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Puede que resulte un poco sorprendente si se piensa, pero nuestra piel es nuestro mayor órgano, y posiblemente el más versátil. Mantiene las tripas dentro y las cosas malas fuera. Amortigua los golpes. Nos proporciona el sentido del tacto, brindándonos placer, calor, dolor y casi todo lo que nos convierte en seres vitales. Produce melanina para protegernos de los rayos del sol. Se repara cuando la maltratamos. Es la responsable de cuanta belleza logremos poseer. Cuida de nosotros.

El nombre formal con el que se denomina la piel es sistema cutáneo. Su tamaño es de unos dos metros cuadrados, y su peso total suele oscilar entre los 4,5 y los 7 kilos, aunque, obviamente, ello depende de nuestra estatura y de la cantidad de culo y barriga que necesite envolver. Es más fina en los párpados (con solo unos 0,025 milímetros de grosor), y más gruesa en la palma de las manos y la planta de los pies. A diferencia de un corazón o un riñón, la piel nunca falla. «Nuestras costuras no revientan ni tenemos fugas espontáneas», sostiene Nina Jablonski, profesora de antropología en la Universidad Estatal de Pensilvania, que es la decana de todo lo relacionado con la piel.1

La piel está formada por una capa interna llamada dermis y una externa que recibe el nombre de epidermis. La superficie más externa de la epidermis, la denominada capa córnea, está compuesta íntegramente de células muertas. Resulta una idea fascinante que justo aquello que nos hace más encantadores esté muerto. Allí donde el cuerpo se encuentra con el aire, todos somos cadáveres. Esas células externas de la piel se reemplazan cada mes. Perdemos piel de manera copiosa, casi irresponsable: unos 25.000 «copos» por minuto, es decir, más de un millón cada hora.2 Si pasa el dedo por un estante polvoriento, en gran medida estará abriendo camino a través de fragmentos de su antiguo yo. Nos convertimos en polvo de forma tan discreta como implacable.

A esos «copos» de piel se los denomina propiamente escamas. Cada uno de nosotros deja tras de sí alrededor de medio kilo de polvo al año. Si quemáramos el contenido de la bolsa de nuestro aspirador, el tufo predominante sería ese inconfundible olor a chamusquina que asociamos al cabello quemado.3 La razón es que la piel y el cabello están hechos básicamente del mismo material: queratina.

Debajo de la epidermis se encuentra la dermis, una capa más fértil donde residen todos los sistemas activos de la piel: vasos sanguíneos y linfáticos, fibras nerviosas, las raíces de los folículos pilosos, los depósitos glandulares del sudor y el sebo… Debajo de esta hay una capa subcutánea —que técnicamente no forma parte de la piel— donde se almacena la grasa. Aunque no pertenezca al sistema cutáneo, es una parte importante del cuerpo, dado que almacena energía, proporciona aislamiento y mantiene unida la piel al cuerpo que hay debajo.

Nadie sabe a ciencia cierta cuántos poros tenemos en la piel, pero lo cierto es que estamos seriamente perforados. La mayoría de las estimaciones sugieren que tenemos entre dos y cinco millones de folículos pilosos, y quizá el doble de glándulas sudoríparas. Los folículos realizan una doble función: hacer brotar pelos y secretan sebo (en las glándulas sebáceas) que, mezclado con el sudor, forma una capa oleosa en la superficie. Esto contribuye a mantener la piel suave y a la vez hacerla inhóspita para muchos organismos extraños. A veces los poros se bloquean con pequeños tapones de piel muerta y sebo seco, formando las denominadas espinillas. Si además el folículo se infecta y se inflama, el resultado son esos granos que tanto atemorizan a los adolescentes. Los jóvenes tienen granos simplemente porque sus glándulas sebáceas —como todas sus glándulas— son sumamente activas. Cuando esa afección se cronifica, el resultado es el acné, un término de origen bastante incierto.4 Parece estar relacionado con la palabra griega acme, que hace referencia a un logro elevado y admirable, lo cual con toda seguridad no es precisamente un rostro lleno de granos. No está nada claro cómo ambos conceptos llegaron a hermanarse, y se barajan varias hipótesis, entre ellas la de un posible error tipográfico.

