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Tres

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Julio

El día de la llegada del príncipe Peter y su séquito a Raven’s Abbey amaneció radiante como pocos.

Lord Leonard Ravenstook, que creía en los buenos auspicios y en los hados, sonrió a la soleada mañana y asintió a Ursula cuando esta le presentó el menú de la semana, la distribución de habitaciones y demás alojamientos para el príncipe y sus hombres. Estaba convencido de que nada podía salir mal si la visita comenzaba con un tiempo semejante. Era un optimista impenitente y apenas nada en su vida había podido abatir sus creencias, a pesar de la temprana muerte de su esposa Mary, fallecida al dar a luz a su única hija, Iris. Claro que aquel día había amanecido lluvioso y había anunciado tormenta desde el principio, lo cual solo había confirmado sus creencias.

El sonido de carruajes y trote de caballos le sacó de su ensimismamiento.

Muy pronto, las voces de dos docenas de hombres y los sonidos de sus respectivos arreos llenaron el patio.

Lord Ravenstook salió al encuentro del joven príncipe como quien recibe a un amigo querido, abriendo sus brazos, con una sonrisa franca y palabras de cariño.

—Querido amigo, querido Peter. Mi casa es vuestra.

Su Alteza Real el príncipe Peter de Rultinia, acostumbrado quizás a más ceremonia, pareció desconcertado al principio, aunque luego agradeció el gesto y lo igualó con alegría.

—El placer es mío, lord Ravenstook.

Observó el anciano que el joven había madurado en los dos años largos que hacía que no lo veía. Era obvio que las penurias de la guerra no le habían maltratado, aunque tampoco parecía que hubiera pasado esos años paseando su sable y su colorido uniforme de húsar por los campos de batalla del continente. Si lo miraba con atención, podía verle un estado de alerta que no había conocido en él con anterioridad. En apenas unos instantes había inspeccionado todo lo que le rodeaba, como buscando peligros ocultos.

Como siempre, lo sorprendieron sus delicadas facciones, hermosas y angélicas, sus apretados rizos rubios y sus enormes ojos azules, la pronta sonrisa. Un hombre simpático y de carácter alegre, aunque quizás algo falto de fuerza. Deseó que fuera de aquel tipo de hombres a los que se la otorgaban los años. Lo esperaba sinceramente, porque creía que era un joven prometedor y sería un buen rey.

Sus ojos se desviaron sin querer hacia su hermano bastardo, Joseph. Menos delicado, aunque también atractivo, Joseph poseía la fuerza de la que su hermano carecía, aunque lo envolvía un halo oscuro, lo que hacía que los hombres no confiaran en él, algo que Peter conseguía con los ojos cerrados. Aunque lo cierto era que no todo el mundo parecía consciente de esa aura peligrosa, pues se decía que atraía a las mujeres, y muchos hombres se veían influenciados por su poder y fuerza de carácter.

Al sentir su mirada sobre él, Joseph lo saludó con un gesto de la cabeza.

—Espero que hayáis tenido un buen viaje, caballero —le dijo, obligado por su mirada.

Joseph sonrió, haciendo que sus facciones adquirieran un aire simpático que no poseían cuando estaba serio, y logrando a la vez que su parecido con su hermano fuera mayor.

—Maravilloso, lord Ravenstook, gracias —respondió, con una ligera reverencia.

—Sed bienvenido.

Si notó la tensión en su tono, Joseph no lo dejó entrever y repitió su gesto con una sonrisa más radiante, si cabe.

Lord Leonard Ravenstook hizo una reverencia a su vez, sin poder evitar un leve desagrado, y se volvió hacia Peter, que miraba hacia su izquierda, donde había un grupo de edificios, evidentemente de nueva construcción.

—Pero, lord Ravenstook, he visto que habéis hecho construir unas caballerizas para mis caballos. Todo el mundo se evita molestias y gastos, y vos los buscáis. Por favor, pasadme la cuenta. No puedo consentir algo semejante.

El anciano hizo un gesto de modestia con la cabeza, como avergonzado de que el príncipe hubiera notado el cambio que había realizado en sus instalaciones.

—Vos jamás seréis molestia en mi casa, Peter. Vuestra visita es un honor, y el día de vuestra partida se irá la alegría y nos dejaréis tristes y aburridos. Os aseguro que la construcción no fue debida a vuestra visita. Mis propios caballos agradecen el cambio. Son tan cómodas que pensé alojaros allí, pero ¡qué dirían los vecinos!

