Читать книгу Mi honorable caballero - Mi digno príncipe - Arwen Grey - Страница 11
Seis
ОглавлениеEl regreso de la excursión fue pasado por agua, que caía de los toldos de lona que los cocheros tuvieron que colocar a toda prisa para que los viajeros no se calaran a causa de la abundante lluvia.
Lord Leonard Ravenstook alzó el bastón hacia el cielo, como si amenazara a algún dios invisible con una venganza terrible. Iris tuvo que ir a buscarle y arrastrarle hacia uno de los carruajes, porque el anciano se estaba empapando y la joven temía que enfermara. Su salud en los últimos tiempos no había sido todo lo fuerte que cabría desear en un hombre como él, que siempre había tenido unos hábitos saludables y presumía de poseer una fortaleza de hierro.
El príncipe y sus hombres se repartieron en los carruajes a instancias del caballero, ya que este insistió en que nadie debía viajar a caballo disponiendo de espacio de sobra en los coches. De este modo, Iris, el príncipe y el conde Charles se acomodaron en un carruaje y el resto de los hombres se apretujaron en los otros coches. A pesar de que Cassandra trató por todos los medios de viajar con ellos, sobre todo para evitar al que sería su vecino de asiento si no lo lograba, su tío insistió en que viajara con él, pues, por algún estúpido motivo, creía que su hija y el príncipe hacían buenas migas. Incluso le dirigió un guiño cómplice creyendo que nadie más lo vería.
Cuando se sentó frente a ella y sir Benedikt, no disimuló lo mucho que le molestaba que el clima se hubiera aliado en su contra.
—Lluvia —rezongaba todavía mientras luchaba con el bastón y los pliegues de la levita, sin saber muy bien qué hacer con ninguna de las dos cosas—, y amaneció un tiempo esplendido. ¿Quién comprende el arte de la meteorología?
—Yo lo comprendo tanto como a las mujeres, o incluso menos, milord —dijo sir Benedikt, con una sonrisa y un guiño que hizo reír al anciano. Él, en cambio, parecía cómodo, a pesar de que estaban apretados los unos contra los otros en el estrecho carruaje. Tanto, que era inevitable que se rozasen entre ellos al mínimo vaivén.
Fue eficiente la frase como cambio de tema, pues ambos hombres dedicaron la media hora de viaje a glosar las diferentes maneras que tenían las mujeres de hacer la vida imposible a los hombres, desde el mismo momento en que se despiertan por la mañana hasta que cierran los ojos por la noche.
—Aunque dejadme exceptuar de esos casos terribles a mis queridas Iris y Cassandra, y a mi adorada esposa, que en la gloria esté, que solo me dan alegrías —objetó lord Ravenstook con una sonrisa cándida.
Sir Benedikt decidió morderse la lengua por una vez, sobre todo al ver por el rabillo del ojo la mirada burlona de Cassandra, que había sido testigo de la conversación con una paciencia digna del santo Job, logrando permanecer muda a fuerza de pura voluntad, aunque jurando que ese hombre hablaba y hablaba sin parar con la única intención de provocarla.
—Por supuesto —convino Benedikt al fin, con una reverencia hacia la joven morena—. Ningún pesar puede venir de alguien con la apariencia de ángel de vuestra sobrina.
Cassandra ahogó como pudo un bufido y se giró hacia la ventana, incapaz de soportar durante más tiempo sus burlas y sus dobles sentidos. Lo malo era que el cochero había bajado las pesadas cortinas de cuero de las ventanas y que no había nada que ver. Benedikt rio por lo bajo, aunque lo disimuló con una tos oportuna en cuanto ella volvió su mirada furiosa hacia él.
El muy cretino debía de considerarse muy gracioso, pensó al escucharle perorar sobre los numerosos defectos de las damas, excepto, por supuesto, ella, su prima y la difunta esposa de lord Ravenstook. Y lo hacía apuntando cada uno de ellos con ampulosos gestos de las manos y guiños que divertían a su tío como si se tratara de un comediante ante su público.
