Читать книгу Mi honorable caballero - Mi digno príncipe - Arwen Grey - Страница 17

Doce

Оглавление

Joseph hizo una finta con su sable. Bruno apenas pudo detener la estocada de su señor, evitando el corte en el pecho por apenas unos milímetros. Se lo quitó de encima como pudo, con un burdo empujón, mientras perdía el equilibrio, ocasión que aprovechó Joseph para colocar su sable en el cuello de su rival, más débil a pesar de su mayor peso y envergadura. El joven apretó su sable sin embotar contra la tráquea de su adversario hasta que vio brotar una gota de brillante sangre roja y los ojos de Bruno se abrieron de par en par a causa del terror, sin saber si aquella vez su señor sabría controlar sus impulsos.

—Señor —dijo Conrad a sus espaldas, llamando su atención. Sus ojos delataban su miedo, aunque fingió ligereza al tenderle un paño húmedo y caliente con el que secarse el sudor—. Será mejor que os refresquéis si no queréis llegar tarde a la comida.

Joseph lo ignoró durante unos segundos eternos, mientras giraba la cabeza hacia un lado y apretaba la punta del sable todavía un poco más, haciendo que la gota de sangre se convirtiera en un pequeño hilillo que corría por el cuello de su criado.

Bruno se estremeció de terror, sin poder evitar que su mirada se paseara de su señor a Conrad, suplicando su ayuda.

Al verlo, Joseph pareció volver en sí con una sonrisa de pesar. Apartó el sable, miró el filo sucio de sangre y se lo lanzó a Bruno con una mueca de asco. Luego extendió una mano y se la ofreció a Bruno para que se levantara. Este la miró durante unos segundos antes de tomarla e impulsarse para ponerse en pie. Miró a su señor desde una distancia prudente.

—Por favor, discúlpame, Bruno, no sé qué me ha ocurrido —se disculpó Joseph sin poder apartar la mirada de la herida todavía sangrante en el cuello de su ayudante.

Antes de que pudieran detenerle, Joseph se alejó con paso rápido rumbo a la mansión, mientras Conrad y Bruno le miraban sorprendidos.

Conrad no se detuvo para ayudar a su camarada, sino que siguió a su señor al interior de la casa y se apresuró a prepararle un baño rápido y la ropa que usaría durante la comida.

Desde la noche del baile, su señor no había salido del dormitorio y esa mañana parecía sentirse como un león enjaulado, preso de una insólita energía. No le extrañaba que hubiera perdido el control en la lucha contra Bruno, ya que Joseph era un gran espadachín y en ocasiones perdía la noción de la realidad cuando luchaba, olvidando que se trataba de un mero entrenamiento.

—Señor…

—¿Sí?

Conrad dudó unos instantes mientras añadía un poco más de agua fría al baño. Joseph gruñó al sentir el agua cayendo por su cuerpo, tenso por la excitación y la exaltación del ejercicio. Todavía tenía el ceño fruncido por lo que había ocurrido y apenas había pronunciado una palabra desde el incidente con Bruno.

—Quizá deberíais salir más de vuestro dormitorio y mezclaros con los demás habitantes de la casa. Estáis demasiado tenso y eso os provoca…

Joseph abrió los ojos y clavó una mirada tan fría en su criado que este se arrepintió al instante de haber hablado.

—¿Desde cuándo tienes derecho a inmiscuirte en mis asuntos personales? Maldito seas.

Conrad se estremeció ante su mirada y su tono. Joseph sonrió y le lanzó el trapo que había estado usando para restregarse el cuerpo, empapándole el frente de la camisa.

—Me alegra que te preocupes tanto por mí. Eres un buen hombre, Conrad. Y ahora sé bueno y prepárame la ropa. Creo que tienes razón en cuanto a lo de mezclarme con los demás. A estas alturas lord Ravenstook y esas muchachas deben de pensar que soy un ermitaño. ¿Sabes? Creo que voy a pedirles que me lleven a visitar esas famosas ruinas, ¿qué te parece?

El criado asintió, aunque no pudo evitar notar que había un cierto tono forzado en su voz.

—Os sentará bien el paseo, señor.

—Conrad… dile a Bruno que lo siento, por favor.

El criado sonrió.

—Estoy seguro de que él sabe que no deseabais hacerle daño, señor.

Joseph sonrió.

—Supongo que no —respondió antes de salir de la habitación rumbo al comedor.

