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VI. LOS PRECIOS Y EL DERECHO

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El modelo económico de un mercado competitivo se limita a describir el funcionamiento de un sistema de formación de ciertos precios autorregulados y libres, que, por lo demás, y entre partes privadas se ha seguido siempre cuando era equivalente su respectivo poder de negociación. Es cosa sabida, en efecto, que, desde el momento en que dos contratantes inician los llamados «tratos preliminares» hasta que se produce el «concurso de la oferta y la aceptación» (al que se vincula la prestación del consentimiento, generador de la existencia del contrato ex arts. 1254 y 1262 CC), lo normal es que la determinación de la tasa de intercambio, esto es, la recíproca aceptación del precio como medida de equivalencia entre las prestaciones de ambas partes, trate de ir ajustándose en función de tanteos o aproximaciones sucesivas hasta encontrar precisamente el punto de equilibrio en el que sus respectivos intereses confluyen. La manifestación primera y también la más característica de este sistema de establecimiento de precios libres fue y sigue siendo el regateo bilateral; pero, cuando la oferta y demanda de ciertos bienes puede llegar a concentrarse en una confrontación abierta (open market) a la concurrencia ideal de todos los posibles interesados en el cambio (tanto por el lado de quienes aspiran a adquirir, como desde el contrapuesto de quienes pretenden transmitir), entonces la formación del precio puede llegar a despersonalizarse y la referida tasa de intercambio se irá modulando de forma multilateral, oscilando «al alza» o «a la baja» en función de las ofertas y demandas existentes en cada momento.

Tal sistema impersonal y autorregulado de formación de precios de equilibrio por el libre juego de las fuerzas económicas es, precisamente, el que define los llamados precios de mercado. Se trata del sistema opuesto al de intervención pública, cuya actuación puede oscilar –en función del grado de exigencia que reclame la satisfacción del interés general– desde la simple obligación de comunicar los precios que pretenden aplicarse hasta la fijación directa de los llamados precios tasados; los cuales, de persistir, determinarán normalmente la aparición de «mercados negros», donde seguirán formándose precios alternativos. Por ello, el Derecho siempre ha reconocido el significado institucional de los precios de equilibrio formados objetivamente en los mercados dignos de semejante nombre, considerándolos como la manifestación más genuina de lo que históricamente se denominaba el precio corriente y, en la esfera mercantil, se llamó el precio «de plaza». A partir de la Codificación liberal, el reconocimiento que a tales precios les otorgan las normas trasciende al ámbito jurídico la realidad económica, con la consecuencia de que el ordenamiento vino a considerarlos como los usualmente aplicables a las transacciones patrimoniales, proponiéndolos como criterio de medida para enjuiciar la corrección de las negociaciones que intermediarios y comisionistas ejecuten por cuenta de sus clientes y mandantes (art. 258 del C. de C.) y, a la postre, también que tal tipo de precio se tenga siempre por cierto, aunque no se exprese o cuantifique, a efecto de conferir validez a cualquier contrato de compraventa (art. 1448 CC).

Pero no debe olvidarse que no todos los bienes pueden negociarse masivamente y de manera despersonalizada, en base a simples variables de peso y cantidad, según sucede en los mercados propiamente dichos; y lo que todavía es mucho más importante y en seguida precisaremos, que no siempre el poder de negociación de los contratantes es equivalente ni en todos los mercados se dan con plenitud los presupuestos concurrenciales que definen ese tipo de construcción conceptual, elevada por los economistas al modelo de una competencia pura o, si se prefiere, libre y perfecta. Incluso en las salas de subasta, cuya dimensión concurrencial no parece discutible, el mecanismo de autorregulación es imperfecto, ya que el precio varía en función de un solo lado de la relación de compraventa. De manera que si no hay compradores interesados en pujar al precio de salida, podrá irse rebajando la tasa de intercambio hasta declarar desierta la subasta; pero, si esa puja se disparase, no resulta posible incrementar la oferta de objetos equivalentes que modere la tendencia a un alza desproporcionada del precio. Esto no sucede en cambio en los mercados propiamente dichos, precisamente porque en ellos se negocia sobre cosas genéricas y fungibles que siempre pueden ser sustituidas entre sí y suelen estar dispuestas a venderse cuando el precio mejora. Por eso, para organizar mercados sobre otros bienes que no tienen ese carácter (fletes, seguros, etc.), lo primero es conseguir «objetivarlos», es decir, uniformar contratos, unificar calidades y homogeneizar instrumentos de carácter específico, en un proceso de conversión en mercancías de cosas que natural y jurídicamente no lo son (reificación, en la terminología marxista). Y eso no siempre pueden hacerlo los simples particulares por sí solos, en especial si los procesos correspondientes comprometen el funcionamiento de normas de ius cogens o imperativas.

Lecciones de Derecho Mercantil Volumen II

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