Peter, otra vez desconcertado por sus palabras, vaciló unos segundos, como si buscara posibles rastros de adulación o falsedad en el rostro del anciano, pero este se mostraba feliz y sencillo, tan sincero, que Peter no pudo menos que estrecharle la mano, incapaz de pronunciar una palabra.

En ese momento, apareció Ursula acompañada de Iris y Cassandra, que hacía todo lo posible por permanecer en segundo plano, observando al grupo de caballeros o, más bien, un punto indeterminado por encima de sus cabezas.

—Vuestra hija es más hermosa cada día. Era casi una niña cuando partimos, pero ya es toda una mujer.

Iris se sonrojó de un modo encantador ante el cumplido del príncipe, pronunciado en un tono tan solemne para halagar a su padre que rozó el ridículo. A decir verdad, estaba casi igual a la última vez que se habían visto, casi dos años atrás, pero sería de mal gusto corregir a Su Alteza. De hecho, la última vez que se habían visto, en Londres, ella ya tenía veinte años, de modo que no era ninguna niña.

—Os habéis convertido en una joven muy hermosa, señora, debéis creerme. Vuestro padre debe sentirse muy orgulloso de haber criado a una muchacha tan bella. Si yo fuera él, os tendría encerrada en un torreón para que ningún otro hombre se acercara a mil millas de distancia.

Iris bajó la mirada ante el desafortunado comentario. Tenía las mejillas tan calientes que sentía la imperiosa necesidad de abanicarse, pero si lo hacía llamaría todavía más la atención. Miró a su prima en busca de ayuda, pero ella no le hacía ningún caso. Parecía estar demasiado ocupada en simular que no estaba allí.

—Seguro que ella se encargaría de tejer una escala con sus trenzas para dejar subir a los galanes a escondidas.

El comentario, apenas susurrado con una voz grave y con un acento evidentemente escocés, resonó en el patio, atrayendo las miradas de todos.

El que había hablado era aquel al que había defendido con viveza hacía poco tiempo. Ahora comprendía que su prima tenía razón al criticar a sir Benedikt. Era un grosero. Además, el hombre con quien hablaba no era otro que Charles Aubrey, que no podía evitar una sonrisa divertida ante las chanzas de su amigo.

Iris se sonrojó todavía más, si aquello era posible. El príncipe se dio cuenta de que su comentario no había sido del todo acertado y lord Leonard Ravenstook se carcajeó, encontrándolo de lo más gracioso, haciendo que su mortificación fuera completa.

—¿Acaso no conocéis el sentido de la palabra educación?

Benedikt se quitó el chacó y se atusó el cabello cobrizo. Se lo colocó bajo el brazo y contempló a la joven morena que pasaba a su lado sin mirarle y que fue a detenerse a apenas dos metros de distancia. ¿Había descendido los escalones desde el porche de la casa y había caminado hasta allí solo para decirle eso? ¿Por un comentario sin importancia que solo debían escuchar los oídos de Charles?

Se le escapó una sonrisa torcida.

A pesar de su aparente indiferencia, pudo ver que ella lo notaba, pues la vio erguirse y fruncir los labios.

—¡Ah, sois vos! —exclamó, fingiendo sorpresa, como si acabara de descubrirla a su lado—. Veo que, a diferencia de vuestra prima, vos no habéis cambiado para mejor. Tanta amargura hará que os arruguéis como una pasa antes de tiempo.

Cassandra no pudo fingir indiferencia por más tiempo. Se volvió hacia él con los hombros tensos y los ojos entrecerrados.

Benedikt ahondó su sonrisa, lo que hizo que ella se enfurruñara todavía más.

—¿Me estáis llamando amargada? ¿Cómo podría no serlo teniéndoos ante mí, sir Benedikt McAllister? El solo veros me provoca acidez de estómago.

—Podríais probar a ser amable, para variar. Seguro que eso os aliviaría la digestión. —La miró de arriba abajo, con una ceja enarcada—. Si sonrierais, estaríais incluso… guapa —añadió en un susurro, acercándose hasta que ella pudo ver las chispas de diversión bailando en sus ojos verdes.

