Читать книгу Mi honorable caballero - Mi digno príncipe - Arwen Grey - Страница 13
Ocho
Оглавление—De entre todas las celebraciones absurdas del mundo, la más absurda de todas es, sin dudarlo, un baile de disfraces —rezongó Benedikt apartando a un lado la máscara de brillante material dorado, que hacía que le picara el rostro y le dificultaba la respiración.
Además de la incómoda máscara en forma de sol que cubría casi todo el rostro, al elegir los disfraces, las jóvenes Ravenstook, pues no dudaba que habían sido ellas las que los habían escogido, no habían pensado precisamente en la comodidad ni en que los caballeros de la guardia de Rultinia debían ir armados por si alguien decidía atacar a su señor. ¿En qué lugar de esa dichosa túnica podía colgarse un sable o enfundarse una pistola?
Por no hablar de la temática.
Dioses antiguos.
Dioses antiguos semidesnudos, vestidos con túnicas sedosas que se transparentarían a la luz tenue de los candelabros.
A pesar del desconcierto inicial, Benedikt pensó con regocijo si Cassandra Ravenstook, la más juiciosa de las dos, había pensado en esa particularidad de las telas al idear el tema de los disfraces, o si había sido Iris la que, obnubilada por la idea de ver a su amado coronado por laureles y con mucha piel al aire, no había hecho caso a las objeciones de su prima.
De pronto pensó que ella también llevaría una túnica similar, apenas más tupida que las que llevarían ellos. La idea de ver esa piel clara y lustrosa al aire le hizo pensar en cosas muy propias de un dios pagano.
—¡Por Zeus que esto no me lo pierdo! —exclamó recogiendo su máscara y colocándosela sobre el rostro.
Al pasar junto a un espejo y ver su reflejo vestido con una túnica de color marfil que apenas le cubría hasta las rodillas y dejaba los brazos desnudos, sujeta con un cinturón de cuero y discos de bronce con incrustaciones de piedras que imitaban a las gemas preciosas, y los pies calzados con unas sandalias con cintas doradas, pensó que no estaba mal del todo. Incluso se sentía poderoso.
—Iris, creo que los disfraces que nos han enviado no son como nos los describieron…
Cassandra contempló su reflejo y recordó la descripción de la modista y del catálogo: «Dioses de la antigua Roma. Elegantes y discretos. Decorosos».
—¿Tú crees que esto es decoroso?
Iris se volvió al fin hacia su prima al notar el tono escandalizado en su voz. Y al hacerlo no pudo menos que llevarse la mano al pecho por la impresión.
—¡Oh, Dios mío! Es… es…
—Puedes decirlo… es digno de la mismísima Josefina. No podemos salir así, o pensarán que somos… ya sabes —añadió bajando la voz.
Iris no pudo evitar reír ante el súbito ataque de pudor de su prima. A veces era tan puritana que la sorprendía. Sin embargo, a ella no le parecía que el caso fuera tan exagerado. Cierto que la tela era algo transparente, y que la falda era demasiado corta. De hecho, la vaporosa tela dejaba al descubierto sus tobillos y los brazos. Los tirantes se limitaban a ser meros cordones dorados que además ceñían la tela al cuerpo de una manera casi demasiado incitante, pero Cassandra, con su cuerpo delgado y fibroso, estaba hermosa. Cuando se calzara las sandalias de cintas doradas y se recogiera el cabello estaría maravillosa. Ella, en cambio, al ser más rolliza, no estaría ni la mitad de bien que su prima, pues sus brazos no estaban tan bien torneados ni sus tobillos eran tan finos.
—¡Iris! ¿No estarás pensando en serio en salir así? ¡Lo veo en tu mirada!
Iris se sonrojó, no sabía que sus pensamientos fueran tan transparentes.
—¡Oh, vamos, si todos los caballeros van vestidos de dioses y nosotras de pastoras como siempre, desentonaremos! Y les dijimos a todos los demás invitados que el tema era ese, así que ahora no podemos echarnos atrás.
Cassandra frunció el ceño.
—Es la excusa más endeble que he escuchado en mi vida. Sabes muy bien que los invitados vendrán vestidos como les venga en gana, y que no seríamos las únicas pastoras.
