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II

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Un virus, en las inmortales palabras del Premio Nobel británico Peter Medawar, es «una mala noticia envuelta en una proteína». En realidad, muchos virus no son malas noticias en absoluto, al menos no para los humanos. Los virus resultan un tanto extraños: no están del todo vivos, pero tampoco puede decirse que estén muertos. Fuera de las células vivas son simples objetos inertes. No comen, ni respiran, ni hacen prácticamente ninguna otra cosa. No tienen medios de locomoción. Para desplazarse no se propulsan por su cuenta: hacen autostop. Tenemos que pasar nosotros a recogerlos de manijas de puertas o apretones de manos, o arrastrarlos a nuestro interior con el aire que respiramos. La mayor parte del tiempo están tan inertes como una mota de polvo; pero métalos en una célula viva y los verá florecer de vida exuberante y reproducirse tan furiosamente como cualquier ser viviente.

Al igual que las bacterias, los virus se caracterizan por sus increíbles logros. El virus del herpes lleva existiendo cientos de millones de años, e infecta a todo tipo de animales, incluidas las ostras.14 También son tremendamente pequeños: mucho más que las bacterias, y demasiado para poderlos ver con microscopios convencionales. Si infláramos uno de ellos hasta que alcanzara el tamaño de una pelota de tenis, un humano en la misma escala tendría 800 kilómetros de estatura;15 en comparación, una bacteria sería del tamaño de una pelota de playa.

En el sentido moderno, que designa un microorganismo extremadamente pequeño, el término virus es relativamente reciente: tiene su origen en 1900, cuando un botánico holandés llamado Martinus Beijerinck descubrió que las plantas de tabaco que estaba estudiando eran susceptibles a la acción de un misterioso agente infeccioso aún más pequeño que las bacterias. Al principio denominó a aquel misterioso agente contagium vivum fluidum, pero luego pasó a llamarlo virus, una palabra latina que significa «toxina».16 Aunque fue el padre de la virología, durante su vida no se reconoció la importancia de su descubrimiento, por lo que nunca se le honró con un Premio Nobel como realmente merecía.

Si bien antes se creía que todos los virus causan enfermedades —de ahí la cita de Peter Medawar—, hoy sabemos que la mayoría de ellos infectan solo células bacterianas y no tienen ningún efecto en nosotros. De los cientos de miles de virus que se calcula que existen según las estimaciones más razonables, solo se conocen 586 especies que infectan a los mamíferos, y, de ellas, solo 263 afectan a los humanos.17

Sabemos muy poco sobre la mayoría de esos otros virus no patógenos porque, en general, solo se tiende a estudiar los que causan enfermedades. En 1986, una estudiante de la Universidad Estatal de Nueva York en Stony Brook llamada Lita Proctor decidió buscar virus en el agua del mar, un objetivo considerado bastante excéntrico, ya que en general se creía que los océanos no tenían virus, salvo, quizá, por un puñado de ellos introducidos de manera transitoria por las tuberías de desagüe de aguas residuales y similares. Debido a ello, no pudo menos que causar cierto asombro que Proctor descubriera que, por término medio, un litro de agua de mar contiene hasta cien mil millones de virus.18 Más recientemente, Dana Willner, bióloga de la Universidad Estatal de San Diego, investigó la cantidad de virus que hay en los pulmones de las personas sanas, otro lugar donde no se creía que acecharan demasiado. Willner descubrió que el ciudadano medio albergaba 174 especies de virus, el 90 % de las cuales no se conocían hasta entonces. Hoy sabemos que la Tierra bulle de virus en una medida que hasta hace poco apenas sospechábamos. Según la viróloga Dorothy H. Crawford, si se pusieran en fila únicamente los virus de los océanos, estos ocuparían una extensión de 10 millones de años luz, una distancia que va mucho más allá de lo imaginable.19