Ella boqueó de furia. ¿Cómo podía tener ese hombre la desfachatez de insultarla de ese modo? ¿Acaso insinuaba que era fea? ¡Un auténtico caballero no haría jamás algo así!

—Deberíais alegraros de no ver mi sonrisa más a menudo, caballero —replicó, tirante—. He oído decir que mi sonrisa provoca sobresaltos en los corazones débiles —añadió, gazmoña—. Además, yo prefiero cuidar mis rosas que perder el tiempo escuchando a un hombre recitándome poemas de amor. Me da un terrible dolor de cabeza.

Él emitió una risa grave, echando la cabeza hacia atrás. Rio durante tanto tiempo que Cassandra lamentó haber intentado parecer una mujer mundana, y más ante un hombre como él, que no sabía lo que era el honor ni la decencia.

—Ojalá sigáis pensando así durante mucho tiempo, señora —dijo Benedikt al fin, con la risa aún pintando su voz—, seguro que vuestras rosas libran a muchos hombres de vuestra lengua. Sentirla es equiparable a una bofetada en pleno rostro. Ni siquiera los franceses eran tan crueles como vos.

Cassandra apretó los dientes.

—Un arañazo no estropearía una cara tan dura como la vuestra. Estoy convencida de que los franceses huían despavoridos solo por no escuchar vuestras estúpidas ocurrencias.

Benedikt iba a replicar, pero se dio cuenta de que la conversación se le estaba yendo de las manos. Esa joven no era más que una muchacha aburrida que necesitaba una lección, y él no tenía tiempo para dársela.

La saludó con la cabeza y la dejó esperando una réplica. Con toda probabilidad, era el peor insulto que podía ofrecerle.

Charles lo alcanzó cuando ya estaba a medio camino de las caballerizas. En otras circunstancias lo hubiera amonestado por su actitud ante Cassandra, pero era evidente que tenía otras cosas en la cabeza, a juzgar por su ensoñadora mirada.

El pelirrojo se sonrió para sí y dejó a su caballo en manos de un palafrenero. Conocía esa mirada en los ojos de su joven amigo, y siempre tenía algo que ver con bonitos ojos azules y bucles rubios.

—Es la mujer más hermosa del mundo. ¿No crees que tiene la sonrisa más dulce que hayas visto jamás? Ya antes lo era, pero ahora…

Benedikt rio socarrón y jugueteó con su fusta, golpeándose la bota con ella, arrancando un sonido seco como un disparo. Colocó una mano en la empuñadura del sable y miró a su amigo de reojo antes de responder.

—¿Quieres que te diga la verdad o que te siga la corriente? Al fin y al cabo, no vas a hacer ningún caso a nada de lo que te diga. Sabes muy bien que no me he fijado tanto en ella como para hacerme una idea.

Charles frunció el ceño, desconcertado por sus palabras, acompañadas por una sonrisa burlona. Benedikt era un hombre enigmático en ocasiones, tan pronto hablaba de temas trascendentes con una sonrisa, como permanecía inmutable mientras los demás bromeaban. Nunca se sabía cuándo hablaba en serio y cuándo lo hacía en broma. De hecho, ni siquiera sabía si esa ridícula guerra verbal que se traía entre manos con Cassandra Ravenstook era de verdad o solo era un mero divertimento para él.

—¿No puedes hablar en serio ni por un instante? Sé sincero, por favor.

Benedikt se apoyó contra una columna del jardín que imitaba con poca fortuna una ruina griega y se cruzó de brazos.

—Te diré que, con franqueza… —Hizo un gesto con la cabeza en honor a su interlocutor que le hizo reír—. Ni me gusta ni me deja de gustar. Pero, dime, ¿a qué vienen tantas preguntas? La última vez que te oí hablar así de algo, ibas a comprar un caballo.

Charles lo recompensó con un sonrojo digno de un colegial. Benedikt se sorprendía de lo joven que parecía a veces, a pesar de que había sobrevivido a una guerra terrible y a que había luchado bien por su príncipe y su país. En los asuntos mundanos, en cambio, no dejaba de ser un niño.

—No seas vulgar, por favor, hablamos de una dama. Ni con todo el dinero del mundo se podría comprar un tesoro semejante.

Benedikt bufó y se apartó de la columna. Agitó la cabeza de incredulidad ante tanta inocencia reconcentrada.