Iris le tomó la mano y se la apretó con fuerza, sus ojos azules llenos de súplica. Cassandra sintió, como siempre que la miraba así, que su voluntad se ablandaba por momentos, como su prima sabía muy bien que sucedería, no en vano usaba esa táctica en momentos de apuro.
—Hazlo por mí —dijo Iris, reforzando su gesto con un leve temblor en la voz, que hizo el resto.
Cassandra no tuvo más remedio que dar su brazo a torcer, aunque no antes de arrancarle la promesa de que devolverían los disfraces o al menos harían una queja formal a su modista.
Cassandra agradeció a los auténticos dioses que esa noche la temperatura fuera más que agradable, ya que la vaporosa tela de su falda dejaba pasar cada pequeña corriente de aire que atravesaba el salón de baile, decorado con hojas de laurel, estatuas de dioses, geniecillos y columnatas falsas, haciendo que se estremeciera y se le erizara el vello por el frío.
Se preguntó si Iris se tomaría a mal que subiera a recoger un chal, si procuraba que este no desentonara con la temática de la fiesta.
Mientras atravesaba el salón, parapetada tras su máscara con forma de luna plateada, observó que los asistentes parecían estar pasándolo bien, enfundados en sus túnicas y metidos en su papel de temibles dioses, algunos incluso portando rayos de madera dorada o arcos y flechas, emulando a los auténticos Zeus y Cupido. Su prima, satisfecha por el éxito de su idea, se paseaba feliz del brazo de su padre, radiante y orgullosa como Diana, con su carcaj a la espalda, mostrando sin pudor sus tobillos y hombros desnudos, como si estuviera habituada a ello.
Abandonó el salón y salió al pasillo en penumbra, mucho más frío y solitario.
—Si vuestra prima es Diana, vos debéis de ser Venus —dijo una voz burlona justo en su oído, sobresaltándola.
Cassandra se giró para encontrarse con una figura enmascarada que no se privó de lanzarle una mirada nada decorosa. Agradeció llevar todavía su máscara y la penumbra del pasillo, que ocultaron su rubor y su indignación.
—Y vos debéis de ser el dios Pan, a juzgar por vuestras piernas —replicó, sofocada, sin poder evitar observarle a su vez.
Pudo adivinar que él sonreía, porque vio un destello blanco a través de la rendija que dejaba la máscara en el lugar donde debería estar la boca.
—¿Insinuáis que tengo las piernas peludas y deformes como las de una cabra? —preguntó él arrastrando la voz, de modo que, entre su tono y el modo en que la máscara deformaba su forma de hablar, ella fue incapaz de reconocerle.
Cassandra sintió que sus ojos se desviaban otra vez hacia sus piernas, que no tenían nada de deformes, sino que eran fuertes y bien torneadas. Dios, ¿esas túnicas eran todas tan cortas, o solo lo era la de ese hombre en concreto?
—En vuestro lugar, en adelante yo evitaría las túnicas, os hacen flaco favor.
Iba a alejarse rumbo a su dormitorio, de donde no pensaba salir en un buen rato, o al menos hasta que se le olvidaran los absurdos pensamientos que se le habían pasado por la cabeza en los últimos minutos sobre túnicas y piernas masculinas, cuando él la detuvo con una frase dicha en tono grave y serio.
—¿Me concederéis un baile más tarde, señora?
No podía negarse, por temor a ser descortés con uno de los invitados de su tío, de modo que asintió con la cabeza. Cuando llegara el momento, procuraría librarse de él como fuera. Con un poco de suerte ni siquiera la reconocería entre la multitud. Si ella no había sido capaz de reconocerle en la oscuridad, era imposible que él pudiera reconocerla tampoco.
Como si le leyera el pensamiento, él emitió una risa queda que le recordó remotamente a alguien conocido, aunque no supo identificarle.
—Os buscaré en el momento apropiado, no sufráis —dijo tomándole la mano y besándosela antes de marcharse silbando una tonada desafinada.
Cassandra lo miró marchar con un leve desasosiego.
¿Quién podía ser ese caballero que la había inquietado de esa manera tan desagradable? Había algo en su voz y en su risa que le hacía pensar que se trataba de alguien a quien conocía. Pensó que tal vez se tratara de alguno de los caballeros del príncipe. Ojalá hubiera habido más luz en el pasillo para poder verle con más claridad.
