Читать книгу Lecciones de Derecho Mercantil Volumen II - Aurelio Menéndez Menéndez - Страница 14

IX. LA EMERGENCIA DEL «CONSUMIDOR»

Оглавление

Tras la recepción del sistema de precios por los Códigos decimonónicos, se inicia de forma prácticamente coetánea, el llamado «folclore del capitalismo» (T. Arnold), y por conducto inicial de la Sherman Act en los Estados Unidos, viene a consagrarse una legislación antimonopolística que penetraría en Europa a partir de los años cuarenta de la centuria siguiente, para alcanzar ese movimiento a nuestro propio país en la primera Ley de Prácticas Restrictivas de la Competencia de 1963. No obstante el esfuerzo que esa legislación supuso, la relativa facilidad existente para transformar prácticas inicialmente prohibidas en prácticas meramente exceptuables (la colusión se disfraza de cooperación, según R. Wietho Lter) y la dificultad intrínseca de identificar tests adecuados a la hora de sancionar los abusos de posición dominante, hicieron imposible la recuperación completa de las señas de identidad de ese paraíso perdido en clave puramente liberal de la competencia perfecta; y, con la eclosión sucesiva del llamado Estado Social, emerge también un nueva figura, polivalente y omnicomprensiva, con la que todos nos hemos identificado ministerio legis, es decir, el «consumidor», en cuya protección se afanan con alma y cuerpo las leyes más modernas.

El artículo 51 de la Constitución Española, desarrollado luego, entre otras disposiciones de diferente rango, por la Ley de 19 de julio de 1984, General para la Defensa de Consumidores y Usuarios (modificada en 1998 y 2006), expresa paradigmáticamente el carácter pedagógico y comunitarista de este nuevo paradigma al ocuparse «de la educación y formación en materia de consumo» (arts. 18 y 19) y al configurar los derechos «de representación, consulta y participación» (arts. 20 a 22) que, aun precedidos del de «información» (arts. 13 a 17), no ha generado entre nosotros agrupaciones espontáneas –sustituidas a menudo por gestores autodesignados defensores de tales «intereses difusos»– ni se ha beneficiado tampoco de un verdadero sistema de class actions, que es la herramienta técnica más poderosa para tutelarlos. En su lugar, nuestra Ley superpone su propia disciplina (que rotundamente declara imperativa en el art. 23.1) a la de carácter general en materia de fraude de Ley (ex art. 2.3.2), a la del control sobre cláusulas contractuales abusivas (arts. 10, 10 bis y disposición adicional de la Ley de 1984, en la redacción dada a la misma por la 7/1998, que regula las Condiciones Generales) e, incluso, al tratamiento de la indemnización de daños y perjuicios, incorporando los sistemas de responsabilidad (ex arts. 25 a 29). Y, de esta suerte, esa Ley ha venido a oscurecer, en lugar de contribuir a su esclarecimiento, un régimen jurídico que afecta a cuestiones tan importantes. En realidad, y prescindiendo de su articulación como pieza legislativa miscelánea donde –como en los viejos bazares– se encuentra prácticamente de todo (desde el etiquetado de los productos a los temas centrales referidos), bien puede decirse que las aportaciones más sobresalientes de la Ley que comentamos se concentran en la previsión de posibles seguros obligatorios de responsabilidad civil que el Gobierno ha de diseñar y en la articulación de un sistema de resolución de conflictos por conducto de juntas arbitrales, que, en nuevo ejemplo de aquel solapamiento de disciplinas heterogéneas, se añaden ahora a otros eventuales mecanismos que al respecto se articulen en vía administrativa, y naturalmente al principio constitucional de «tutela judicial efectiva» (arts. 340 y 31 de la Ley y Reglamento de 3 de mayo de 1993).

Falta de tecnicismo y solapamiento que se explica seguramente porque, a diferencia de lo que sucede con la figura del empresario, la del consumidor carece de verdadero estatuto (jurídico), y mucho más cuando esa noción se entiende de la manera vaga y polivalente bajo la que la construye nuestra Ley, en un intento frustrado de aproximación a la figura de un destinatario final de tipo medio que pueda servir como patrón y unidad de medida para quienes demandan cualquier clase de bienes y servicios (vid. la definición del art. 1.2, texto que, en el número siguiente y, por exclusión, sustrae del ámbito de aplicación de la categoría a otras situaciones de «consumo empresarial», que igualmente venían prefiguradas en la disciplina de la compraventa mercantil). Decimos que ese modelo de consumidor carece de estatuto propio, por cuanto en realidad el suyo se superpone, por no decir que coincide, básicamente al menos, con el propio de posiciones contractuales de naturaleza civil (arrendatario, huésped, comprador, etc.) o mercantil (asegurado, cargador, depositante, cuentacorrentista, etc.), que son las que definen su verdadero régimen jurídico, sin más añadido, si alguno hubiere, que la sustitución de un concepto útil del Derecho privado general –igualmente mucho más preciso y técnico– como es el de contratos con una parte más débil, por una extraña previsión de fórmulas administrativas de varia condición –que tampoco «remedios» en sentido estricto, pues de ellos no manan derechos subjetivos indubitados–dirigidos a corregir lo que la Ley llama «situaciones de inferioridad, subordinación e indefensión» (arts. 23 y 24). Si esos derechos subjetivos (que no lo son) la Ley hubiera sido capaz de construirlos, junto a la tradicional dicotomía Derecho civil-Derecho mercantil, hoy estaríamos hablando ya de una trilogía que obligaría a añadir a semejante dualismo el Derecho de los consumidores. Pero, como todo esto no se ha hecho, el verdadero remedio para esas situaciones de inferioridad, que no puede ser otro que la articulación de contratos equilibrados, hay que seguir procurándolo en aquellas otras dos sedes y ramas del Derecho.

Así, además, y a título de ejemplo no exento de ironía, se evitaría la paradoja que representa establecer una legislación protectora del consumidor que acude con su dinero a la Bolsa o a las instituciones bancarias, cuando quien así actúa está cabalmente abdicando de su condición de consumidor, ya que todo lo que se ahorre o que se invierta, precisamente, no se consume.

Lecciones de Derecho Mercantil Volumen II

Подняться наверх