Otra cosa que los virus saben hacer es esperar su momento. En 2014 se produjo un ejemplo bastante extraordinario de ello cuando un equipo de científicos franceses encontraron en Siberia un virus hasta entonces desconocido, Pithovirus sibericum. Aunque llevaba 30.000 años encerrado en el permafrost, cuando se inyectó en una ameba entró en acción con todo el vigor propio de la juventud. Afortunadamente, resultó que el P. sibericum no infecta a los humanos; pero ¿quién sabe qué otros más puede haber ahí fuera esperando a ser descubiertos? Una manifestación bastante más habitual de esa «paciencia» viral es la que se observa en el virus de la varicela-zóster. Este virus produce la varicela cuando uno es pequeño, pero luego puede permanecer inerte en las células nerviosas durante medio siglo o más antes de rebrotar en esa horrenda y dolorosa indignidad de la tercera edad conocida como culebrilla (o, herpes zóster). Normalmente, esta afección se describe como una dolorosa erupción en el torso, pero en realidad el herpes zóster puede aparecer en casi cualquier parte de la superficie del cuerpo. Un amigo mío lo tuvo en el ojo izquierdo, y lo describió como la peor experiencia de su vida.

El más habitual de nuestros posibles tropiezos virales no deseados es el resfriado común. Todo el mundo sabe que si se enfría es más probable que se resfríe (al fin y al cabo, por eso lo llamamos resfriado), pero hasta ahora la ciencia no ha podido demostrar por qué ocurre eso, o incluso si realmente ocurre. No cabe duda de que los resfriados son más frecuentes en invierno que en verano, pero eso podría deberse únicamente al hecho de que pasamos más tiempo en espacios interiores y, en consecuencia, estamos más expuestos a las fugas y exhalaciones microbianas de los demás.20 El resfriado común no es una única enfermedad, sino más bien toda una familia de síntomas generados por múltiples virus, los más perniciosos de los cuales son los rinovirus.21 Estos por sí solos contienen un centenar de variedades. En resumen, hay muchas formas de contraer un resfriado; de ahí que nunca lleguemos a desarrollar la suficiente inmunidad para dejar de contraerlas todas.

Durante años, hubo en Gran Bretaña un centro de investigación denominado Unidad del Resfriado Común en el condado de Wiltshire, pero cerró en 1989 sin haber logrado hallar una cura. No obstante, sí realizó algunos experimentos interesantes. En uno de ellos se equipó a un voluntario con un dispositivo que goteaba un fino hilillo de un fluido en las fosas nasales al mismo ritmo que lo haría una secreción nasal.22 Luego esa persona se encontró con otros voluntarios en una especie de cóctel simulado. Sin que ninguno de ellos lo supiera, el fluido contenía un tinte visible solo bajo la luz ultravioleta. Cuando esta se encendió después de que hubieran estado interrelacionándose durante cierto tiempo, los participantes se quedaron perplejos al descubrir que el tinte estaba por todas partes: no solo en las manos, la cabeza y la parte superior del cuerpo de cada uno de ellos, sino también en los vasos, los pomos de las puertas, los cojines de los sofás, los cuencos de frutos secos y cualquier otro sitio que se nos pueda ocurrir. Por término medio, un adulto se toca la cara 16 veces cada hora, y en cada uno de esos toques el falso patógeno se fue transfiriendo de la nariz al cuenco de los tentempiés, a una víctima inocente, al pomo de la puerta, a otra víctima inocente, y así sucesivamente hasta que casi todo y casi todos terminaron exhibiendo el alegre resplandor originado por el moco imaginario. En un estudio similar realizado en la Universidad de Arizona, los investigadores untaron la manija metálica de la puerta de un edificio de oficinas y descubrieron que el «virus» tardó solo unas cuatro horas en propagarse por todo el edificio, «infectó» a más de la mitad de los empleados y apareció prácticamente en todos los dispositivos de uso común, como las fotocopiadoras y las cafeteras.23 En el mundo real, este tipo de infestaciones pueden permanecer activas hasta tres días. Sorprendentemente (y según otro estudio), la forma menos efectiva de propagar gérmenes es besarse.24 Este método se reveló casi totalmente ineficaz entre un grupo de voluntarios de la Universidad de Wisconsin que habían sido infectados con éxito con el virus del resfriado. Tampoco a los estornudos y la tos les fue mucho mejor. La única forma realmente fiable de transferir gérmenes en frío es hacerlo físicamente por medio del tacto.