Con un suspiro, comenzó a subir las escaleras rumbo a su dormitorio y hacia la tranquilidad.
* * *
Benedikt se arrancó la máscara y la observó desaparecer escaleras arriba.
—Piernas de cabra… —murmuró entre dientes—. ¿Se creerá acaso que ella es la más hermosa del lugar?
Se le escapó una sonrisa sin querer al ver que se detenía a pocos peldaños del final para desatar una de las sandalias, mostrando una buena porción de la piel blanca y torneada de su pantorrilla. Después, desató la otra y se dirigió con ellas en la mano hacia alguna de las habitaciones, perdiéndose en la oscuridad, ajena a la tensión que había despertado en su incauto observador.
De pronto, el impulso que había sentido de pedirle un baile cobraba un matiz diferente, ya no le parecía una travesura sin sentido la idea de aprovechar la ocasión de zaherirla con sus pullas. Solo imaginar su cuerpo moviéndose entre sus brazos, sentir su piel bajo esa tenue capa de tela a escasos milímetros de sus manos, le causaba una excitación que no sentía desde hacía mucho tiempo.
—¿Qué diablos…? —masculló.
Esa mujer lo sacaba de sí en más de un sentido, y su visita amenazaba con convertirse en un infierno en un momento en que necesitaba la cabeza fría si quería mantener a su señor vivo y gobernando en su país.
Con una maldición, decidió que la señorita Cassandra Ravenstook debía dejar de interesarle desde ese mismo instante.
No se podía negar que el baile había sido todo un éxito. La velada transcurrió de modo agradable para todo el mundo, que aseguró no haberlo pasado mejor en mucho tiempo, para alegría del anfitrión.
Incluso Joseph decidió asistir, y dedicó sendos bailes a Iris y a Cassandra, demostrando que era un excelente bailarín y un conversador amable y simpático cuando quería, a pesar de los rumores de que detestaba semejantes veladas. Se retiró temprano aduciendo uno de sus dolores de cabeza. Su mal aspecto llegó a preocupar a lord Ravenstook, que incluso llegó a ofrecerle los servicios de su médico personal.
—No será necesario, milord —dijo Joseph con una amable reverencia—. No es más que la emoción del baile —añadió con galantería.
—En ese caso, será mejor que os retiréis enseguida —respondió Iris, preocupada.
—Por favor, señora, no os alarméis. No es nada que no se cure con algo de reposo.
Iris le ofreció su mano, que él besó antes de alejarse tras ofrecerle una reverencia y una sonrisa trémula.
—Qué extraño caballero —comentó Cassandra al verle alejarse.
Nadie pareció escuchar sus palabras, pues en ese momento la orquesta comenzó a atacar las primeras notas de la cuadrilla y Charles se acercó con discreción y depositó en la mano de Iris una pequeña nota. Ella se sonrojó al notar el contacto de su mano y también al pensar lo que significaba que él le dejara un mensaje de esa manera. Una cita. Una cita secreta.
Le sonrió y simuló que necesitaba ajustarse las cintas de las sandalias para agacharse y poder leer la nota.
Se trataba de una sencilla esquela escrita con letra rápida y picuda que decía simplemente:
Dentro de media hora junto a los rosales.
C.
Iris se volvió hacia el conde, al que había reconocido a pesar de su disfraz y asintió. Este cabeceó a modo de saludo y se alejó, dejando que los bailarines se aprestaran para la danza.
Iris bailaría con su padre y con Cassandra, que esperaba en vano al caballero misterioso, al que no había vuelto a ver en toda la noche. El doctor Ambrose completaría el cuarteto.
La cuadrilla se formó y avanzó, con más pena que gloria, por el salón, mientras los bailarines contaban para no perder el paso ni romper las figuras.
Iris miraba el reloj que decoraba la repisa de la chimenea. Cassandra, a su vez, miraba a su alrededor en busca de alguien a quien no conocía, aunque vio salir al príncipe y a Charles junto con algunos más de sus hombres, con discreción y sin despedirse de nadie. Miró a su prima, pero esta no parecía haber visto nada y se dedicaba a mirar distraída hacia el reloj una y otra vez, como si esperase algo. Sus compañeros de baile, ajenos a las cuitas de sus hermosas damas, sonreían felices y relajados.