Cassandra se sorprendió cuando vio que Iris se levantaba y se preparaba para bajar a comer con los demás.

Se acercó a ella y le tomó una mano. La joven rubia le devolvió el apretón con sorprendente fuerza y le sonrió.

—Avisa a Susan para que me ayude a peinarme, por favor.

—¿Estás segura de que estás bien?

Iris intentó tranquilizar a su prima, pero no pudo evitar un ligero temblor en su voz al responder que debía parecer fuerte para no preocupar a su padre más de lo debido. Cassandra comprendió que tenía razón, si Iris no aparecía pronto, habría demasiados rumores en los alrededores, si no los había ya.

—Iré a buscar a Susan y a avisar a Ursula de que bajarás a comer. Mi tío estará encantado de no tener que avisar al doctor. Ayer sospechaba de una terrible epidemia —comentó, aparentando una ligereza que no sentía.

Mientras dejaba a su prima a solas, se preguntaba cómo reaccionaría al encontrarse entre los invitados de su padre, ya que todavía creía que entre ellos podía encontrarse el que la había atacado la noche de la fiesta. ¿Sabría controlar sus emociones por el bien de su padre?

Y sir Benedikt, que le había jurado encontrar al culpable, ¿habría hecho ya algo para hacerle pagar sus culpas, como había prometido?

Con un arrebato de furia se preguntó por qué en las últimas semanas cada cadena de pensamientos le llevaba a ese irritante caballero. De acuerdo en que le debía un enorme favor y no era tan superficial y ridículo como siempre había creído, pero nada de ello justificaba que siempre anduviera rondando su mente.

Tal vez se debía a que lo sucedido a su prima llenaba cada hora y minuto de sus pensamientos, y él estaba muy implicado en todo lo que había ocurrido, luego era lógico que él estuviera enredado en ellos.

Quizás por eso incluso había soñado con él esa noche. O al menos creía que era él. Al principio se trataba del caballero burlón del baile, aquel del que ella se había burlado diciéndole que tenía patas de cabra. El muy patán le había prometido un baile y después no había osado volver a aparecer. Luego, sin saber el motivo, ese caballero misterioso se había convertido en sir Benedikt, y ya no llevaba aquel absurdo disfraz de dios romano, sino que estaba tal cual lo había visto la tarde anterior, en su dormitorio, con la camisa húmeda, transparente a la luz del fuego, el cabello convertido en llamas y los ojos en cálidas esmeraldas, acercándose cada vez más, tocándola como aquel día en las ruinas de la abadía.

Y ella había sentido calor. Mucho calor. Sobre todo cuando recordó que él casi… ¿Casi qué?

Cassandra se detuvo de golpe al darse cuenta de hacia dónde se dirigían sus pensamientos y de dónde se encontraba.

De hecho, hacía varios minutos que Ursula le hablaba y ella no tenía ni la más mínima idea de lo que le estaba diciendo.

Sintió que se sonrojaba como no le sucedía desde hacía años. Como nunca le había ocurrido, de hecho. Con auténtico pánico, se llevó la mano al pecho y se preguntó si no estaría empezando a sentir algo por aquel maldito escocés. Imposible. Impensable. Antes prefería… bien, no sabía qué prefería, pero en todo caso no podía sentir nada por él que no fuera agradecimiento. Él no la soportaba, ni ella a él. Sentir algo por sir Benedikt que fuera más allá de una ligera amistad sería un error, sobre todo cuando él se marcharía muy pronto a su país.

Iris paseaba por la galería del piso superior, tal vez esperando a su prima, ya que miraba en dirección a su dormitorio una y otra vez, cuando la vio. Ver su aire de miedo e intranquilidad le encogió el corazón. Ninguna mujer debería tener miedo en su propio hogar, a sus propios invitados.

Sintió un ramalazo de ternura al verla inclinar la cabeza hacia un lado para contemplar con aire pensativo el retrato de una joven belleza rubia, quizás buscando un posible parecido, mientras un rayo de sol incidía de manera oblicua en su cabello, haciendo que brillara, casi formando un halo a su alrededor.

Charles avanzó hacia ella, carraspeando justo antes de llegar a su altura, por temor a asustarla si le hablaba de pronto, sin avisarla de su presencia, pero como si hubiera notado que se trataba de él, apenas se giró para mirarle con una sonrisa, admitiéndole a su lado, y se volvió de nuevo a contemplar el retrato. Le sorprendió una acogida tan cálida después del modo en que se habían despedido la última vez, pero no iba a quejarse por el hecho de que le sonriera de una manera tan dulce.

