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Respire hondo. Seguramente imaginará que está llenando sus pulmones de rico y vivificante oxígeno. En realidad, no es así. El 80 % del aire que respiramos es nitrógeno. Es el elemento más abundante en la atmósfera y es vital para nuestra existencia, pero no interactúa con otros elementos. Cuando respiramos, el nitrógeno del aire penetra en los pulmones y vuelve a salir de inmediato, como un comprador distraído que ha entrado en la tienda equivocada. Para que el nitrógeno nos resulte útil debe adoptar otras formas más sociables, como el amoniaco, y son las bacterias las que hacen ese trabajo para nosotros.1 Sin su ayuda moriríamos. De hecho, puede que ni siquiera existiéramos. Es hora, pues, de dar las gracias a nuestros microbios.

Somos el hogar de billones y billones de diminutos seres vivos que nos resultan sorprendentemente beneficiosos. Nos proporcionan alrededor del 10 % de nuestras calorías al descomponer unos alimentos de los que de otro modo no podríamos sacar partido, y en el proceso extraen provechosos nutrientes como las vitaminas B2 y B12 y el ácido fólico. Los humanos producimos 20 enzimas digestivas, lo que representa una cantidad bastante respetable en el mundo animal; pero según Christopher Gardner, director de estudios de nutrición en la Universidad de Stanford, las bacterias producen nada menos que 10.000, es decir, quinientas veces más.2 «Nuestra vida estaría muchísimo peor alimentada sin ellas», sostiene Gardner.

Individualmente tienen un tamaño infinitesimal, y sus vidas son fugaces: una bacteria media pesa alrededor de una billonésima parte de lo que pesa un billete de banco, y apenas vive veinte minutos; pero colectivamente resultan formidables.3 Los genes con los que nacemos son los únicos que tendremos en toda nuestra vida: no podemos comprarlos ni intercambiarlos para obtener otros mejores. En cambio, las bacterias pueden intercambiar genes entre sí como si fueran cromos, y pueden recoger ADN de sus vecinas muertas.4 Estas transferencias génicas horizontales, como se las denomina, aceleran enormemente su capacidad de adaptarse a lo que la naturaleza o la ciencia les pongan por delante. El ADN bacteriano también es menos escrupuloso en su proceso de corrección de pruebas, por lo que estas mutan más a menudo, lo que los dota de una agilidad genética aún mayor.

No podemos ni plantearnos competir con ellas en cuanto a velocidad de cambio. E. coli puede reproducirse 72 veces en un solo día, lo que significa que en el plazo de tres días puede acumular tantas nuevas generaciones como hemos logrado nosotros en toda la historia humana. En teoría, una sola bacteria progenitora podría producir una masa de descendientes mayor que el peso de la Tierra en menos de dos días;5 y en tres su progenie superaría la masa del universo observable.6 Obviamente, eso no podría suceder nunca, pero lo cierto es que ya nos acompañan en cantidades que superan lo imaginable. Si pusiéramos todos los microbios de la Tierra en un montón y toda la vida animal en otro, el montón de los microbios sería 25 veces mayor que el de los animales.7

No se equivoque. Este es un planeta de microbios. Nosotros estamos aquí por su voluntad. Ellos no nos necesitan para nada; pero nosotros moriríamos en cuestión de un día sin ellos.

Sabemos sorprendentemente poco acerca de los microbios que nos rodean y que tenemos encima y dentro de nuestro cuerpo debido a que en su abrumadora mayoría no crecen en el laboratorio, lo que los hace extremadamente difíciles de estudiar. Lo que sí se puede afirmar es en este preciso momento usted o yo probablemente tenemos unas 40.000 especies de microbios que nos consideran su hogar: 900 en las fosas nasales, 800 más en el interior de las mejillas, otras 1.300 justo al lado en las encías, y hasta 36.000 en el tracto gastrointestinal, aunque esas cifras se reajustan constantemente a medida que se hacen nuevos descubrimientos.8 A principios de 2019, un estudio realizado con solo 20 personas por el Instituto Wellcome Sanger, situado en las inmediaciones de Cambridge, encontró 105 nuevas especies de microbios intestinales cuya existencia era del todo insospechada. Las cifras exactas varían de una persona a otra, y también en una misma persona a lo largo del tiempo, en función de si es un bebé o un anciano, de dónde y con quién ha dormido, si ha estado tomando antibióticos o si está gordo o delgado (las personas delgadas tienen más microbios intestinales que las gordas; el hecho de tener microbios hambrientos puede explicar al menos en parte su delgadez). Obviamente, aquí nos referimos tan solo al número de especies. Si hablamos de microbios individuales, la cifra va más allá de lo imaginable; ni pensar en contarla: es del orden de billones. En total, nuestra carga privada de microbios pesa alrededor de 1,4 kilogramos, aproximadamente lo mismo que el cerebro.9 Incluso hay quien ha empezado a considerar que nuestra microbiota es uno más de nuestros órganos.

