Читать книгу Mi honorable caballero - Mi digno príncipe - Arwen Grey - Страница 7
Dos
ОглавлениеSi lord Leonard Ravenstook había derramado lágrimas de alegría al enterarse del final de la guerra, no fue menor su felicidad al recibir una carta que solicitaba asilo durante no menos de un mes para Su Alteza Real el príncipe Peter de Rultinia y su séquito.
La misiva del joven, con el que el anciano había trabado conocimiento en las reuniones previas a la guerra en la corte londinense, era cortés y simpática, y lord Ravenstook, que adoraba recibir visitas, sobre todo si se trataba de gente joven y gallarda, no dudó en contestar a vuelta de correo que tanto el príncipe como sus hombres serían recibidos en su hogar durante tanto tiempo como desearan. De hecho, le dijo, si su visita se prolongara durante dos meses o más, él sería el hombre más feliz del mundo.
No escapó al anciano que el motivo de que el joven príncipe no regresara a su país era la inestabilidad reinante todavía en el continente. Se sabía que había bandas de hombres que se dedicaban al pillaje por doquier en el país y no hacía tanto tiempo que su hermano bastardo Joseph había ofrecido a Napoleón su reino a cambio de la corona, aunque fuera a costa de la cabeza de su propio hermano. Cierto que esto no era del dominio público y que Peter parecía incapaz de creer que su hermano fuera capaz de algo tan terrible, pero no por ello dejaba de ser verdad. Tampoco se le escapaba que Peter, a pesar de los consejos de sus ministros y otros caballeros mayores y quizás más prudentes, había preferido perdonar a Joseph cuando este solicitó su perdón al rechazar el emperador francés su plan, acosado ya por todos los frentes y cercana su derrota. Solo el amor filial podía hacer que Peter perdonase una traición semejante.
Contempló la carta con el ceño fruncido antes de dejarla sobre el escritorio de caoba, cuya superficie marcada por los años y el trabajo acarició con cariño. Quizás debería aprovechar la visita para tener una pequeña charla con el príncipe, se dijo con un ligero gesto de la cabeza.
Los gritos de las muchachas atrajeron su mirada.
Al fin había dejado de llover y Cassandra, cansada ya del encierro, corría por el jardín como una niña, agitando las flores y salpicando con el agua que caía de ellas a su rubia prima. A veces lo sorprendía esa joven, tan firme y testaruda en ocasiones, y tan jovial y ligera como una niña en otras. Su pequeña, en cambio, era toda modestia y pudor. Juntas eran la mujer perfecta.
Ese pensamiento le arrancó una sonrisa.
Salió del despacho y le dejó la carta a Ursula, el ama de llaves, para que la llevara al correo urgente. Esta se alejó con una reverencia formal y lo dejó a solas junto a la puertaventana que daba del salón al jardín.
Observó a su hija y a su sobrina durante un par de minutos más, hasta que su hija, quizás notando su mirada, se detuvo y lo miró, sonrojada por su indecoroso comportamiento. Lord Leonard Ravenstook sintió un tirón de pena en el corazón. Era tan parecida a su madre que era como si la estuviera viendo en ese mismo instante, con su cabello rubio y aquellos ojos azules dulces e inocentes, su rostro lleno y de labios rojos. Si Mary no le hubiera sido arrebatada tan pronto…
Como si adivinara sus tristes pensamientos, Iris se acercó a su padre y lo abrazó en silencio.
—¿A qué viene tanto amor? —preguntó el anciano, socarrón.
Ella se separó y lo miró con una dulce sonrisa. Se alzó de puntillas y lo besó en la mejilla.
—¿Hace falta un motivo para besar al padre más maravilloso del mundo?
Lord Ravenstook rio ufano.
—Si haces eso sin motivo, qué no harás cuando sepas lo que he venido a contarte.
El anciano les habló de la carta del príncipe y de su próxima visita, sin poder ocultar su entusiasmo.
Cassandra estrujó en su mano una rosa y dejó caer al suelo los pétalos humedecidos por la lluvia nocturna. Después contempló sus manos, teñidas de un leve tono rosáceo, antes de limpiárselas con un pañuelo de batista que sacó de un bolsillito oculto en un pliegue de la falda.
—Y dime, tío, ¿traerá el príncipe a todo su séquito? —preguntó como al desgaire, sin alzar la vista de su tarea, que consistía en limpiar cada dedo con delicadeza y minuciosidad, sin dejarse ninguna arruga ni recoveco—. ¿No deberían algunos de ellos volver a su país para asegurarse de que todo está en orden? El capitán de su guardia, tal vez —añadió en tono casual, evitando su mirada.