De pronto, Iris se disculpó y se alejó rumbo al jardín, dejando el grupo deshecho, aunque su hueco lo ocupó una vieja vecina de los Ravenstook, ansiosa de bailar con el anfitrión y aprovechar la oportunidad de conocer detalles y cotilleos sobre el apuesto príncipe de Rultinia. Por desgracia, llegó tarde, porque este había desaparecido sin dejar rastro y lord Ravenstook ya no podría presentárselo.
Junto a los rosales la oscuridad era casi absoluta, y la noche arrancaba una fragancia mareante a las hermosas flores, embriagadora en su simplicidad.
Iris, sintiendo que un temblor nervioso amenazaba con hacerla caer, se inclinó sobre las rosas, dejando que su aroma la envolviera, como siempre que necesitaba pensar o calmar una turbación, por pequeña que esta fuera.
—Hermosa noche —dijo una voz ronca a escasos centímetros de donde estaba su cabeza.
Solo entonces se dio cuenta de que había un caballero sentado en el banco que su padre había mandado colocar en la rosaleda, pues su madre, que adoraba las rosas, pasaba allí horas y horas.
—¿Sois vos? —preguntó Iris, sorprendida y asustada por la oscuridad.
Miró hacia atrás. Era tan poco decoroso estar a solas con un hombre allí… Si los descubrían sería un escándalo.
Él no respondió. Como todos los demás caballeros del baile, llevaba una túnica de color marfil y una máscara con forma de sol que le cubría el rostro casi por completo, haciéndolos idénticos entre sí. Sin moverse de donde estaba, se limitó a seguir mirándola a la escasa luz de las antorchas que jalonaban el sendero y que apenas servían para arrancar destellos de ojos y broches dorados.
—Estáis hermosa. Sois hermosa —dijo él con voz ronca y extraña a causa de la máscara.
Sintió más que vio que se levantaba y se acercaba.
Iris se estremeció por sus palabras. Sonaban raras en la voz de Charles, o quizás era su voz la que sonaba rara. En todo caso, si era él, ¿por qué no se quitaba la máscara?
De pronto sintió una mano fría recorriéndole el brazo y se apartó de un salto.
—Lo de estos disfraces ha sido muy buena idea, querida.
Antes de que se diera cuenta, él había deslizado la mano por su hombro y había bajado el tirante de cuerda, dejando una buena porción de pecho al descubierto.
Ella intentó escabullirse de su lado, pero él la amarró contra sí, forcejeando para desvestirla.
—¡No, Charles!
Una risa masculina inundó la rosaleda.
—No, muchacha. No soy vuestro Charles.
Iris boqueó, sintiendo que le costaba incluso respirar a causa del pánico.
—¡Soltadme! —exclamó tras unos instantes, empujándolo con todas sus fuerzas, sin conseguir apartarlo ni un ápice.
Él aflojó un poco su presa, sin soltarla del todo, se quitó la máscara de un ademán displicente y la miró con una sonrisa burlona.
En la penumbra, Iris fue incapaz de reconocer los rasgos de su atacante antes de que se abatiera sobre ella para besarla con voracidad.
Paralizada, la joven solo podía evitar que él hiciera más avances hacia su cuerpo colocando las manos entre ambos, pero sabía que, si quería emplear más fuerza, jamás podría evitar que obtuviera lo que deseaba.
Sintió que las lágrimas humedecían sus ojos, y que su cuerpo perdía su fuerza por momentos, mientras que él, sabiendo que su victoria estaba próxima, la arrastraba hacia un lugar más oscuro todavía.
El sonido del acero al desenvainarse hizo que las manos del extraño se paralizasen sobre su cuerpo.
—Con todo el respeto, señor… —Las palabras sonaron burlonas, aunque serias a la vez—. Soltad a la dama o me temo que no me quedará otro remedio que mataros.
El desconocido se alzó sobre Iris y la observó con una mueca burlona, mirándola de arriba abajo con lástima, aunque con una promesa pintada en la mirada.
—Será un secretito entre vos y yo, ¿verdad, querida? —preguntó, volviendo a colocarse la máscara sobre el rostro para ocultar sus facciones.