La mirada de Cassandra quedó prendada sin remedio por esas manos fuertes y morenas que la habían sostenido durante esa tarde, recordando su calor y su firmeza. Las imaginó sosteniendo un arma, manchadas de sangre y barro en un campo de batalla. Sintió un nudo de desagrado en el estómago que la obligó a apartar la mirada, sin saber muy bien los motivos. Al hacerlo, notó que él la miraba con una sonrisa extraña bailándole en los labios. Frente a ella, su tío cabeceaba, cansado por la excursión y el viaje.
—¿Os encontráis bien? —le preguntó él en voz apenas susurrada.
Ella giró un poco la cabeza, sorprendida por su delicadeza.
—Solo estoy un poco cansada. Nada que deba preocuparos —respondió apartando la mirada con rapidez, aunque no pudo evitar una réplica mordaz, después de haber escuchado su conversación durante una hora—. Como ha quedado claro después de vuestra charla con mi tío, mi prima y yo no somos aficionadas a quejarnos.
Sir Benedikt frunció los labios, sin saber si debía tomarse sus palabras a broma o no, pero no tuvo tiempo de replicar, porque ella se apresuró a volver a apartar la mirada.
Por fortuna, llegaron a casa antes de que él tuviera tiempo de insistir. Ursula, avisada por uno de los criados que les había asistido durante la excursión, los esperaba bien parapetada bajo un enorme paraguas.
La vieja ama de llaves, antigua institutriz de las chicas, reconvino con la mirada a su amo al ver que estaba mojado y le tendió una toalla seca, antes de ordenar a la servidumbre que prepararan baños calientes para todos.
—Hermoso día para una excursión, ¿verdad, milord? —preguntó Ursula con un tono seco y, en apariencia, exento de ironía.
Con las orejas gachas como un perro apaleado, lord Ravenstook entró en la casa sin importarle por una vez la comodidad de sus invitados, pues sabía que la eficiente mujer lo tenía todo más que controlado.
—No es culpa suya que los dioses decidieran que lloviera, Ursula —dijo Iris, colocándose bajo el paraguas del ama de llaves para darle un beso.
Esta sonrió al fin. El gesto le devolvió la belleza de la juventud y algo de su dulzura.
—Solo espero que no se resfríe como el año pasado. Y ahora, ve a darte un baño y a cambiarte de ropa si no quieres correr la misma suerte. Y luego me contaréis todo lo que habéis hecho, que seguro que lo habéis pasado bien con todos esos jóvenes entre las tumbas. Es tan romántico… —añadió con un suspiro exagerado.
—¡Ursula! —exclamó Iris, fingiéndose escandalizada mientras le palmoteaba la mano—. No tengo ni idea de lo que estás hablando. Te aseguro que se trataba de una visita meramente cultural —comentó mirándola de reojo, con un brillo alegre que la delataba.
—En las visitas meramente culturales, en mis tiempos, se robaban besos y se hacían alianzas matrimoniales, pero ahora sois demasiado mojigatos. Y ahora corre, no te distraigas, que los demás han entrado hace rato.
El ambiente durante la cena, tras los agradables momentos pasados en la excursión, donde los lazos se habían estrechado, fue más festivo de lo habitual, aunque hubo algún que otro estornudo o tos por aquí y por allá, pese a los esfuerzos de Ursula.
La única zona de la mesa donde la conversación no versaba sobre la salida de la tarde era aquella donde cenaban Joseph y sus amigos, ya que estos habían alegado otros quehaceres, y parecían concentrados en la comida y en la bebida y hablaban poco, como si no hubiera temas más interesantes que el sabor de la carne y el pudin, o la cosecha del vino.
Lanzaba de vez en cuando el bastardo miradas extrañas a su hermano, sobre todo cuando este reía las gracias de sus caballeros o de las jóvenes damas, y arrugaba los labios en una extraña sonrisa. Entrecerraba los ojos, como estudiando y apuntando en su cabeza las frases que su hermano pronunciaba, y parecía perder el hilo de lo que sucedía a su alrededor durante minutos, aunque luego volvía a la conversación sin problemas, sin que sus comensales pudieran reprocharle nada o, más bien, sin que osaran hacerlo.