La dermis también contiene una serie de receptores que nos mantienen literalmente en contacto con el mundo: si una ligera brisa juguetea en nuestra mejilla, son los corpúsculos de Meissner* los que nos lo hacen saber; cuando tocamos un plato caliente con la mano, son los de Ruffini lo que ponen el grito en el cielo; las células de Merkel responden a la presión constante; los corpúsculos de Pacini, a la vibración.

Los corpúsculos de Meissner son los favoritos de todo el mundo. Detectan el más ligero roce y son particularmente abundantes en nuestras zonas erógenas y otras áreas de sensibilidad acrecentada: las yemas de los dedos, los labios, la lengua, el clítoris, el pene, etc.5 Reciben su nombre del anatomista alemán Georg Meissner, a quien se atribuye su descubrimiento en 1852, aunque su colega Rudolf Wagner afirmó que en realidad el descubridor era él. Los dos hombres riñeron por el asunto, demostrando que en la ciencia no hay ningún detalle demasiado pequeño que no sea capaz de suscitar animosidad.

Todos estos receptores están exquisitamente sintonizados para permitirnos sentir el mundo. Un corpúsculo de Pacini puede detectar un movimiento de solo 0,00001 milímetros, que en la práctica viene a ser como no moverse en absoluto. Es más: ni siquiera requieren contacto físico con el material que están interpretando. Como señala David J. Linden en su libro Touch, si hundes una pala en grava o en arena, puedes percibir la diferencia entre ambas, a pesar de que lo único que tocas es la pala.6 Curiosamente, no tenemos ningún receptor para detectar la humedad:7 solo disponemos de sensores térmicos para guiarnos; de ahí que, cuando nos sentamos en un lugar húmedo, generalmente no podemos saber si realmente está húmedo o tan solo frío.

Las mujeres lo tienen mucho mejor que los hombres en lo relativo a la sensibilidad táctil de los dedos, pero posiblemente sea solo porque tienen las manos más pequeñas y, por ende, una red de sensores más densa.8 Un aspecto interesante del tacto es que el cerebro no solo nos dice qué sensación nos produce algo, sino qué sensación debería producirnos. De ahí que la caricia de un amante nos produzca una sensación maravillosa, pero el mismo roce por parte de un extraño nos resulte repugnante u horrible. También es por eso por lo que nos resulta tan difícil hacernos cosquillas a nosotros mismos.

Uno de los momentos más memorables e inesperados que experimenté cuando escribía este libro fue en una sala de disección de la Facultad de Medicina de la Universidad de Nottingham, cuando un profesor y cirujano llamado Ben Ollivere (sobre el que diré mucho más a su debido tiempo) hizo una cuidadosa incisión y arrancó una tirilla de piel de aproximadamente un milímetro de grosor del brazo de un cadáver. Era tan delgada que resultaba translúcida. «Aquí —nos dijo— es donde está todo el color de la piel. A esto se reduce la raza: a una tirilla de epidermis».

Le mencioné el tema a Nina Jablonski cuando nos reunimos poco después en su despacho en State College, Pensilvania. Ella asintió con un vigoroso movimiento de cabeza. «Es extraordinario que se dé tanta importancia a una faceta tan pequeña de nuestra composición —me dijo—. La gente actúa como si el color de la piel fuera un factor determinante del carácter, cuando no es más que una reacción a la luz solar. Biológicamente, no existe nada parecido a la raza; nada en términos de color de la piel, rasgos faciales, tipo de cabello, estructura ósea o cualquier otra cosa que sea una cualidad definitoria entre las personas. Y, sin embargo, fíjese en cuánta gente ha sido esclavizada, odiada, linchada o privada de sus derechos fundamentales a lo largo de la historia debido al color de su piel».