Él frunció el ceño, desconcertado por la pregunta y la frialdad de su tono.
—Casi diría que no te alegras de su visita, muchacha. Y acerca de ese caballero en particular, no sé a quién te refieres, querida, pero supongo que merece descansar tanto como cualquiera, y no seré yo quien le niegue refugio en mi hogar. Si tienes algo que decir acerca de él, si acaso te ha ofendido…
—Creo que Cassandra se refiere a Benedikt McAllister, padre —dijo Iris con voz atropellada, cortando la posible respuesta de su prima, que cerró la boca con un audible chasquido de dientes.
Frustrada por su intervención, la vio enrojecer y palidecer sucesivamente, alzar la cabeza y guardar el pañuelo, satisfecha al parecer de la limpieza de sus manos. Más serena, entrecerró los ojos y le prometió represalias terribles.
Ajeno a la mirada de su hija y a las emociones que se paseaban por el rostro de su sobrina, lord Leonard Ravenstook hizo memoria para recordar la lista de nombres que había en la carta del príncipe Peter.
—¡Oh, sí, os referís al caballero escocés! —exclamó con ánimo jovial—. También estará aquí. Seremos un hermoso grupo y estoy convencido de que lo pasaremos muy bien.
—Estando ese hombre presente, permíteme dudarlo —masculló Cassandra.
Lord Ravenstook se dio cuenta al fin de que Cassandra no parecía demasiado contenta con la visita programada. Interrogó con la mirada a su hija.
—No le hagas caso, padre. Mi prima y sir Benedikt disfrutan lanzándose dardos envenenados el uno al otro. No deberías preocuparte por ellos, anda a prepararlo todo para recibirlos —lo despidió con delicadeza, pero a la vez con una firmeza digna de un general de campaña. En cuanto su padre desapareció en la casa, se dirigió a su prima—. Podrías al menos alegrarte de que un inglés haya sobrevivido a la guerra, defendiendo nuestra tierra —la recriminó, con los brazos en jarras.
Cassandra esbozó una sonrisa sin un ápice de alegría.
—Que sir Benedikt no te escuche tildarle de inglés, por Dios, o te odiará tanto como a mí, querida prima.
Iris frunció el ceño, mostrándose preocupada. Cierto era que su prima no era de ese tipo de mujeres dulces y sumisas, pero su enemistad manifiesta hacia sir Benedikt rayaba lo absurdo. Cada vez que estaban juntos en una habitación saltaban chispas y había que separarlos porque eran capaces de decirse cosas terribles que herían los sentimientos más delicados.
—Reconoce al menos que es apuesto.
Cassandra se colocó un mechón rebelde con una horquilla y se volvió hacia su prima, encogiéndose de hombros de una manera poco comprometedora.
—Quizá, pero eso no lo es todo en la vida.
Iris disimuló una sonrisa al ver tan exagerada indiferencia, pues incluso ella tenía ojos para ver que sir Benedikt McAllister era un ejemplar de hombre que se salía de lo normal, con aquel cabello rojo y aquellos alegres ojos verdes. Hasta su prima debía reconocer eso.
—No entiendo esa especie de guerra que os traéis entre manos. Ojalá supiera quién va ganando, por cierto.
Cassandra emitió una risa malévola, rica y grave, echando la cabeza hacia atrás. Su cabello oscuro, ya en precario equilibrio hasta entonces, se terminó de soltar y cayó en desordenados bucles sobre sus hombros, enmarcando su rostro delgado de graciosos, más que hermosos, rasgos, con ojos oscuros y rasgados, boca casi siempre sonriente y nariz fina.
—Solo puedo decirte que en nuestra última pelea tuvo que salir corriendo para no perder la poca dignidad que le quedaba.
Iris gimió horrorizada.
—¿Cómo puedes decir algo así?
—Te diré más, querida. He oído que cada vez que escucha mi nombre le sale una cana en la cabeza y que ya tiene la mitad de los cabellos blancos.
La joven rubia gritó y se alejó de su prima.
—Me da lástima el pobre sir Benedikt, a veces eres malvada.
Cassandra puso los ojos en blanco y se dirigió al saloncito, buscó el libro que estaba leyendo y se dejó caer en un sillón tapizado en seda bordada junto a la ventana, los pies apoyados en un escabel y una taza de té a mano, aprovechando la última luz de la tarde antes de la cena.
—Le defiendes con más calor del que merece. Deberías escuchar las lindezas que él me dedica —dijo sin alzar la vista de las páginas.
Iris suspiró y abandonó la lucha. Sabía que su prima no cedería jamás en lo que a sir Benedikt se refería, y ojalá supiera de dónde nacía tanta inquina.