Cuando el anfitrión le dirigió la palabra para preguntarle si ya se encontraba mejor de su malestar, le respondió con amabilidad e incluso lamentó no haber podido asistir a la excursión.
—Es una lástima haberme perdido un entretenimiento semejante. Dicen que se trata de un lugar muy hermoso.
—Así es, caballero —respondió lord Ravenstook, satisfecho al ver que Joseph alababa un paraje del que él no podía estar más orgulloso.
—Sin duda vuestra hija y vuestra sobrina no tendrán problema en acompañarme hasta allí otro día, señor —sugirió con un gesto de la cabeza y una sonrisa torcida.
Iris, hacia quien dirigía su mirada, sintió que su mano temblaba al sentir sus ojos sobre ella. Dejó la copa sobre la mesa con un leve tintineo de cristal.
—Estoy segura de que os gustará.
—No lo dudo —respondió él ampliando su sonrisa hasta obtener la respuesta que deseaba, el escandaloso sonrojo de las mejillas de la joven.
—¿Ha visto cómo mira el bastardo a Peter? Pone los pelos de punta.
Benedikt fingió que tomaba algo a su izquierda para mirar con disimulo hacia el lugar en la mesa donde se sentaban Joseph y sus dos hombres para todo, Conrad y Bruno. Estos estaban visiblemente borrachos y mostraban unos modales propios de animales. Joseph, en cambio, comía poco y bebía menos. Como siempre, sus gestos eran delicados y dignos de un príncipe, casi más que los de su propio hermano. Sus miradas se toparon durante unos segundos por encima de la mesa. Los ojos azules de Joseph brillaron con algo parecido al odio, aunque muy pronto una sonrisa encantadora moderó esa impresión. No le convenía al bastardo mostrar en público sus sentimientos hacia los mejores caballeros de su hermano, pensó Benedikt. Joseph bajó la cabeza en un gesto de saludo y tomó el tenedor, como si fuera a comer, aunque no llegó a meterse el bocado de pudin en la boca.
—Más me preocupa el hecho de que pida a las muchachas que le acompañen a pasear. Algo se propone, estoy seguro —musitó Charles, que no podía olvidar las galanterías que le había dedicado a Iris hacía unos minutos.
Benedikt se encogió de hombros y tomó una copa, aunque, como Joseph, tampoco llegó a llevársela a los labios.
Era como si necesitara tener algo en la mano para aclarar sus pensamientos.
Charles tenía razón, Joseph no era de fiar.
Hasta cierto punto, había comprendido sus motivos para buscar una alianza con Napoleón en un momento peligroso, cuando se había quedado solo al mando de Rultinia, rodeado de enemigos, y no solo fuera de las fronteras. Un aliado fuerte le hubiera dado seguridad y poder fuera y dentro del país. Con lo que ya no estaba de acuerdo era con el hecho de querer eliminar a Peter y quedarse él con la corona.
Peter, pese a todas las pruebas que existían en su contra, había decidido perdonarle para honrar la memoria de su padre, el difunto rey Paul. Este le había pedido antes de morir que cuidara de su hermano «pasara lo que pasara», y se temía que Peter se tomaba esas últimas palabras de un modo demasiado literal. Tanto que olvidaba que el rey Paul no había sido precisamente clemente con sus enemigos. De haber seguido vivo y haber sido él el traicionado, lo más probable era que Joseph ya no estuviera vivo.
Lo cierto era que Peter no parecía comprender que el resentimiento y la envidia de su hermano bastardo hacia él habían estado a punto de acabar con su vida, y que solo la fidelidad de sus caballeros le había mantenido vivo. La próxima vez, que la habría, estaba seguro de ello, quizás no tuviera tanta suerte, o sus caballeros podrían no estar a mano.
Observó a su príncipe al otro lado de la mesa, bromeando y bebiendo como un jovenzuelo irresponsable, riendo todas las gracias de su anfitrión y narrando escaramuzas de la guerra como si el hecho de haber estado a punto de morir durante ellas fuera una bobada.