Jablonski, una mujer alta y elegante de cabello corto y plateado, trabaja en un despacho muy ordenado, en la cuarta planta del edificio de Antropología del campus de la Universidad Estatal de Pensilvania, pero su interés por la piel surgió hace casi treinta años, cuando era una joven primatóloga y paleobióloga en la Universidad de Australia Occidental, en Perth. Cuando preparaba una conferencia sobre las diferencias en el color de la piel en los primates y los humanos, se dio cuenta de que la información sobre el tema era asombrosamente escasa, y se embarcó en el que se convertiría en el estudio de su vida. «Lo que comenzó como un proyecto pequeño y bastante inocente terminaría abarcando gran parte de mi vida profesional», me explica. En 2006 escribió una obra muy respetada, Skin: A Natural History, a la que seguiría seis años después Living Color: The Biological and Social Meaning of Skin Color.

La cuestión del color de la piel resultaría ser científicamente más compleja de lo que nadie imaginaba. «Hay más de ciento veinte genes involucrados en la pigmentación de los mamíferos —explica Jablonski—, por lo que resulta realmente difícil desentrañarlo todo». Lo que sabemos es esto: la piel obtiene su color de una serie de pigmentos, el más importante de los cuales es una molécula denominada formalmente eumelanina, pero conocida universalmente como melanina.9 Es una de las moléculas más antiguas que se conocen en biología, y se encuentra en todo el mundo viviente. No solo colorea la piel: también da a las aves el color de sus plumas, a los peces la textura y luminiscencia de sus escamas, y a los calamares la negrura púrpura de su tinta. Incluso está involucrada en el proceso que hace que la fruta se vuelva marrón. En nuestro caso, también colorea el cabello. Su producción disminuye drásticamente a medida que envejecemos, y esa es la razón por la que el pelo de las personas mayores tiende a volverse gris.10

«La melanina es un excelente protector solar natural —explica Jablonski—. Se produce en unas células llamadas melanocitos. Todos nosotros, sea cual sea nuestra raza, tenemos el mismo número de melanocitos. La diferencia está en la cantidad de melanina que producen».11 La melanina suele responder a la luz solar de manera bastante irregular, lo que da lugar a las pecas, técnicamente denominadas efélides.12

El color de la piel constituye un ejemplo clásico de lo que se conoce como evolución convergente, es decir, la existencia de resultados evolutivos similares en dos o más ubicaciones distintas. Las personas, pongamos por caso, de Sri Lanka y la Polinesia tienen la piel de color marrón claro no porque exista un vínculo genético directo entre ellas, sino porque evolucionaron independientemente para lidiar con las condiciones en las que vivían, que son similares. Antes se creía que la despigmentación probablemente tardaba entre 10.000 y 20.000 años en producirse; pero hoy, gracias a la genómica, sabemos que puede ocurrir mucho más deprisa, probablemente en solo 2.000 o 3.000 años. También sabemos que es un proceso que se ha producido repetidamente. La piel de color claro —o «piel despigmentada», como la llama Jablonski— ha evolucionado al menos en tres ocasiones distintas en la Tierra. La bonita gama de tonos que poseemos los humanos obedece a un proceso constantemente cambiante. En palabras de Jablonski: «Estamos en medio de un nuevo experimento en la evolución humana».

Se ha sugerido que la piel clara puede ser consecuencia de la migración humana y el auge de la agricultura. El argumento es que los cazadores-recolectores obtenían gran parte de su vitamina D del pescado y la caza, y que esos aportes disminuyeron drásticamente cuando la gente empezó a cultivar, y especialmente al desplazarse a latitudes más septentrionales. En consecuencia, tener una piel más clara se convirtió en una gran ventaja, ya que permitía sintetizar más vitamina D.