Un estudio realizado en vagones de metro en Boston descubrió que las barras metálicas que se utilizan como agarradero constituyen un terreno bastante hostil para los microbios. En cambio, prosperan en las telas de los asientos y los asideros de plástico.25 Al parecer, el método más eficiente de transferencia de gérmenes es una combinación de papel moneda y moco nasal. Un estudio llevado a cabo en Suiza reveló que el virus de la gripe puede sobrevivir durante dos semanas y media en un billete de banco si va acompañado ni que sea de un micropunto de moco. Sin los mocos, la mayoría de los virus del resfriado no podrían sobrevivir en papel moneda más que unas pocas horas.

Las otras dos variedades de microbios que habitualmente se ocultan en nuestro interior son los hongos y los protistas. Durante mucho tiempo, los hongos representaron una especie de rompecabezas para la ciencia, que los clasificó como plantas un tanto extrañas. De hecho, a nivel celular no se parecen en nada a las plantas: no realizan la fotosíntesis, de modo que no tienen clorofila y, por lo tanto, tampoco son verdes. En realidad, están más estrechamente relacionados con los animales que con las plantas, pero en cualquier caso habría que esperar a 1959 para que se reconociesen como un grupo independiente y se les adjudicara su propio reino. Básicamente, se dividen en dos grupos: mohos y levaduras. En general, los hongos suelen dejarnos tranquilos. Solo hay unos 300, de entre varios millones de especies, que nos afectan de algún modo, y la mayoría de esas micosis —como se las denomina— no nos enferman realmente, sino que más bien nos causan tan solo una leve molestia o irritación, como ocurre, por ejemplo, con el pie de atleta. Sin embargo, hay unos cuantos que resultan mucho más desagradables que eso, y el caso es que su número va en aumento.

Hasta la década de 1950, Candida albicans, el hongo responsable de la candidiasis, solo se encontraba en la boca y los genitales; pero actualmente llega a invadir ocasionalmente el interior del cuerpo, donde puede crecer en el corazón y otros órganos como hace el moho en la fruta. De manera similar, desde hace décadas se sabía de la existencia de Cryptococcus gattii en la Columbia Británica, en Canadá, principalmente en los árboles o en el suelo de alrededor, pero nunca había perjudicado a un humano.26 De pronto, en 1999, desarrolló una repentina virulencia y empezó a causar graves infecciones pulmonares y cerebrales en toda una serie de víctimas dispersas en el oeste de Canadá y Estados Unidos. Resulta imposible determinar la cifra exacta debido a que con frecuencia la enfermedad se diagnostica erróneamente, y, sobre todo, porque en California, uno de los principales focos de incidencia, no se considera una enfermedad de notificación obligatoria; pero desde 1999 se han confirmado algo más de 300 casos en la región occidental de Norteamérica, donde han muerto aproximadamente una tercera parte de las víctimas.

Bastante más conocidas son las cifras relativas a la coccidioidomicosis, una afección denominada también fiebre de San Joaquín o fiebre del valle. Su incidencia se limita casi exclusivamente a los territorios estadounidenses de California, Arizona y Nevada, donde infecta entre 10.000 y 15.000 personas al año y mata a unas 200, aunque probablemente la cifra real sea más elevada, dado que sus síntomas pueden confundirse con los de la neumonía. El hongo vive en el suelo, y el número de casos aumenta cada vez que este se altera, como ocurre, por ejemplo, con los terremotos y las tormentas de polvo. En total, se cree que los hongos son responsables cada año de aproximadamente un millón de muertes en todo el mundo, de modo que difícilmente podríamos considerarlos irrelevantes.

