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VII. ESTADO Y MERCADO

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Basta enumerar el cúmulo de disposiciones jurídicas de diverso rango que se ocupan del mercado en general, y de sus concretas manifestaciones, particularmente acentuadas en los financieros, como prototipo de los «regulados», para entender que, en esos procesos de juridificación, podrán criticarse quizás ciertos fenómenos de sobrerregulación o determinadas políticas intervencionistas, en ocasiones contrarias al buen funcionamiento del modelo; pero, tal como estamos diciendo, es una simpleza presentar «el mercado» como el fruto espontáneo de fuerzas económicas autosuficientes; y todavía más grave suponer que la actuación de los poderes públicos ha de limitarse a corregir los llamados «fallos del mercado» o, como mucho, a prevenir el denominado «riesgo sistémico» (situaciones de colapso, en las que el mercado ya no existe, degradado a una masa de vendedores atemorizados que no encuentran «contrapartida», y que acaban generando el consiguiente estrangulamiento del crédito, para terminar comprometiendo la propia solvencia del sistema general de pagos). No hay que esperar al fallo ocasional para intervenir (inspeccionando y sancionando, cuando proceda, normas incumplidas), porque para entonces mucha gente ya habrá perdido su dinero. Cuando el propio sector no produce reglas prudenciales y de conducta, cuando las olvida, o trata de atrincherarse en un falso laissez faire, la acción pública, y la función irrenunciable del Derecho en defensa del interés general, exigen articular o recomponer el marco de juego dentro del cual es posible la actuación igualitaria y libre de los particulares. Desconocer verdades tan elementales, por mucho que se adorne de especiosos argumentos presuntamente científicos, es clara ignorancia o pura fantasía. Estado y Mercado son conceptos que van mejor juntos y se refuerzan entre sí, ya que para ser digno de semejante nombre (y no un inútil aparato burocrático), el primero, que no puede desentenderse de la satisfacción de las necesidades de la población, ha de garantizar el buen funcionamiento del segundo; sobre todo si se acepta que el mercado es en sí mismo un bien público, en la medida que la competencia económica disminuye la probabilidad de obtener beneficios exclusivamente privados por parte de quienes contemporáneamente no están contribuyendo a incrementar la utilidad común y, con ella, el bienestar general (FERNÁNDEZ ORDÓÑEZ).

Lecciones de Derecho Mercantil Volumen II

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