ella es inseparable de la política, de la economía, de la sociología y del derecho; que el nihilismo, es decir, que todo da lo mismo con sujeción a una autonomía individual que no acepta deberes ni reconoce valores como el de la solidaridad, es inconciliable con el despliegue de la personalidad de cada cual en ambientes compartidos de certidumbre y confianza, aunque sean mínimas.

Grandes guerras, fueran mundiales y regionales o internas, esto es, civiles; revoluciones y contra revoluciones singularizadas por la violencia con miseria espiritual y física; arbitrariedades, angustias y discriminaciones; en fin, trastornos mentales masivos, evidenciados desde la infancia, y otros males semejantes impusieron, finalmente, el reconocimiento de la dignidad humana16 con el rango de valor supremo, derivado de la cual se garantizan los derechos y deberes que emanan de ella17.

Pienso que ese fue el reencuentro de la civilización contemporánea con las proclamaciones humanistas de Estados Unidos en julio de 1776 y de la Revolución Francesa en el mismo mes de 1789. Hallamos también en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de diciembre de 1948 la resonancia nítida y actualizada de esa reentronización del humanismo lastrado, eso sí, por el positivismo formalista que resiste independizarse del Estado como fuente del derecho.

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