La vitamina D es vital para la salud. Ayuda a desarrollar unos huesos y dientes fuertes, estimula el sistema inmunitario, combate el cáncer y alimenta el corazón. Es absolutamente beneficiosa. Podemos obtenerla de dos maneras: de los alimentos que ingerimos o de la luz solar. El problema es que un exceso de exposición a los rayos ultravioleta del sol daña el ADN de nuestras células y puede causar cáncer de piel, de modo que obtener la cantidad de vitamina correcta resulta un tanto complicado. Los humanos hemos afrontado el reto desarrollando diversos tonos de piel para adaptarnos a la intensidad de la luz del sol en diferentes latitudes. Cuando el cuerpo humano se adapta a unas circunstancias alteradas, ese proceso se conoce como plasticidad fenotípica. De hecho, constantemente modificamos el color de la piel: por ejemplo, cuando nos bronceamos o nos quemamos bajo un sol brillante, o cuando nos sonrojamos de vergüenza. El rojo de las quemaduras solares obedece al hecho de que los diminutos vasos sanguíneos de las áreas afectadas se dilatan y se llenan de sangre, haciendo que la piel resulte caliente al tacto13 (el nombre formal de las quemaduras solares es el de «eritemas»).14 Asimismo, las mujeres embarazadas con frecuencia experimentan un oscurecimiento de los pezones y las areolas, y en ocasiones también de otras partes del cuerpo, como el abdomen y la cara, como resultado de un incremento de la producción de melanina. Este proceso se conoce como melasma, pero se ignora su finalidad.15 Por otra parte, el enrojecimiento que experimentamos cuando nos enfurecemos resulta un poco contradictorio: cuando el cuerpo se apresta a luchar, básicamente desvía el flujo sanguíneo hacia donde realmente se necesita, es decir, los músculos; por lo que el motivo de enviar sangre a la cara, donde no confiere ningún beneficio fisiológico obvio, sigue siendo un misterio. Una posibilidad sugerida por Jablonski es que, de alguna manera, ello contribuye a equilibrar la presión arterial. O también podría servir simplemente como una señal para que tu oponente retroceda al ver que estás de veras enfadado.

Sea como fuere, la pausada evolución de los diferentes tonos de piel funcionaba muy bien cuando la gente se quedaba en un mismo sitio o realizaba migraciones muy lentas y graduales, pero la mayor movilidad actual implica que muchas personas terminan en lugares donde los niveles de sol y los tonos de piel no cuadran en absoluto. En regiones como el norte de Europa y Canadá, en los meses de invierno no es posible obtener bastante vitamina D de la debilitada luz solar para conservar la salud, por muy pálida que sea nuestra piel, de modo que dicha vitamina debe consumirse en forma de alimento, y casi nadie obtiene la suficiente cantidad. Esto último no resulta sorprendente: para cumplir con los requisitos dietéticos recurriendo únicamente al alimento habría que ingerir 16 huevos o casi tres kilos de queso suizo todos los días, o, de forma más plausible —ya que no más sabrosa—, tragarse media cucharada de aceite de hígado de bacalao. En algunos países, como Estados Unidos, esta deficiencia se palía en parte añadiendo vitamina D a la leche, pero habitualmente eso solo proporciona una tercera parte de las necesidades diarias de los adultos. En consecuencia, se calcula que alrededor del 50 % de todos los habitantes del mundo tienen un déficit de vitamina D durante al menos una parte del año.16 En los climas septentrionales, la proporción puede llegar ser de hasta el 90 %.

Al desarrollar una piel más clara, también se aclaró el color de los ojos y el cabello, pero solo en una época bastante reciente.17 Los ojos y el cabello claros surgieron más o menos en la zona del mar Báltico hace unos 6.000 años. No sabemos muy bien por qué. El color del cabello y los ojos no afecta al metabolismo de la vitamina D, o a cualquier otro aspecto fisiológico ligado a él, por lo que no parece haber ningún beneficio práctico. Se cree que esos rasgos fueron seleccionados como marcadores tribales o porque la gente los encontraba más atractivos. Si uno tiene los ojos azules o verdes, no es porque su iris contenga una mayor cantidad de esos colores que el de otras personas, sino porque contiene una menor cantidad de otros: es la escasez de otros pigmentos la que hace que los ojos resulten ser azules o verdes.