Por último, están los protistas. Un protista es cualquier cosa que no sea manifiestamente una planta, un animal o un hongo; es una categoría reservada para todas las formas de vida que no encajan en ningún otro sitio. Originariamente, en el siglo XIX, a todos los organismos unicelulares se los denominó protozoos: se suponía que todos ellos estaban estrechamente relacionados entre sí. Pero con el tiempo se hizo evidente que tanto a las bacterias como a las arqueas les correspondía su propio reino. Por su parte, los protistas representan una categoría enorme, que incluye a las amebas, los paramecios, las diatomeas, los mohos mucilaginosos y muchos otros organismos que en su mayor parte resultan desconocidos para todo el mundo, menos para las personas que trabajan en los diversos ámbitos de la biología. Desde la perspectiva de la salud humana, los protistas más notables son los del género Plasmodium: son esas pequeñas y malvadas criaturas que se transfieren de los mosquitos a nosotros y nos contagian la malaria. Los protistas también son responsables de otras afecciones como la toxoplasmosis, la giardiasis y la criptosporidiosis.

En resumen, pues, existe una asombrosa variedad de microbios a nuestro alrededor, y apenas estamos empezando a conocer sus efectos sobre nosotros para bien o para mal. En 1992 surgió un fascinante ejemplo de ello en el norte de Inglaterra, concretamente en la antigua ciudad fabril de Bradford, en West Yorkshire, cuando enviaron allí a Timothy Rowbotham, un microbiólogo que trabajaba para el gobierno, para que tratara de localizar el origen de un brote de neumonía.27 En una muestra de agua que tomó de una torre de almacenamiento encontró un microbio que no se parecía a ninguno de los que ni él ni nadie había visto hasta entonces. Provisionalmente lo identificó como una nueva bacteria, no porque fuera de naturaleza particularmente bacteriana, sino porque le parecía que no podía ser otra cosa; y a falta de un término mejor lo bautizó como «coco de Bradford». Aunque por entonces no tenía ni la menor idea de ello, acababa de cambiar el mundo de la microbiología.

Rowbotham guardó las muestras en un congelador durante seis años, y luego, tras jubilarse anticipadamente, las envió a varios colegas. Finalmente, llegaron a manos de Richard Birtles, un bioquímico británico que trabajaba en Francia. Birtles se dio cuenta de que el coco de Bradford era un virus, y no una bacteria; pero uno que no encajaba en ninguna definición de cómo debía ser un virus. Para empezar, era muchísimo más grande, más de cien veces mayor, que cualquier virus conocido hasta entonces. Además, la mayoría de los virus tienen tan solo una docena de genes: este tenía más de mil. Los virus no se consideran seres vivos, pero el código genético de este contenía un tramo de 62 letras* que se ha encontrado en todos los seres vivos desde los albores de la creación, lo que lo convertía no solo en un organismo probablemente vivo, sino tan antiguo como cualquier otra cosa en la Tierra.

Birtles bautizó al nuevo virus como Mimivirus (es decir, «microbio mimético»). Cuando él y sus colegas escribieron sobre sus hallazgos, al principio no pudieron encontrar ninguna revista dispuesta a publicar su trabajo debido a que resultaban demasiado extraños. La torre de refrigeración fue derribada a finales de la década de 1990, y parece ser que la única colonia de este raro y antiguo virus se perdió con ella.

Sin embargo, desde entonces se han encontrado otras colonias de virus aún más enormes. En 2013, un equipo de investigadores franceses dirigido por Jean-Michel Claverie, de la Universidad de Aix-Marseille (la misma institución a la que estaba vinculado Birtles cuando describió el Mimivirus), encontraron un nuevo virus gigante al que denominaron Pandoravirus, que contiene nada menos que 2.500 genes, el 90 % de los cuales no se hallan en ningún otro organismo de la naturaleza. Más tarde encontraron un tercer grupo, el denominado Pithovirus, que es aún más grande y como mínimo igual de extraño. En total, en el momento de redactar estas líneas se conocen cinco grupos de virus gigantes, que no solo son distintos de todos los demás organismos que hay en la Tierra, sino que asimismo son muy diferentes entre sí. Se ha argumentado que estas extrañas y desconocidas biopartículas constituyen la prueba de la existencia de un cuarto dominio de la vida además de los de las bacterias, las arqueas y los eucariotas, el último de los cuales incluye a los seres complejos como nosotros. En lo que respecta a los microbios, pues, es cierto que estamos solo al principio.

El cuerpo humano

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