—Claro que sí, e incluso varios trajes de ricas sedas para vestirlo. De todas formas, te confesaré algo que jamás diría si no me estuvieras abriendo tu blando corazón en este terrible momento. Ya que me pides sinceridad, te diré que me gustaría más su prima si no llevara el demonio dentro. Aunque, espera… —Benedikt se irguió y lo miró con los ojos entrecerrados, observando su nervioso gesto, su mirada brillante y su sonrisa bobalicona. Reconoció los síntomas al instante—. ¡Oh, maldita sea! Dime que no vas a pedir su mano…

Charles amplió su sonrisa y arrancó una flor. Benedikt gimió en su fuero interno cuando le vio llevársela a los labios y a la nariz para olerla antes de guardársela dentro de la guerrera con un suspiro.

—A ti no puedo mentirte, amigo. Sería el hombre más feliz del mundo si Iris me aceptara como esposo.

Benedikt gruñó y murmuró para sí, soltando un fustazo especialmente fuerte que tronchó todo un parterre de flores.

—¡Por los clavos de Cristo! ¿En qué momento dejé de estar en el ejército y pasé a estar en un cuerpo de danzas? —masculló entre dientes.

—¿Qué os traéis entre manos? Todo el mundo os espera en la casa desde hace rato.

Benedikt se volvió hacia el príncipe que, lejos de ceremonias, palmeó las espaldas de sus hombres en un gesto amistoso.

—El pipiolo hace planes de boda —respondió Benedikt con amargura.

—¡Ben! —exclamó Charles escandalizado.

—¡Oh, vamos, no te sonrojes como una virgen! Su Alteza tiene derecho a saberlo si vas a causarle un disgusto a su anfitrión durante su visita.

Charles se adelantó un par de pasos para enfrentarse a su amigo antes de ver que Benedikt lo decía en broma.

Peter reía a carcajadas al ver el rostro serio de Benedikt por un lado, con sus ojos verdes brillantes por el regocijo, y el de Charles rojo por la ira y el desconcierto por el otro.

—¿Ves lo que ha hecho el amor contigo? Eres incapaz de aceptar una broma.

Charles se relajó al ver que Peter dejaba de reírse. No le gustaba ser el blanco de las bromas ni las risas de nadie.

—Basta de tonterías. Quiero saber si pretendes casarte con la joven Iris Ravenstook —dijo el príncipe con un tono que sorprendió por su seriedad.

Charles asintió con la cabeza.

—Siempre que ella me acepte.

Peter pareció relajarse de pronto y le tendió una mano, satisfecho.

—Es una buena muchacha, y heredará una gran fortuna, aunque supongo que eso es un detalle insustancial para ti. Haréis una gran pareja, amigo. Y tú, Benedikt, haces mal en reírte de tu amigo. Ya lo dice un antiguo dicho rultiniano: «Cuidado con aquello de lo que huyes, porque te alcanzará en la cama, en la hora más oscura».

Benedikt lanzó un quejido de protesta. Los viejos dichos rultinianos eran tan poéticos como absurdos.

—Perdonadme, Alteza, tal vez me veáis retorcerme en el lecho por culpa de las pulgas, del dolor de estómago, o incluso por un disparo, pero de amor… Ay, señor, de amor jamás.

Peter enarcó una ceja.

—Más te vale cumplir lo que acabas de decir, o algún día será nuestro turno de burlarnos de ti.

Benedikt sonrió de lado, aceptando el reto.

—Si eso ocurre, podremos jurar que el fin del mundo está próximo. Con sinceridad, no es que no crea en el amor, pero dudo que haya algo así para mí. Y, además, no tengo tiempo para ello —bromeó—, Su Alteza me da demasiado trabajo.

—Yo de ti no hablaría demasiado, torres más altas han caído —recomendó el príncipe entre risas.

Benedikt no necesitó decir que él no caería jamás, todos sus gestos hablaban por él, desde sus brazos cruzados hasta la barbilla erguida o los labios en los que todavía bailaba una sonrisa desafiante.

Quizá muros más altos habían caído, pero no estaban fabricados con el material con el que estaba hecho el corazón de Benedikt McAllister. Porque, con franqueza, tenía cosas más importantes que hacer en la vida que enamorarse.

Mi honorable caballero - Mi digno príncipe

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