—Se trata de mi madre —explicó—. Mi padre dice que somos muy parecidas, pero yo creo que ella era mucho más hermosa. ¿No os lo parece?

Charles contempló el retrato, preguntándose si era de verdad tan inocente como parecía al preguntarle eso o si buscaba cumplidos como esas mujeres frívolas de la corte. La miró de reojo, pero no pudo apreciar en ella dobleces ni sonrisas vacías. Parecía creer de verdad lo que había dicho. Se concentró en la pintura, que representaba a una mujer rubia, muy parecida a Iris, aunque algo mayor y más regordeta. Tenía una mirada más alegre y había algo de picardía en su boca llena.

—Vuestra madre era una mujer hermosa, señora —respondió—. Pero debo deciros que ni la mismísima Venus sería más bella que vos ante mis ojos. Yo… no soy un poeta, y Ben dice que decir estas cosas solo consigue espantar a las mujeres, pero…

Charles no pudo mantener durante más tiempo aquella fachada de tranquila contemplación de pinturas. Se volvió hacia Iris, que permanecía con los azules ojos clavados en el cuadro y parecía incapaz de mirarle.

—Iris. Iris, por favor. Os amo. Si vos no sentís lo mismo… —Su voz se cortó mientras agachaba la cabeza y trataba de ahogar los pensamientos que le acecharon durante unos segundos. ¿Era posible que ella no dijera nada?—. Si vos no sentís lo mismo…

Sintió una mano tibia sobre sus labios, haciéndole callar. Alzó la mirada y sus ojos se toparon con los de ella, brillantes y llenos de dulce incredulidad.

—¿Sentir lo mismo, decís? ¿Acaso podría no amaros?

—¡Oh, amor mío! —gimió él tomándola entre sus brazos, incrédulo al saber que ella le correspondía—. ¿Es posible tanta felicidad?

Un carraspeo hizo que se separaran como si los hubiera tocado un rayo.

—Siento haber interrumpido un momento tan tierno. Por favor, no quisiera incomodaros —dijo Joseph desde la otra punta de la galería, donde contemplaba, absorto, un retrato de lord Leonard de joven.

Iris se sonrojó violentamente al reconocer al hermano del príncipe, que se había vuelto con serenidad hacia otro de los cuadros que colgaban de la pared, ajeno al parecer a lo que ocurría a unos metros de distancia. Como si se diera cuenta por sus expresiones de incomodidad y por sus rostros sonrojados de que algo importante había sucedido, de pronto se acercó a ellos y le tomó una mano y se la besó casi con violencia.

—Mi señora, supongo que debo felicitaros —le dijo mirándola a los ojos con una sonrisa ladeada—. Y a vos también, conde.

Iris clavó la mirada en la mano que él todavía sostenía, aunque lo hacía con aire distraído, mientras su mente, por algún extraño motivo, le gritaba que se soltara.

Charles hizo una reverencia con la cabeza y aceptó la felicitación, si no con calidez, sí con exquisita educación. Al fin y al cabo, no dejaba de ser el hermano de su señor, y le debía respeto.

—Os lleváis a una de las rosas más hermosas del rosal, sin duda. Os deseo la mayor de las felicidades a los dos —dijo Joseph antes de marcharse con un gesto amable.

Iris se estremeció sin saber el motivo, aunque Charles no pareció notarlo. Cuando aprovechó que volvían a estar solos para besarla, olvidó su momentánea inquietud.

Cassandra comenzaba a subir las escaleras cuando escuchó las voces provenientes de la galería superior. Apenas había acabado de subirlas cuando se detuvieron.

Estaba a punto de llegar a la galería cuando se cruzó con Joseph, que canturreaba por lo bajo una canción desafinada y parecía estar de excelente humor. Una sonrisa ladeada se dibujó en sus labios al reconocerla.

—Señora mía —dijo Joseph con voz meliflua—, ¿seríais tan amable de acompañarme al salón, por favor?

Cassandra lanzó una mirada hacia la galería, pero no se escuchaba ningún ruido más proveniente de allí. ¿Acaso lo había imaginado todo?

Joseph esperaba, con la sonrisa bailándole todavía en los labios, gruesos y atractivos a su modo. Era un hombre guapo, muy parecido a su hermano en muchos aspectos. Sin embargo, esa aura inquietante que exhalaba en ocasiones la asustaba.