Comenzó a alejarse y Benedikt hizo amago de seguirle, pero Iris se tambaleó, llamando su atención. Maldiciendo entre dientes, se dijo que ese tipo no podía ir muy lejos si iba así vestido.
—¿Os encontráis bien?
Iris no respondió, estaba tan aterrada que apenas podía moverse. Ni siquiera se volvió para comprobar que su atacante se había ido de verdad. Cuando el caballero que la había salvado se adelantó hacia la luz para comprobar que no estaba herida, ella saltó de terror, pensando que la atacaría también.
Benedikt guardó su arma y alzó las manos para hacerle entender que no la tocaría si no lo deseaba.
Hacía rato que se había quitado el absurdo disfraz de dios pagano y había vuelto a vestir sus ropas habituales. Había decidido que sería mejor olvidar el baile para no tentar a la suerte. Ya tenía bastantes problemas como para meter en su vida a uno con rizos oscuros y lengua de víbora. Se quitó la guerrera y se la pasó a la joven para que se la pusiera, pues estaba temblando de miedo y frío.
—Os acompañaré adentro. ¿Hay algún lugar por el que no tengamos que atravesar el salón para llegar a vuestro cuarto?
Ella asintió en silencio y comenzó a andar con paso vacilante. A su pesar, tuvo que aceptar la ayuda de Benedikt para caminar, ya que sus piernas apenas la sostenían.
Camino al dormitorio, ella no habló y él mantuvo un silencio tenso y furioso. ¿Quién era ese caballero y cómo había podido caer tan bajo como para osar atacarla en su propia casa?
—¿Estaréis bien si os dejo sola y voy a buscar a vuestra prima?
Iris le tomó la mano y se la apretó sin fuerza.
—Gracias, sir Benedikt —murmuró, pálida y desolada en el umbral de su dormitorio—. Os agradecería que no le dijerais nada a mi padre, no quisiera que se preocupara.
Él asintió con la cabeza y unió los tacones en un gesto marcial que a ella le arrancó una sonrisa a su pesar. No entendía cómo Cassandra tenía tan mal concepto de él.
—Descuidad. Os traeré a vuestra prima en unos instantes, descansad.
Cassandra miró a su alrededor, preocupada. Su prima se había ausentado hacía rato y no había vuelto. Tampoco había vuelto a ver al príncipe ni al conde Charles desde que habían desaparecido durante el baile, por no hablar de sir Benedikt, al que no había visto en toda la noche. Aunque tampoco es que le importara, porque seguro que le hubiera fastidiado la diversión.
Como si el solo hecho de pensar en él hubiera logrado hacer que se materializase ante ella, vio cómo sir Benedikt avanzaba hacia ella, apartando a todos los presentes a su paso con bastante poca delicadeza. No llevaba disfraz ni máscara, sino que iba vestido con su uniforme, la mano apoyada en la empuñadura del sable, el gesto serio y diríase que oscuro. Por su expresión y su mirada, fija en ella, ajena a las palabras y miradas escandalizadas que levantaba a su paso, no parecía estar de buen humor.
Cassandra levantó la barbilla y se quitó la máscara para enfrentarlo de igual a igual.
—Seguidme, no tengo tiempo para explicaciones ahora. Vuestra prima os necesita —le susurró al oído al llegar junto a ella, agarrándola del brazo con firmeza.
Cassandra ni siquiera tuvo la fuerza de ánimo de zafarse, sino que se dejó arrastrar por él, lanzando miradas y sonrisas de disculpa a los invitados mientras enfilaba las escaleras.
—Aseguraos de que mi tío no se preocupe por nuestra ausencia, por favor. Ya está preguntando por Iris y le he dicho que ha ido a refrescarse.
Benedikt se detuvo a las puertas del salón, paralizado por sus palabras. ¿Era posible que ella le hubiera dirigido unas palabras amables? No pudo evitar una sonrisa lenta mientras la miraba subir con ese dulce balanceo de caderas.
Una vez hubo desaparecido, la preocupación regresó a su mente. Volvió la mirada hacia el salón, donde pudo comprobar que ni el príncipe ni Charles parecían estar allí. Tampoco estaban ni Joseph ni sus criados. Le gustaría poder hablar con el chico antes de que acabara la noche sobre lo que había ocurrido. Sabía lo que los rumores podían hacer con la reputación de una muchacha y no deseaba que la felicidad de esa pareja se truncara por culpa de un desgraciado malentendido.
