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IV. «FILOSOFÍA» ORDENADORA Y ARTICULACIÓN DE LAS REGLAS

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Y ¿cómo pueden conseguirse semejantes objetivos? Si como queda dicho y los propios economistas reconocen, todos los mercados del mundo real, cualesquiera que sean los objetos que en ellos se contratan, son por antonomasia mercados regulados (incluso los confiados en mayor grado a la llamada market disicipline o «autorregulación» de los operadores), dos conclusiones se nos ofrecen de inmediato con la evidencia de lo obvio. La primera es que la idea de un mercado público carente de algún tipo de regulación es tan absurda e imposible de aceptar como la existencia de «un deporte sin reglas». Y la segunda nos advierte que esas reglas –y, más precisamente, el sistema jurídico general– son las que definen el marco de referencias institucionales sin el cual ni siquiera sería posible la aparición del mercado mismo. No sólo porque sin la previa garantía (jurídica) de la propiedad, de la autonomía de la voluntad y de la libertad de asociación, y a falta de su correlato procesal de protección judicial efectiva y salvaguarda del ejercicio coactivo de esos y otros derechos subjetivos, cualquier mercado pretendidamente «natural» estaría permanentemente amenazado por la «ley de la jungla»; y los operadores más honestos se verían desamparados ante las actuaciones «estratégicas» de otros sujetos, que nuestras fuentes históricas calificaron de forma insuperable con el nombre de logreros, es decir, frente a los comportamientos ventajistas y aprovechados de operadores desaprensivos. La regulación es necesaria además para fijar los mecanismos de formación pública y objetiva de los precios, para uniformar los objetos de contratación, estandarizar por ejemplo las emisiones de Deuda pública, o definir la cantidad y calidad media –average– de las «partidas» de cosas genéricas que se negocian –v.gr. el barril de Brent, en el caso del petróleo–; también para «construir» modelos de contratos e instrumentos negociables, determinar el sistema de negociación, formular las reglas de cumplimiento, establecer los bienes (reales o «nocionales») capaces de procurarlo; para articular sistemas multilaterales de compensación y liquidación de las operaciones y delimitar, en fin, las consecuencias de su incumplimiento. A la vista de todo esto –que sólo los más ingenuos pueden interpretar como procesos mostrencos o naturales, surgidos por generación espontánea–, esta segunda conclusión o corolario antes referido nos lleva de la mano a lo que la doctrina estadounidense y alemana han dado en llamar algo pomposamente las correspondientes «filosofías normativas», que, para entendernos, son la imagen de marca que dota de significación específica y propia al régimen jurídico tutelar del mercado correspondiente.

En semejante mundo, como sucedería, por lo demás, con cualquier otro fenómeno social o sector de la convivencia, ese proceso de institucionalización de los mercados puede articularse abstractamente según tres «filosofías» o alternativas legales distintas, a saber:

i) El régimen de libertad general, como es obvio nunca absoluta, pero limitada tan sólo por el Derecho penal, que actuará como frontera represiva sólo cuando la acción de los operadores económicos desemboque en comportamientos delictivos (v.gr. maquinaciones para alterar los precios y actos de manipulación de los mercados, ya contemplados entre nosotros desde el Código Penal de 1848, ex art. 449). Con pocas incrustaciones de legalidad administrativa –mayormente orientadas a definir la forma de «establecimiento» de los mercados públicos (en otro tiempo de competencia municipal o regalía de los príncipes territoriales) y, en su caso, dirigidas eventualmente también a «delegar» funciones ordenadoras o disciplinarias– que se encomiendan a los propios custodios del mercado, ésta fue la ordenación tradicional de mercados y ferias, acentuada incluso en los Códigos liberales del siglo XIX. Recuérdese que desde sus mismos orígenes las propias Bolsas se reglamentaron por Leyes especiales como materia «desaforada», remitiéndose las pocas normas de los Códigos a esa regulación especial, que finalmente concretaban los llamados –no por capricho– Reglamentos de «policía y régimen interior» de cada una de ellas.

ii) Imposición de deberes informativos suplementarios tendentes al logro de la llamada transparencia de los mercados, como pueden ser revelación de conflictos de intereses, declaración de vicios redhibitorios –en los antiguos mercados de ganados–, o de otras posibles responsabilidades patrimoniales ocultas, la comunicación en los mercados financieros, de participaciones «significativas» y de «hechos relevantes», etc., que de ser omitidos o producirse de forma engañosa determinarían la aplicación de sanciones disciplinarias autónomas o heterónomas (multas, suspensión de actividades, retirada de las licencias y expulsión del mercado) e incluso en algunos casos efectos civiles y procesales (v.gr. acciones redhibitoria y quanti minoris, en los viejos mercados romanos supervisados por los ediles curules que luego generalizaron los Códigos, pérdida del derecho de voto respecto de aquellas participaciones significativas no debidamente comunicadas, o legitimación de la CNMV, como órgano de supervisión de los mercados de valores de hoy, para impugnar los acuerdos sociales tomados gracias a las acciones adquiridas sin promover una OPA obligatoria).

iii) Establecimiento, en fin, de obligaciones o cargas (constitución de fianzas, dotación de fondos de garantía, etc.) que vienen a recortar (por ej., determinando si los operadores son de verdad honorables, disponen de los «recursos propios» exigibles, y cumplen en definitiva el llamado fit and proper test) la autonomía de los agentes económicos bien directamente o bien mediante la previa formulación de los oportunos juicios de mérito en aras de la protección de la «parte más débil». Y entiéndase bien que un juicio de «mérito» excede del ordinario control causal, propio del Derecho privado, aún no desaparecido de nuestros sistemas legales. El recuerdo de semejante distinción es trascendental para entender que los juicios de mérito –a veces denostados por los pensadores más ultraliberales como expresión de inaceptables actitudes «paternalistas»– penetran en cuestiones y territorios distintos de esa esfera civil, que miran más bien a factores de oportunidad o correspondencia con otros valores sociales, de los que no pueden abdicar las sociedades democráticas bien ordenadas, y que explican suficientemente su apreciación en sede administrativa y también su articulación jurídica por medio de la técnica de autorizaciones u otros expedientes semejantes.

De esas tres posibles alternativas ordenadoras –que en la práctica suelen presentarse combinadas– sólo la última suscita cierta perplejidad, que, dicho sea en honor a la verdad, tampoco acostumbran a padecer los economistas más sensatos. Porque aun cuando algunas de esas medidas, mal llamadas «paternalistas», inmovilicen recursos que los operadores no pueden rentabilizar en su provecho, no son realmente regulaciones «ineficientes» si se miran como el «precio» (económico) que hay que pagar para que los mercados gocen de «credibilidad» y la gente se decida a ahorrar, invertir o consumir a través de ellos. En las sociedades avanzadas ese tipo de medidas cautelares para operar, y la existencia de «colchones» patrimoniales para prevenir o paliar situaciones apuradas, son ciertamente imprescindibles. Y la forma de articular de modo correcto tales medidas es definiéndolas y usando de ellas con prudencia y ponderación (por eso se llaman medidas de control prudencial); es decir, implantando únicamente las que precisa la seguridad del tráfico y dotan de credibilidad al mercado, sin desincentivar la actividad más de lo necesario.

Lecciones de Derecho Mercantil Volumen II

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