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III. NORMAS ORGANIZATIVAS Y NORMAS DE ACCIÓN

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El progresivo desplazamiento de la idea de mercantilidad desde el ánimo de lucro hacia criterios formales (cfr., respectivamente, arts. 116 C. de C. y 3 de la LSA o de la LSRL) pone de relieve la preferencia del ordenamiento por las formas de organización externa. Es verdad, sin embargo, que no todos los mandatos y prohibiciones de significación jurídica son siempre de índole organizativa; incluso, los más importantes entre ellos se expresan directamente en lo que se conoce corrientemente bajo el nombre de «normas de acción».

Esta distinción entre normas organizativas y normas de acción, que los economistas también conocen, diferenciando lo que ellos denominan «regulaciones de estructura» frente a la «regulación de comportamientos», no modifica la perspectiva apuntada en el número anterior; y, aunque algunos lo deploren, resulta ser un marco de referencia imprescindible y también inseparable de la idea de mercado. Si nos fijamos básicamente en los mercados financieros –que bien podemos tomar como ejemplo, pues son los que más se aproximan al modelo conceptual–, normas organizativas son verbi gratia las que definen el carácter descentralizado (mercados de market makers, u orientados por precios) o el modelo alternativo de concentración (auction markets, orientados por «órdenes»), al que se acomoda el sistema de contratación elegido para la celebración de los negocios. Normas de acción, de conducta o, si se prefiere, regulación de comportamientos son aquellas otras que mandan dar preferencia a los intereses del cliente sobre los del agente que debe ejecutar sus instrucciones, así como también, por aludir únicamente aquí a las más importantes, las que prohíben el insider trading o abuso de información privilegiada. Pero, si bien se mira, y aunque en el caso de las regulaciones de estructura las normas suelen ser técnicas, mientras que en el caso de las llamadas de conducta tienen superior apariencia deontológica, lo cierto es que todos esos tipos de normas resultan imprescindibles para la buena ordenación y el correcto funcionamiento del mercado y, dicho aún más radicalmente, sin la existencia de normas de uno y otro tipo es imposible aproximarse a la realización de una verdadera justicia material en ese campo; y ello porque los propios operadores, dejados actuar a sus anchas, en la confianza de que las ambiciones de unos permitirán contrarrestar la condición de sus oponentes, podrán conseguir, si acaso, un resultado de equilibrio. Pero está por ver que sea un resultado justo. Si se nos autoriza, de nuevo, el recurso al lenguaje coloquial, bien podríamos afirmar, en conclusión, que para que un mercado público resulte verdaderamente digno de semejante nombre y pueda ser capaz de controlar mínimamente las euforias y temores que padecen los más sensibles, su campo de juego y el funcionamiento de la contratación han de poder diferenciarse de modo suficiente, por un lado, de un simple casino (donde, a falta de información equivalente, sólo ganan los «iniciados») y, por otro, naturalmente también de la famosa cueva de Alí Babá (donde era preciso formar parte de la banda para tener algún acceso al reparto del botín).

Lecciones de Derecho Mercantil Volumen II

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