—Claro, caballero. Será un placer —respondió, tomando el brazo que él le ofrecía.

—Acabo de ver a vuestra prima en la galería. La he visto muy bien acompañada.

Cassandra lo miró con aire intrigado, pero él no se dignó a seguir hablando, y ella tampoco quería parecer curiosa. Si lo que pretendía era sonsacarle algún tipo de información, había dado con la persona equivocada.

—Os mostráis insólitamente callada para ser una mujer de enorme ingenio, como dicen —dijo él de pronto.

Ella alzó la cabeza para mirarlo. Se encontraban en el pasillo que conducía al comedor, vacío a esas horas, lo cual era extraño.

—¿En serio? ¿Y quién lo dice?

Él alzó la mano y acarició su barbilla, provocándole un estremecimiento que no supo si fue de sorpresa o de placer. Pero no se apartó, temiendo que él lo considerara un gesto de rechazo deliberado. Sin embargo, tampoco quería que pensara que aceptaba sus caricias, de modo que, al cabo de unos segundos, dio un paso atrás y continuó andando hacia el salón, como él le había pedido.

—¿Os apetece acompañarme algún día a las ruinas de la abadía? Tengo entendido que es un lugar muy romántico. Vos y vuestra prima me lo prometisteis en cierto modo, pero creo que ella estará ocupada en adelante.

Cassandra pensó que aquella conversación, así como su mirada, se estaban tornando extrañas. No quería aceptar ese paseo si con ello iba a darle pie a pensar que aceptaba otro tipo de acercamiento. Se alejó con disimulo dos pasos y carraspeó.

—Creo que voy a ir a buscar a mi tío a su despacho. Tengo que comprobar si el menú es de su gusto. Si me disculpáis —se despidió con una reverencia, deseando que no se notara que casi corría.

Joseph la siguió con la mirada, lamentando haberse precipitado al dejar entrever su interés demasiado pronto. Era cierto que esa dama le interesaba, pero dudaba que perteneciera a ese tipo de mujeres con las que funcionaba la precipitación, y él temía haber sido demasiado torpe.

Benedikt la esperaba en el vestíbulo y a punto estuvo de abrazarla del alivio que sintió al ver que se encontraba sana y salva.

Cuando la había visto bajar las escaleras y dirigirse hacia Dios sabía dónde con Joseph, había estado a punto de seguirlos, sable en mano. Al final decidió hacerlo a una distancia prudencial e intervenir solo en el caso de que ella pareciera en peligro.

—No quiero que volváis a quedaros a solas con el bastardo nunca más. Jurádmelo —dijo en un tono quizás demasiado seco y dominante en cuanto la vio, apuntándole con un dedo.

Cassandra se detuvo con brusquedad y lo miró con una sonrisa burlona.

—Buenos días a vos también, sir Benedikt —dijo, pasando a su lado y evitando su mano por los pelos.

Él suspiró de impaciencia.

—No estoy bromeando, Cassandra. ¿Os hizo algo en el pasillo?

Ella casi le confesó que la había tocado y que le había propuesto una excursión a la abadía, así como lo incómoda que la había hecho sentir, pero prefirió seguir bromeando para aligerar su propio malestar.

—Cuidado, caballero, cualquiera pensaría que estáis celoso.

No supo si fue porque ella casi había dado en el blanco con sus palabras, ya que le había molestado sobremanera que Joseph la tocara y ella no se apartara, o por su mirada burlona, pero Benedikt le agarró el brazo con una fuerza excesiva dadas las circunstancias, y la acercó a sí hasta que sus miradas estuvieron a escasos centímetros la una de la otra.

—Olvidáis que Joseph y sus hombres también iban vestidos como nosotros la noche del baile —dijo él con voz ronca e innecesariamente agresiva.

Ella se zafó de su mano y se frotó el brazo allí donde la había tocado. No le había hecho daño, pero necesitaba hacer algo con las manos, algo que ocultara su temblor.

—Eso es absurdo —murmuró furiosa, incapaz de mirarle—, él se retiró mucho antes de que sucediera lo de mi prima. Si hay alguien de quien jamás podría sospechar, es de Joseph.

—Cassandra… —comenzó él—, no debéis fiaros de nadie.

Ella alzó una mano y la plantó ante su rostro.

—No, no quiero hablaros, no quiero veros. Si no debo fiarme de nadie, tampoco voy a fiarme de vos y de vuestro odio insensato por un hombre que no ha hecho nada malo. Dejadme sola, por favor.