El color de la piel ha estado cambiando durante un periodo mucho más prolongado —al menos 60.000 años—, pero no ha sido un proceso lineal.18 «Algunas personas se han despigmentado; otras se han repigmentado —explica Jablonski—. En algunas personas, los tonos de la piel se han alterado mucho al trasladarse a nuevas latitudes; en otras, casi nada».

Las poblaciones indígenas de Sudamérica, por ejemplo, son de piel más clara de lo que cabría esperar en las latitudes que habitan.19 Ello se debe al hecho de que, en términos evolutivos, son recién llegados. «Pudieron llegar a los trópicos con bastante rapidez y disponían de mucho equipamiento, incluida algo de ropa —me explicó Jablonski—. De modo que en la práctica frustraron la evolución». Más difícil de explicar ha resultado el caso de los joisán de África meridional.20 Estos han vivido siempre bajo el sol del desierto y nunca han migrado a largas distancias; sin embargo, tienen una piel un 50 % más clara de lo que cabría predecir en función de su entorno. Actualmente, se cree que en algún momento en los últimos 2.000 años el contacto con extraños introdujo una mutación genética que les aclaró la piel; sin embargo, se ignora quiénes fueron esos misteriosos extraños.

El desarrollo en los últimos años de técnicas que permiten analizar ADN antiguo implica que hoy estamos descubriendo cada vez más cosas; gran parte de ellas resultan sorprendentes, pero también hay algunas confusas, mientras que otras son objeto de debate. Basándose en el análisis de ADN, a comienzos de 2018 un grupo de científicos del University College de Londres y el Museo de Historia Natural de Gran Bretaña anunciaron, para sorpresa generalizada, que el primitivo británico conocido como el hombre de Cheddar tenía la piel «entre oscura y negra». (Lo que en realidad dijeron fue que había una probabilidad del 76 % de que tuviera la piel oscura).21 Al parecer, también tenía los ojos azules. El hombre de Cheddar pertenecía a uno de los primeros grupos de personas que regresaron a Gran Bretaña tras el final de la última glaciación, hace unos 10.000 años. Sus antepasados llevaban 30.000 años en Europa, tiempo más que suficiente para haber desarrollado una piel clara, por lo que, si de verdad tenía la piel oscura, sería una auténtica sorpresa. Sin embargo, otros expertos han sugerido que el ADN estaba demasiado degradado, y nuestro conocimiento de la genética de la pigmentación es aún demasiado incierto para poder sacar conclusiones sobre el color de la piel y los ojos del hombre de Cheddar.22 Cuando menos, el asunto era un recordatorio de cuánto nos queda por aprender. «En lo referente a la piel, en muchos aspectos todavía estamos dando los primeros pasos», me aseguró Jablonski.

La piel se presenta de dos formas distintas: con pelo y sin él. La piel sin pelo se denomina lampiña, y no es demasiado abundante. Las únicas partes de nuestro cuerpo realmente desprovistas de pelo son los labios, los pezones y los genitales, además de las palmas de las manos y las plantas de los pies. El resto del cuerpo está cubierto, o bien de pelo visible, el llamado vello terminal, como en la cabeza, o bien del denominado vello corporal, que es el que da esa textura aterciopelada que encontramos, por ejemplo, en la mejilla de un niño. En realidad, somos tan peludos como nuestros primos los simios: lo que ocurre es que nuestro pelo es mucho más fino y tenue.23 En total, se calcula que tenemos cinco millones de pelos, pero el número varía con la edad y las circunstancias, y en cualquier caso se trata solo de una estimación.24

