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Siete

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Lord Leonard Ravenstook estaba decidido a que sus invitados no se aburrieran, aunque para la fiesta de disfraces todavía faltaran tres días.

Dejó que su hija y su sobrina se ocuparan de los detalles, como contratar a los músicos, decidir el menú y conseguir disfraces apropiados para todos los invitados, de modo que su única preocupación fue la de mantener entretenidos al príncipe, a su hermano y a sus hombres que, como soldados acostumbrados a permanecer siempre en movimiento, parecían incapaces de conformarse con divertimentos sutiles como la lectura o los paseos por el jardín. Por la mañana, se levantaban temprano y, en medio de una algarabía brutal, practicaban fintas con sus sables y otras armas, aunque su patio no fuera el lugar más apropiado para ello. Comprendió que, aunque la guerra hubiera acabado, necesitaban mantenerse en forma, así que les perdonó las molestias que le causaban al despertarle de un sobresalto cada amanecer.

Decidió llevarlos de pesca, creyendo que las jóvenes agradecerían tener la casa libre para organizar los últimos detalles y además conseguir algo para cenar, por no hablar de que era uno de sus pasatiempos preferidos. También pensó que sería la ocasión ideal para hablar a solas con el príncipe Peter y aconsejarle sobre el futuro de Rultinia. Tras la terrible guerra que había asolado Europa, había llegado la ocasión de formar un gobierno fuerte para minimizar la posible influencia de otros países, que podrían desestabilizar las políticas del reino. Estaba decidido a decirle que su hermano Joseph no era una persona indicada para formar parte del Consejo, dados sus… antecedentes. Esperaba que el joven le escuchara, pues sabía que había respetado su palabra en ocasiones anteriores.

Joseph rehusó acompañarlos, con la excusa de uno de sus conocidos dolores de cabeza. Todos sabían que odiaba pescar, pero Peter lo dejó pasar con una sonrisa y una palmada alegre en la espalda de su hermano.

Este se encogió con disgusto ante su contacto, aunque procuró disimular, porque sabía que todos los caballeros de su adorable hermanito los miraban. Fingió una sonrisa apesadumbrada y se llevó una mano a la cabeza, como si sintiera punzadas de dolor.

—Sabes que me encantaría acompañaros —dijo, con voz débil.

—Para compensarme, te haré limpiar todo lo que pesque —respondió el príncipe con una carcajada.

Su hermano disimuló una mueca de disgusto y se hizo acompañar de Conrad de regreso a su dormitorio, desde donde vio a los buenos chicos dirigirse con el anciano camino de su lugar secreto de pesca, allá donde moraban los mejores salmones de la región.

Mientras tanto, Iris y Cassandra decidieron aprovechar la ausencia de los hombres para tomarse un descanso en sus quehaceres domésticos, que tanto agradaban a la joven rubia y tanto detestaba la morena. Ella hubiera disfrutado más del día de pesca, del aire libre y de la conversación sobre batallas que idear menús, charlas sobre el arte de la combinación de flores secas y frescas, o de la caída de las telas sobre el talle según la última moda de París.

Recordó la insidiosa risa de sir Benedikt el día que dijo que debería enfadarse con todos por creer que se quedaría solterona, pero en momentos así comprendía a su tío y su prima cuando insinuaban que no estaba hecha para el matrimonio, si es que este estaba hecho solo de momentos como aquel.

Seguro que encontraría muy divertido encontrarla enfrascada en esos menesteres tan femeninos, según todos se afanaban en señalar, con un delantal de tela oscura para no manchar su vestido de muselina rosada, anotando con paciencia todas y cada una de las ideas de Iris para el baile del sábado, «con letra legible, por favor», como había recalcado su prima.

Apretó tanto el lapicero contra el papel en el que estaba escribiendo que le hizo un agujero.

Iris se volvió hacia ella con una mirada inquisitiva al escuchar su imprecación.

—He tropezado —explicó Cassandra con lo que pretendió que pareciera una sonrisa inocente.

Su prima se encogió de hombros y siguió adelante con su dictado, como si no hubiera ocurrido nada. Sería el ama de casa perfecta que dictaban todos los manuales de comportamiento en cuanto el conde Charles diera el paso, pensó Cassandra. Y los dos serían tan felices como aburridos el resto de sus vidas, añadió una parte traviesa de su cerebro.

—¿Por qué sonríes así?

Cassandra hizo un esfuerzo por borrar su sonrisa. No había notado que Iris había dejado de hablar y que la miraba con los brazos en jarras, como si leyera todas y cada una de las palabras que se paseaban por su cabeza.

—¡Oh, pensaba en los elegantes caballeros del príncipe metidos en barro hasta las rodillas y sacándole las tripas a esos pobres peces, y en que tendremos que comernos todo lo que pesquen!

Iris no pareció demasiado convencida, aunque la imagen que se dibujó en su mente la hizo reír también: el fino conde Charles, con su pulcro aspecto, luchando contra un salmón.

—Mi padre sabe cómo igualar a los hombres, sea cual sea su categoría —dijo entre risas.