—Y allí estaba yo, y allí estaba aquel coracero francés diciéndome que su deber era matarme por orden de su emperador. Imaginaos qué papelón, yo desarmado, y él con su sable en mi garganta. Ya me veía cenando en el infierno —decía Peter en ese momento, de pie y con las manos en alto, simulando ser un hombre en el momento de rendirse.
Las jóvenes lo observaban con los ojos abiertos de par en par, en especial Iris, que se removía nerviosa en la silla, como si viera la escena en tiempo real. Cassandra lo hacía con una sonrisa ladeada, fingiendo indiferencia, pellizcando de vez en cuando un mendrugo de pan y lanzando las migas en el plato. Benedikt contempló esa mano de dedos pálidos y ese brazo que él había sostenido esa misma tarde. Su recuerdo le trajo la reminiscencia del calor de su tacto y un inesperado ramalazo de deseo.
Incómodo, volvió la mirada a su príncipe, que seguía narrando su historia con pulso de buen narrador. Ojalá no estuviera contando esa historia en particular, se dijo tocándose el costado de modo inconsciente.
—Y justo cuando ya estaba encomendándome a los dioses, apareció Ben y dijo: «Pues mi deber es defender a mi príncipe de idiotas como tú», y se interpuso entre el coracero y yo y lo mató. Se llevó de paso un palmo de su acero en las costillas, por lo que ganó la Gran Cruz de Santa Gervasia al valor, el mayor honor de nuestro país —añadió con una reverencia informal en dirección al caballero escocés.
Benedikt arrugó los labios de disgusto al escuchar esa anécdota en labios de su señor. No le gustaba que hablaran de él como si fuera un héroe. Como caballero, cumplía su deber y nada más. Aunque fuera su capitán, no se consideraba ni el más valiente ni el más bravo de la guardia de Peter, era uno más. Sin embargo, él parecía dar a entender que era algo así como un caballero suicida, dispuesto a sacrificar su vida por su príncipe. Y no es que no estuviera dispuesto a cualquier cosa por salvarle, pero de ahí a ser un ángel guerrero…
De pronto sintió la mirada de Cassandra sobre sí, oscura y penetrante, como si pudiera ver todos y cada uno de los pensamientos que se paseaban por su cabeza. Su sonrisa burlona lo irritó. Y también lo hizo el hecho de ser consciente de la forma de esa boca, la forma de corazón de su labio superior y la curva sedosa del inferior, del tono sonrosado de su piel.
¿Desde cuándo se sentía atraído por esa mujer, que siempre lo había irritado más que ninguna?
Llevaba demasiado tiempo sin una moza bajo él. En cuanto saliera de aquella mansión de campo se buscaría una amante complaciente que le hiciera olvidar la guerra y aquella mirada burlona.
—¿Por qué no le contáis a estas hermosas jóvenes las numerosas hazañas del conde Charles? —dijo con tono ácido—. Seguro que les interesarán más que cualquier cosa que le concierna a un viejo lobo como yo.
Iris se volvió hacia el príncipe con un brillo de emoción en los ojos azules.
—¿Es posible eso, Alteza?
—Veréis, querida, sin mis caballeros, mis enemigos habrían acabado conmigo hace tiempo.
Benedikt lanzó una mirada incómoda al otro lado de la mesa, allí donde se sentaban Joseph y sus ayudantes, inmersos al parecer en su propia conversación. No le gustaba la imagen frívola y débil que daba Peter de sí mismo. Tal vez en esta ocasión el entorno fuera amistoso, casi familiar, y pareciera hablar en tono de broma, pero muchas veces no se daba cuenta de que había personas que estaban atentas a cada desliz, a cada error que cometía, dispuestas a aprovechar la ocasión de sacar beneficio de ellos.
Como si supiera lo que le rondaba la cabeza, Joseph le dirigió una sonrisa burlona, atento a la narración de su hermano sobre la ocasión en que Charles había sacado a su señor de una casa donde le habían rodeado no menos de diez soldados franceses.