El pelo es un rasgo exclusivo de los mamíferos. Como la piel que hay debajo, sirve para múltiples propósitos: proporciona calor, amortiguación y camuflaje, protege el cuerpo de la luz ultravioleta y permite que los miembros de un grupo se indiquen unos a otros que están enfadados o excitados.25 Sin embargo, es evidente que algunas de esas características no funcionan tan bien cuando uno casi no tiene pelo. En todos los mamíferos, cuando tienen frío, los músculos que rodean los folículos pilosos se contraen en un proceso denominado formalmente horripilación, pero que se conoce más comúnmente como ponérsele a uno la piel de gallina. En los mamíferos provistos de pelaje, este añade una provechosa capa de aire aislante entre el pelo y la piel, pero el vello de los humanos no tiene absolutamente ningún beneficio fisiológico y simplemente nos recuerda cuán relativamente lampiños somos.26 La horripilación también hace erizarse el pelo de los mamíferos (para que el animal parezca más grande y feroz), y de ahí que se nos ponga la piel de gallina cuando estamos asustados o nerviosos; pero, obviamente, en los humanos eso tampoco funciona muy bien.27

Las dos cuestiones más persistentes en relación con el pelo humano son: ¿cuándo nos convertimos en seres básicamente desprovistos de pelo, y por qué conservamos pelo visible en los pocos lugares donde lo tenemos? En cuanto a la primera, no es posible determinar de forma categórica cuándo perdieron el pelo los humanos, ya que el cabello y la piel no se conservan en el registro fósil; pero sí se sabe por estudios genéticos que la pigmentación surgió en un periodo comprendido entre hace 1,2 y 1,7 millones de años.28 Cuando todavía teníamos pelaje, la piel oscura no era necesaria, por lo que este hecho sugeriría un marco temporal bastante seguro para la pérdida del pelo. El motivo por el que conservamos el pelo en algunas partes del cuerpo resulta bastante fácil de determinar en el caso de la cabeza, pero no está tan claro en lo referente a otras áreas corporales. El pelo de la cabeza actúa como un buen aislante en los climas fríos y un buen reflector del calor en los climas cálidos. Para Nina Jablonski, el pelo extremadamente rizado es el que constituye la versión más eficiente, «puesto que incrementa el grosor del espacio comprendido entre la parte superficial del cabello y el cuero cabelludo, permitiendo que circule el aire».29 Otra razón independiente de que conservemos el pelo en la cabeza, pero no menos importante, es que este ha sido una herramienta de seducción desde tiempo inmemorial.

Explicar la presencia del vello púbico y axilar resulta más problemático. No es fácil imaginar de qué modo el vello de las axilas puede enriquecer la existencia humana. Una posible explicación sería que este tipo de vello secundario tiene la función de atrapar o dispersar (según la teoría) los aromas sexuales o feromonas. El único problema de esta teoría es que no parece que los humanos tengamos feromonas.30 Un estudio publicado en 2017 en Royal Society Open Science por un grupo de investigadores de Australia concluyó que las feromonas humanas probablemente no existen, y, de existir, ciertamente no tienen un papel detectable en la atracción. Otra hipótesis es que, de alguna manera, el vello secundario protege la piel que hay debajo, aunque es evidente que mucha gente opta por eliminar el vello de todo su cuerpo sin que ello comporte un notable aumento de la irritación de la piel. Una teoría más plausible, probablemente, es que el vello secundario está ahí con fines de exhibición: que anuncia la madurez sexual.31

Cada pelo de nuestro cuerpo tiene un ciclo de desarrollo, con una fase de crecimiento y otra de reposo. En el caso del vello facial, el ciclo normalmente se completa en cuatro semanas, pero un pelo del cuero cabelludo puede acompañarnos durante seis o siete años. Es probable que un pelo axilar dure unos seis meses, mientras que uno de la pierna durará dos. Por término medio, el pelo crece un tercio de milímetro al día, pero la tasa de crecimiento real depende de nuestra edad y nuestra salud, e incluso de la estación del año. Eliminar el pelo, ya sea mediante corte, afeitado o depilación con cera, no tiene ningún efecto en lo que sucede en la raíz. Cada uno de nosotros desarrolla unos ocho metros de pelo a lo largo de su vida, pero, como todo pelo se cae en un momento u otro, ningún mechón puede superar más o menos un metro de extensión.32 Nuestros ciclos de desarrollo del cabello son escalonados, de modo que por regla general apenas nos damos cuenta de que se cae.

El cuerpo humano

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