Durante años fue habitual decir que cada uno de nosotros contenía 10 veces más células bacterianas que humanas. Pues resulta que esa cifra que parece tan contundente salió de un artículo escrito en 1972 que planteaba poco más que una conjetura. En 2016, diversos investigadores de Israel y Canadá hicieron una evaluación más meticulosa y llegaron a la conclusión de que cada uno de nosotros contiene alrededor de 30 billones de células humanas y entre 30 y 50 billones de células bacterianas (la cantidad depende de múltiples factores como la salud o la dieta), de modo que en realidad ambas cifras están mucho más cerca de ser iguales; sin embargo, también habría que señalar que el 85 % de nuestras células son glóbulos rojos, que no son en absoluto células propiamente dichas en tanto que no poseen ninguno de los elementos que caracterizan a la maquinaria celular habitual (como los núcleos y las mitocondrias), sino más bien meros contenedores de hemoglobina.10 Aparte de eso, hay que considerar también el hecho de que las células bacterianas son diminutas, mientras que las células humanas son comparativamente gigantescas; de modo que, en términos de masa, por no hablar de la complejidad de lo que hacen, las células humanas son incuestionablemente más relevantes. Por otra parte, visto desde el prisma genético, resulta que en nuestro cuerpo tenemos alrededor de 20.000 genes propios, pero probablemente albergamos también hasta 20 millones de genes bacterianos, por lo que desde ese punto de vista somos aproximadamente un 99 % bacterias y apenas un 1 % nosotros mismos.

Las comunidades microbianas pueden ser sorprendentemente específicas.11 Aunque usted y yo tengamos cada uno varios miles de especies bacterianas en nuestro interior, puede que compartamos tan solo una fracción de ellas. Parece ser que los microbios defienden ferozmente su territorio. Cuando mantenemos relaciones sexuales, intercambiamos un montón de microbios y otros materiales orgánicos con nuestra pareja. Según un estudio, un solo beso apasionado genera la transferencia de hasta 1.000 millones de bacterias de una boca a otra, junto con unos 0,7 miligramos de proteína, 0,45 miligramos de sal, 0,7 microgramos de grasa y 0,2 microgramos de «compuestos orgánicos variados» (es decir, restos de comida).* Pero en cuanto se acaba la fiesta los microorganismos anfitriones en las dos personas implicadas inician una especie de gigantesco proceso de limpieza, y en aproximadamente cuestión de un día el perfil microbiano de ambas partes se habrá restaurado más o menos por completo al que tenían antes de entrelazar las lenguas. De vez en cuando se cuelan algunos agentes patógenos, y es entonces cuando cogemos un herpes o un resfriado, pero esa es la excepción antes que la regla.

Afortunadamente, la mayoría de los microbios no quieren saber nada de nosotros. Algunos viven de forma benigna en nuestro interior: los denominados comensales. Solo una pequeña proporción nos hacen enfermar. Del millón de microbios aproximadamente que se han identificado hasta la fecha, solo se sabe de 1.415 que causan enfermedades en humanos; una cifra que, bien mirado, resulta bastante reducida.12 Por otro lado, todavía hay muchas otras formas de enfermar, y, en conjunto, esas 1.415 entidades tontas y diminutas solo causan una tercera parte de todas las muertes del planeta.

Además de bacterias, nuestro repertorio personal de microbios contiene hongos, virus y protistas (amebas, algas, protozoos, etc.), además de arqueas, que durante mucho tiempo se consideraron simples bacterias, pero que en realidad representan una rama completamente distinta del árbol de la vida. Las arqueas se parecen mucho a las bacterias por cuanto que son bastante simples y no tienen núcleo, pero presentan el gran beneficio para nosotros de no causar enfermedades conocidas en humanos. Lo único que nos dan es un poco de gas, en forma de metano.

Vale la pena tener presente que todos estos microbios no tienen casi nada en común en lo relativo a su historia y genética.13 Lo único que los une es su pequeñez. Para todos ellos, sin excepción, cada uno de nosotros no es una persona, sino un mundo: una vasta y sorprendente diversidad de ecosistemas maravillosamente ricos con la ventaja añadida de la movilidad, junto con los utilísimos hábitos de estornudar, acariciar animales y no lavarse siempre tan meticulosamente como de hecho deberíamos hacerlo.

El cuerpo humano

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