Benedikt apretó los dientes, sin saber cómo defender su postura. Era cierto que tenía motivos para culparle de parcialidad, ya que no comprendía nada de lo que había ocurrido en Rultinia antes y durante la guerra. En cuanto al ataque de Iris, tendría que investigar si era cierto que todos los hombres de Joseph se habían retirado temprano, tal y como ella aseguraba.

—Lamento que penséis que pueda juzgar a un hombre por falsas premisas. Os juro por mi honor que todo lo que sé de Joseph está basado en pruebas, pero quién soy yo para intentar convenceros de nada —añadió con una risa irónica.

Cassandra no lo vio, pero escuchó el entrechocar de sus tacones antes de que él abandonara la casa, quizás rumbo a los establos.

—Los hombres y su honor… —masculló ella entre dientes, prefiriendo centrarse en su enfado hacia sir Benedikt que en la desconfianza que comenzaba a sentir en el interior del pecho. Porque, como él decía, empezaba a pensar que ya no podía fiarse de nadie.

Cassandra subió las escaleras hasta el piso superior para reunirse con su prima. Le había prometido reunirse con ella antes de la comida y acompañarla en todo momento, y por ahora le estaba fallando estrepitosamente. Estaba tan alterada por su encuentro con Joseph y su posterior discusión con sir Benedikt que no se dio cuenta de que Iris no estaba sola hasta que fue demasiado tarde.

—¡Oh, Dios santo! Lo… lo siento mucho —exclamó, volviéndose de espaldas al ver que estaba interrumpiendo una escena íntima entre la joven y el conde Charles, que la besaba de una manera nada fraternal.

Cogidos in fraganti, los dos se separaron como tocados por un rayo, aunque fueron incapaces de romper del todo el contacto entre sí, y permanecieron con las manos unidas.

—Cassandra, por favor. No vayas a pensar nada malo. Charles… el conde y yo…

Cassandra, sin volverse, alzó una mano y la agitó como para quitarle importancia a sus palabras.

—Siempre que tú hayas aceptado libremente sus atenciones, lo que hagas no es asunto mío, pero recuerda que estás en un lugar de paso público y que tu padre podría veros.

Iris soltó a Charles y se acercó a su prima, que parecía incapaz de mirarlos.

—Querida prima, no entiendo tu vergüenza. Creía que tú eras más mundana que yo en estos asuntos, y más todavía después de lo que vi anoche, a la luz del fuego. ¿Qué diría padre si supiera que estuviste con un hombre en camisa en mi dormitorio? —le susurró al oído con una sonrisa casi demasiado inocente.

Cassandra abrió los ojos de par en par y se volvió hacia ella, las mejillas encendidas en rubor. ¿Era posible que Iris hubiera presenciado el momento en que sir Benedikt y ella habían estado a punto de…?

—¿Cómo es posible que vieras algo si estabas dormida? —Se calló al ver la sonrisa burlona de su prima. Con sus palabras estaba admitiendo más de lo que había ocurrido en realidad—. En todo caso, no ocurrió nada. Y ahora, explícame qué haces aquí abrazada a este conde —añadió señalando a Charles, que trataba de ocultar una sonrisa tras la mano. Era evidente por su sonrojo, y por el modo en que evitaba mirarlos de frente, que Cassandra era una mujer mucho más pudorosa de lo que daban a entender sus palabras abiertas y sus ligeras peleas con Benedikt.

Iris admitió el cambio de tema y volvió junto a Charles, que la envolvió con un brazo.

—Felicitadnos, prima —dijo él con una sonrisa resplandeciente y bajando la cabeza en una reverencia a medio camino entre la burla y la formalidad.

Cassandra tardó unos segundos en comprender lo que él quería decir. Paseó su mirada incrédula de uno a otro, sin saber muy bien cuál de los dos parecía más feliz. ¿Era posible que, pese a todo, él le hubiera pedido a Iris que fuera su esposa?

Iris le tendió una mano y tomó la suya, apretándosela con fuerza, incapaz de reprimir durante más tiempo su felicidad.

Cassandra olvidó durante unos instantes el temor ante la negra amenaza del atacante, del posible deshonor de su prima, su irritación hacia sir Benedikt y todo lo demás. Había cosas que todavía podían marchar bien, después de todo, pensó mientras abrazaba a Iris y se dejaba besar por un tímido conde Charles.

Mi honorable caballero - Mi digno príncipe

Подняться наверх