Cassandra trató de subir las escaleras con calma, a pesar de que estaba preocupada por Iris, pero saber que él la miraba, atento a cada paso, hacía que la imbuyera un extraño nerviosismo.
Fue consciente del momento exacto en que su mirada se apartó de ella, porque se sintió mucho más libre y, curiosamente, abandonada. Miró hacia abajo y lo vio allí, en la doble puerta que daba al salón de baile, mirando hacia el lugar donde los invitados bailaban, ajenos a lo sucedido, con el ceño fruncido.
¿Qué había ocurrido para causar aquella mirada tan oscura?
Un sollozo procedente del dormitorio de Iris atrajo su atención, y corrió hacia allí. Vio a su prima tendida sobre la cama, abrazada a un cojín de raso azul, todavía vestida con su túnica de diosa y el rostro arrasado en lágrimas, y el corazón se le encogió por la impresión. Lo primero que pensó fue que había discutido con el conde Charles, pero cuando Iris se giró para mirarla y vio las marcas en su piel, supo que algo mucho más terrible había ocurrido.
—Mi pobre niña —murmuró mientras su prima la abrazaba con todas sus fuerzas y le contaba lo que había ocurrido—. ¡Oh, Dios mío, uno de nuestros invitados!
Iris se estremeció entre sus brazos.
—Si sir Benedikt no hubiera aparecido… —La voz de la joven rubia se cortó en un amargo sollozo.
Cassandra apartó a la joven y la obligó a alzar la vista para que la mirara.
—Dime qué hacías en el jardín sola, no lo entiendo.
Iris enrojeció y se pasó una mano por el rostro húmedo, tratando de secar las lágrimas.
—Charles me dejó un mensaje. Quería que nos viéramos allí, pero fue… fue ese otro hombre quien…
Cassandra le tomó la mano y se la apretó con fuerza mientras Iris se derrumbaba otra vez sobre su hombro.
—Pero ¿estaba él allí o apareció después?
—No lo sé —respondió Iris, sacudiendo la cabeza, confusa—. ¿Por qué quieres saberlo?
Cassandra se obligó a sonreír mientras la ayudaba a desvestirse y la metía en la cama.
No quería decirle lo que se le había pasado por la cabeza durante unos breves segundos. Charles le había pasado un mensaje citándola en el jardín, sí. Pero ¿la cita era para él o ese otro hombre? ¿Era casualidad que supiera el atacante que ella iba a estar allí si no sabía nada de la nota? Sacudió la cabeza, borrando ese absurdo pensamiento. Lo más probable era que él la hubiera seguido al ver que salía al jardín y la considerara una presa fácil. Era triste pensar que una mujer no pudiera pasear a solas ni siquiera en su propia casa sin que un hombre se creyera con derecho a atacarla.
Por fortuna, las desdichas habían agotado a la joven, cuyos ojos se fueron cerrando poco a poco hasta que se quedó dormida entre sus brazos.
Le acarició el cabello mientras pensaba qué hacer. Era evidente que no podía enfrentarse al culpable del agravio sin saber quién era. Pero algo debía hacer, no podía quedarse de brazos cruzados.
Ante todo, debía aclarar si el conde había tenido algo que ver con el asunto. Y hablar con sir Benedikt para que le contara qué había visto él. Y para darle las gracias.
Todo eso tendría que esperar al día siguiente, pues el sueño de su prima era ligero y nervioso, y no se atrevía a dejarla sola.
Se quitó las sandalias y se metió en la cama junto a ella y la miró dormir, pensando en cómo podía cambiar un hecho tan terrible a una persona tan dulce e inocente como Iris.
Ojalá ese cambio no fuera irreversible, pensó con un suspiro mientras cerraba los ojos y procuraba dormir, mientras todavía escuchaba la música y las risas en el salón.
Charles miró el cielo estrellado y se preguntó qué hora sería.