—No sé cómo se me ocurrió meterme allí solo, pero el caso es que allí estaba, a punto de morir otra vez a manos de mis enemigos y, en esta ocasión, por culpa de mi mala cabeza. Menos mal que el conde acudió con parte del regimiento para sacarme de allí o, de lo contrario, ahora yo sería pasto de los gusanos y Rultinia estaría gobernada por buitres… —terminó con una risa clara y despreocupada, sin notar la expresión de disgusto que se cruzó por el rostro de su hermano.
Benedikt contempló la mirada encandilada que le dirigió la joven rubia a su amigo, tímida y llena de admiración a la vez. Esa mirada estuvo a punto de hacerle olvidar el disgusto que le habían causado las palabras del príncipe, que había omitido adrede parte de la historia, una bastante menos heroica. Porque Peter no se había metido en aquella casa solo, precisamente, y si no fuera porque tenía a un muchacho vigilándole las veinticuatro horas del día, a esas horas estaría muerto, como él bien decía.
A esas alturas todavía se preguntaba si la mujerzuela que acompañaba a Peter se la había buscado él solito o si alguien la había puesto en su camino.
Tomó un trago de vino, que le supo amargo. Esa cena estaba arruinada para él, por desgracia, a pesar del ambiente festivo general.
Se levantó y alegó un ligero malestar para poder ausentarse.
El príncipe y lord Ravenstook lo miraron confusos, aunque no parecieron sospechar nada en su rostro, que mantuvo todo lo imperturbable que pudo. No podía decir lo mismo de Cassandra, que inclinó la cabeza en su dirección con gesto serio. Era obvio que esos ojos oscuros eran capaces de ver más de lo que era visible a simple vista. Le devolvió el gesto, tratando de fingir una sonrisa que no le llegó a los ojos.
—¿Habéis escuchado a mi hermanito quedando en ridículo delante de todo el mundo durante la cena? Hasta sus propios caballeros se avergüenzan de él.
Conrad, que estaba recogiendo la ropa que su señor iba dejando tirada en el suelo a medida que se desvestía, se volvió hacia él con una mirada interrogante.
—¿De verdad creéis eso, señor?
Joseph frunció el ceño. Odiaba que le cuestionaran, y más aún que lo hiciera un inferior.
—Al escocés le faltó poco para retorcerse en la silla. Tuvo que fingir un mareo para poder salir de la sala —añadió llevándose la mano a la cabeza en tono burlón, poniendo los ojos en blanco y dejándose caer de golpe sobre la cama, que se resintió bajo su peso—. A ese imbécil le salían los colores mientras Peter contaba sus vergonzantes batallitas.
Conrad ahogó una sonrisa mientras recordaba junto a su señor las ridículas historias del príncipe. En esos momentos le recordaba a su madre, Maretta, tan encantadora y sonriente cuando había llegado a la corte hacía tantos años. Tanto que se había convertido en la favorita del rey Paul por encima de todas las demás, hasta el punto de estar cerca de relegar a la propia reina. De no haber muerto el rey, quién sabe si no hubiera podido convertir a su hijo bastardo en heredero de la corona en lugar de a aquel débil muchacho.
—¿Dónde está Bruno? No lo he vuelto a ver desde el momento de la cena —preguntó Joseph.
Conrad dejó el uniforme de Joseph sobre una silla y se dedicó a prepararle la ropa de cama.
—Probablemente esté intentando seducir a la doncella de la señorita Iris —dijo con una mueca de disgusto.
La sonrisa de Joseph volvió a brillar, esta vez con un brillo pícaro. Se giró en la cama, que acompañó su movimiento con un crujido ominoso.
—¿Es cierto que es tan parecida a su ama que podría tomárselas por hermanas?
Conrad se encogió de hombros.
—Yo no diría tanto, mi señor. Quizás se den un aire en el cabello rubio, en la forma del cuerpo.
Joseph emitió una carcajada que hizo retumbar el techo y que desmentía aquel carácter tranquilo que se afanaba por aparentar.