—Ojalá encontrara la fórmula para igualar los orgullos —añadió Cassandra con un brillo risueño en la mirada, retomando la libreta y la lista de quehaceres para la fiesta de disfraces del sábado.

—¿Me permitís que os acompañe, señoras? Me aburro y tal vez podría ayudaros en algo.

Las jóvenes se volvieron hacia la voz y se sorprendieron al reconocer a Joseph, que atravesaba el salón con su caminar elegante y una sonrisa amable. Tomó y besó la mano de Cassandra, que lo miró parpadeando por la sorpresa al no notar ningún síntoma de malestar en su aspecto.

—Veo que os habéis recuperado de un modo admirable de vuestra migraña, señor.

Él la miró con el ceño fruncido, como si no supiera a qué se refería, aunque luego rio al recordar la excusa que le había dado a su hermano para escapar de la terrible excursión. Se llevó una mano al pecho y agachó la cabeza en una reverencia burlona.

—Os ruego que no me delatéis ante mi hermano. Lo cierto es que prefiero disfrutar de vuestra compañía que de la de unos viscosos peces —añadió con una sonrisa torcida, clavando los ojos azules en los suyos.

Cassandra sonrió a su vez, pasándole la libreta y el lápiz.

—Ya que os ofrecéis de modo tan amable, estoy convencida de que mi prima os agradecerá vuestra ayuda, caballero. Seguro que tenéis mejor letra que yo.

Iris se sonrojó por el descaro de su prima y trató de arrancarle los utensilios de escritura.

—Por favor, señor, perdonad a mi prima, es incorregible.

Joseph negó con la cabeza y retuvo la mano de Iris durante unos segundos contra su pecho, mirándola con intensidad, haciendo que se sonrojara hasta la raíz del cabello.

—Querida señorita Ravenstook, no se me ocurre mejor modo de pasar mi tiempo que ejerciendo de ayudante de unas damas tan hermosas.

Cuando él se adelantó preguntando sobre menús, telas y flores, Cassandra e Iris intercambiaron una sonrisa cómplice. Aquel hombre encantador y simpático con fama de huraño era toda una sorpresa para ellas.

—Te he dicho que no pienso meterme ahí. Por mí, esos salmones pueden vivir tranquilos por los siglos de los siglos —dijo Benedikt pasando la página del libro que leía, mientras se refugiaba del sol bajo un frondoso roble, aunque de tanto en tanto lanzaba ocasionales miradas a sus camaradas y al príncipe, que hacían el ridículo más absoluto con sus cañas al tratar de pescar algo sin tener la más mínima idea de cómo hacerlo.

—Entonces te quedarás sin cenar, amigo —dijo el príncipe, que estaba empapado de pies a cabeza, ya que se había caído al agua al menos en dos ocasiones.

Benedikt enarcó una ceja pelirroja.

—Nunca he oído que un poco de ayuno sea perjudicial para nadie —respondió, sin apartar la vista del libro, aunque no sabía ni lo que estaba leyendo. Era imposible concentrarse con tanto ruido. Y si él no podía leer, los salmones debían de haber escapado a millas de distancia a esas alturas.

Lord Ravenstook aseguraba que no volverían a casa hasta que lograran pescar algo.

Benedikt alzó la vista hacia el cielo. Era más de mediodía. Se preguntó si debería haber llevado la tienda para acampar, porque se temía que pasaría allí media vida.

Con un suspiro, dejó el libro a un lado y pensó en el ridículo modo en que estaba llevando Charles el cortejo de Iris Ravenstook. O el no cortejo. Para empezar, si tan claro tenía que la quería, debería decírselo, sin importarle lo que viejos amargados como él creyeran sobre el amor, pensó con una sonrisa. Al fin y al cabo, ¿qué sabía él del amor, si nunca había conocido a ninguna mujer que le hubiera interesado más allá de una noche o un par de ellas, a lo sumo? Charles ni siquiera debería pedirle consejo sobre mujeres, porque no sabía nada de ellas. Ni le interesaban, ni quería que le interesaran.

Con un gruñido satisfecho, volvió a tomar el libro y trató de concentrarse en él.

Pero él era una cosa y Charles, otra muy distinta. Él parecía feliz. Y a la joven parecía gustarle. Si ambos eran ridículamente felices en ese estado de fantasía color de rosa llamado amor, ¿por qué no decidirse de una vez?

Un salpicón de agua helada le atrajo al presente.

Charles dejó caer un bicho aún vivo y palpitante sobre su regazo, arruinando el libro que había cogido prestado de la biblioteca de su anfitrión y que tenía abierto sobre las piernas.

Se levantó de un salto a causa de la impresión, mirando al animal agonizante que salpicaba agua y se retorcía a sus pies. En un impulso, lo cogió y lo volvió a soltar en el río.

—¿Estás loco? Me ha costado horas pescarlo, iba a ser mi cena y la de la señorita Iris.

Benedikt se limpió las manos en el pantalón, aunque al llevárselas a la nariz pudo comprobar que el olor permanecería allí hasta que pudiera darse un baño caliente, a ser posible con alguna de sus esencias más caras.