A esas horas Iris ya debía de haberse hartado de esperar y probablemente pensaría que la nota que le había dado era una burla. Maldijo entre dientes mientras dejaba el caballo en manos de uno de los mozos de cuadras, que tomó las riendas medio dormido. Era obvio que era tarde, pues las luces de la casa estaban apagadas y no se escuchaba ruido ni música. ¿Había acabado ya la fiesta? Recorría los últimos metros que lo separaban de la mansión, cuando una sombra lo detuvo.
—¿Dónde diablos has estado toda la noche?
Charles, cuya mano descansaba ya sobre la empuñadura de su sable, se relajó al instante al reconocer la voz de Benedikt.
—¿Eres mi madre acaso? No tengo que rendir cuentas ante nadie más que ante mi señor —respondió riendo.
Benedikt salió de las sombras. Charles se sorprendió ante su gesto serio.
—¿Qué te hizo salir de la casa en mitad de la fiesta?
Tanto la actitud como el ceño fruncido del escocés hicieron que el conde se pusiera en guardia a su pesar. No era propio de Benedikt mostrarse tan quisquilloso.
—¿A qué vienen tantas preguntas? ¿Ha sucedido algo?
—No juegues conmigo, muchacho. Responde de una vez.
Charles apretó la mandíbula y clavó la mirada en su compañero, que no relajó su gesto ni un solo segundo.
—El príncipe se aburría en la fiesta. Me pidió a mí y a algunos de los hombres que le acompañáramos al pueblo a tomar unas copas —respondió Charles al fin.
Benedikt masculló entre dientes.
—¿Sobre qué hora fue eso? ¿Por qué diablos no se me comunicó a mí?
—No sabría decírtelo. No estabas presente y Peter tenía prisa. Pero dime a qué viene todo esto. ¿Ha ocurrido algo? Respóndeme.
Benedikt suspiró.
—¿Sabes si alguno de los hombres tuvo tiempo de estar a solas en el jardín con Iris Ravenstook antes de que os fuerais?
Charles tardó unos segundos en comprender las implicaciones de lo que Benedikt había dicho. Sus pensamientos se pasearon por su rostro, evidenciando su confusión.
—¿Estás insinuando que Iris y alguno de los chicos…?
Benedikt tuvo que refrenarle para que no entrara en la casa y le recriminara a Iris su inconstancia.
—Espera, Charles. Ella no lo alentó. Un hombre enmascarado intentó abusar de ella en la rosaleda. Si yo no hubiera estado allí, ahora mismo Iris Ravenstook sería una mujer deshonrada.
Charles se pasó una mano por el cabello, incapaz de comprender lo que su amigo le decía. Pensar que mientras ella estaba siendo atacada él estaba tomando cerveza y trataba de librarse de las atenciones indeseadas de una camarera regordeta lo sacó de quicio.
—¿Ella está bien? —preguntó al fin, con la voz torturada por el desconcierto.
Benedikt le apretó el brazo.
—A esta hora debe de estar descansando con su prima. Me gustaría que no comentaras nada de esto con nadie hasta que pueda hablar con el príncipe. Debo confesarte que me resultó extraña la actitud de ese hombre, que se retirara sin defenderse siquiera, como si tuviera todo el derecho del mundo a hacer lo que quisiera y no fuera a ser castigado por ello. Si es uno de los nuestros, Peter tendrá que actuar.
Charles sonrió con amargura.
—Me temo que a esta hora debe de estar durmiendo la mona en brazos de alguna furcia, pero cuando le vea no sé si podré contenerme.
—Déjalo en mis manos, amigo. Sé que me considera una vieja gruñona, pero esta vieja gruñona todavía tiene mucha guerra que dar, y esto no quedará sin castigo.
Benedikt lo miró marchar camino a la casa con aire abatido. El retrato que había pintado de Peter borracho entre los brazos de una prostituta no le ayudó a tranquilizar su ánimo, precisamente.
Echó una mirada a la luna, que ya emprendía su camino descendente por el cielo. Era tarde y estaba agotado.
Con un suspiro de cansancio, se dijo que era una lástima no haber podido cumplir su intención de bailar con Cassandra Ravenstook. Hubiera sido un placer rendirse a un pequeño capricho en medio de aquel caos, aunque luego hubiera tenido que pagar las consecuencias ante aquellos ojos inquisitivos y ante su propio corazón.