—Se me acaba de ocurrir que lord Ravenstook quizás no sea tan honorable como dicen. ¿Te lo imaginas retozando con las criadas y colocando a sus bastardos como criados de su hija? Mi padre al menos me reconoció, el muy cabrón… —añadió con voz oscura y grave, tumbándose boca arriba y mirando con fijeza el techo.
Conrad no dijo nada. Sabía que poco o nada debía decir en esas ocasiones. Su señor era muy susceptible en lo que a su padre se refería. Habían tenido una relación estrecha, mucho más estrecha de lo que había sido la del rey con Peter, lo que ahondaba el dolor de Joseph por el hecho de no poder reinar en Rultinia. De hecho, el rey Paul y Joseph estaban cortados por el mismo patrón. Ambos eran hijos del diablo, y albergaban un infierno en el corazón.
—Estás muy silenciosa esta noche, prima.
Cassandra detuvo el cepillo en mitad de un movimiento antes de seguir.
—Estoy cansada, nada más.
—¿No será que tú también te sientes enferma, como sir Benedikt? —preguntó Iris, con intención.
La joven morena se volvió hacia Iris, dejando el cepillo a un lado.
—¿Hay algo que tengas que decirme, querida? Tanta insinuación me está poniendo nerviosa.
Iris se encogió de hombros y recogió los pies bajo el ruedo de su camisón.
—¡Oh, nada en absoluto! Es solo que nunca antes os había visto reunidos en una habitación y tan callados. He pensado que algo debe de haberos ocurrido durante ese paseo que habéis dado juntos para que os mostréis tan tímidos de pronto.
—A cualquier cosa le llamas dar un paseo juntos. No quieras hacerlo parecer algo agradable, Iris, porque te aseguro que no fue nada semejante.
Iris rio y giró la cabeza hacia un lado, como si supiera algo que ella no sabía.
—Pues te diré que os he visto a los dos mucho más comedidos de lo habitual, en serio, así que el haber pasado tiempo a solas os ha sentado bien.
Cassandra se sorprendió.
¿Tímidos? ¿Que pasar tiempo a solas les había sentado bien? Sin duda su prima estaba tan enamorada que veía todo a través de una nube romántica.
No podía negar que esa noche no habían discutido, pero no iba a aceptar en absoluto que sintiera algo similar a la simpatía por ese hombre. Tal vez, y siendo generosa, aceptaría que más bien habían firmado una tregua momentánea. Quizás no había sido pactada de antemano esa tarde, pero mientras veía cómo el príncipe hacía sentir incómodo a sir Benedikt con sus palabras, Cassandra había sentido que lo último que deseaba era ahondar en esa incomodidad.
De hecho, no le había gustado el modo en que Su Alteza hablaba de sus caballeros. Tenía la sensación de que no les mostraba el respeto debido. Era como si fueran sus niñeras.
¡Santo Cristo, incluso habían recibido heridas por él!
—¿Sabes qué me ha dicho lord Charles esta tarde junto a la tumba del abad?
Cassandra, agradeciendo la interrupción de sus preocupantes pensamientos de lástima hacia sir Benedikt, se volvió hacia su prima, que ocultaba su sonrojo bajo una cortina de cabello rubio.
—Vaya, vaya, ¿habéis compartido secretitos junto a la vieja tumba? ¿Por qué me hablas de ese pelirrojo insidioso cuando tienes cosas tan interesantes que contarme? —preguntó, corriendo a sentarse junto a ella en la cama.
Iris se acurrucó contra su prima y habló en susurros, repitiéndole las enigmáticas palabras del atractivo caballero.
—¿Qué crees tú que ha querido decir?
Iris la miró con tanta ansiedad que Cassandra sonrió, sintiendo la tentación de hacerla sufrir durante unos minutos, aunque al final le apretó la mano y le dijo lo que creía de verdad.
—Creo que te estaba anunciando sus intenciones, cariño.
—¿Tú crees?
—¿Qué hombre podría resistirse a alguien tan dulce como mi querida prima? —respondió Cassandra depositando un beso en la tersa frente de Iris, que la abrazó mientras sentía un aleteo de esperanza en su corazón.