—Bonito regalo para una enamorada, un pez muerto —dijo con socarronería—. ¿Dónde quedaron los clásicos como las flores y las joyas?

Charles se sonrojó y lanzó una mirada hacia lord Ravenstook, que parecía no haber escuchado nada, y seguía concentrado en lo alto de una solitaria roca donde había colocado una silla nada más llegar y de donde no se había movido desde entonces. A su lado, en una cesta tejida con juncos, había tres hermosos salmones que atestiguaban su destreza en el noble arte de la pesca.

—¿Acaso pretendes que se entere toda Inglaterra?

Benedikt le quitó el corbatín a Charles y se lo pasó por las manos, tratando otra vez de quitarse el pestilente olor del pescado de ellas, sin conseguirlo.

—Lo que pretendo es que se lo digas a Iris de una maldita vez. A este paso se te adelantará algún guapo muchacho del condado y se llevará el premio, la dote y la herencia.

Charles entrecerró los ojos y recuperó su corbatín de un tirón, aunque, tras olisquearlo, se lo devolvió.

—Debes de estar pasándotelo de miedo con mis problemas —rezongó.

—¡Oh, sí! No me divertía tanto desde Waterloo —respondió el escocés recordando las noches tras la batalla, luchando contra la fiebre causada por la herida, no tan lejanas—. Hablando en serio, no dejes pasar la oportunidad, muchacho. Puede que creas que soy un viejo descreído, pero tengo ojos para ver y puedo ver que a ella le gustas, aunque sea un poquito. Aprovecha que todavía no se ha dado cuenta de tus muchos defectos.

El joven lo miró sorprendido por sus palabras, su enfado evaporado como una tormenta de verano.

—Es cierto que debes de estar envejeciendo, Ben, porque incluso hablas como un romántico, animándome a soportar el yugo, como decías hace no tanto tiempo —añadió con tono burlón.

Benedikt entrecerró los ojos.

—No me tientes a demostrarte que, a pesar de mi edad, aún puedo darte más de una lección, muchacho. Solo tengo diez años más que tú. En cuanto a lo de animarte… vas a hacerlo de todos modos, así que será mejor que te acompañe en el sentimiento. Al fin y al cabo, somos amigos.

Un chapoteo especialmente fuerte atrajo la mirada de los dos hombres, que observaron una nueva caída del príncipe en el agua. Incluso el anciano lord Ravenstook salió de su concentrado estado para observarle y reírse de su desastrado aspecto.

—¡Derrotado por un pez! —exclamó Peter entre risas.

Charles rio también, mientras corría a ayudar a su señor.

Benedikt se preguntó con un suspiro si algún día su príncipe mostraría algo de la dignidad que mostró su padre e, incluso, el bastardo.

Porque Peter era simpático, agradable, de risa fácil y seductor, pero esos atributos no siempre eran lo único deseable en un monarca. Cuando regresara a Rultinia y fuera coronado debía demostrar que merecía su corona.

Con un suspiro, dejó lo que quedaba del libro y se acercó a Charles y Peter para escuchar la historia de la asombrosa lucha de su príncipe contra el salmón que le había derrotado. A su pesar, pensó que el destino de Rultinia sería muy triste si un pez era capaz de acabar con él con tanta facilidad y él lo contaba con tanta alegría. Joseph estaría contento de escucharlo.

Lord Ravenstook rio y le palmeó la espalda.

—Todos los pescadores hemos sufrido derrotas semejantes, Peter, no debéis avergonzaros. La pesca es el arte de la paciencia, debéis recordarlo, os vendrá bien cuando volváis a Rultinia.

Peter lo miró con sorpresa antes de estallar en carcajadas.

—¿Estáis tratando de soltarme un sermón, lord Ravenstook? Os recuerdo que para eso ya tengo a sir Benedikt, que es lo más parecido a una niñera que hay en mi séquito. Deberíais escuchar las cosas que me dice a veces, es peor que una madre gruñona.

Lord Leonard Ravenstook se sonrojó sin poder evitarlo al notar el tono de condescendencia del príncipe al hablar del caballero escocés. Por suerte este estaba lo bastante lejos como para escucharlo.

—Jamás osaría entrometerme en vuestros asuntos, Alteza…

—Pues no lo hagáis —replicó el príncipe, con tono tenso, aunque muy pronto lo desmintió con una sonrisa y una palmada en el brazo del anciano, que lo miró desconcertado.

Mientras se preparaban para el regreso a la mansión, lord Ravenstook se preguntaba en qué se había equivocado a la hora de abordar al príncipe. Aunque luego pensó que lo que ocurría era que Peter quizás no estaba preparado para gobernar un país, dada su inmadurez e inconsciencia. Si no fuera por sus caballeros, según él mismo aseguraba, en ese mismo instante estaría muerto, y era evidente que lo último que tenía en mente en ese momento era gobernar. Y en ese caso, tal vez Joseph no era tan mala opción, después de todo.

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