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LA VISTA

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Ni que decir tiene que el ojo es una auténtica maravilla. Alrededor de una tercera parte de toda nuestra corteza cerebral está involucrada en la visión. En la Inglaterra victoriana, la gente se sentía tan maravillada por la complejidad del ojo que a menudo se argumentaba que constituía una prueba irrefutable de un diseño inteligente, lo cual no dejaba de resultar una extraña elección, dado que el ojo representa más bien el caso inverso (incluso en sentido literal, puesto que está construido al revés). Los conos y bastoncillos que detectan la luz están en la parte de atrás, pero los vasos sanguíneos que lo mantienen oxigenado se encuentran delante. Hay vasos, fibras nerviosas y otros desechos adicionales por todas partes, y el ojo tiene que ver a través de todo eso. Normalmente, el cerebro corrige cualquier interferencia, pero no siempre lo logra. Puede que el lector haya hecho la prueba de observar el cielo azul claro en un día soleado, y en ese caso habrá visto aparecer y desaparecer pequeñas chispas blancas, como brevísimas estrellas fugaces. Lo que vemos en esos casos, sorprendentemente, son nuestros propios glóbulos blancos desplazándose a través de un capilar por delante de la retina.17 Dado que los glóbulos blancos son relativamente grandes (en comparación con los glóbulos rojos), a veces se quedan atascados por un instante en los estrechos capilares, y eso es lo que vemos. Esta perturbación se conoce técnicamente como fenómeno entóptico del campo azul, o también fenómeno de Scheerer, por el nombre de un oftalmólogo alemán de principios del siglo XX, Richard Scheerer. El hecho de que los puntitos resulten especialmente visibles sobre el cielo azul brillante se debe simplemente a la forma en que el ojo absorbe las diferentes longitudes de onda de la luz. Las llamadas «moscas volantes» (del latín muscae volitantes) constituyen un fenómeno similar. Son grupos de fibras microscópicas presentes en el humor vítreo (de consistencia gelatinosa), que proyectan una sombra en la retina. Las moscas volantes se hacen más comunes al envejecer, y generalmente son inofensivas, aunque también pueden estar causadas por un desgarro retiniano. Su nombre técnico, si desea impresionar a alguien, es «miodesopsias».18

Si sostuviera un globo ocular humano en la palma de la mano, probablemente se quedaría sorprendido por su tamaño, ya que cuando está incrustado en la cuenca solo vemos alrededor de una sexta parte.19 El ojo parece una especie de bolsa llena de gel, lo cual no resulta sorprendente habida cuenta de que en realidad está lleno de un material similar al gel: el humor vítreo, al que ya hemos aludido antes (el término humor, en sentido anatómico, hace referencia a cualquier fluido o semifluido del cuerpo, y no, obviamente, a la capacidad de hacer reír).

Como cabría esperar de un instrumento complejo, el ojo está compuesto de numerosas partes —el nombre de algunas de ellas es bien conocido (iris, córnea, retina)…, mientras que el de otras resulta menos familiar (fóvea, coroides, esclerótica)—, pero básicamente podría decirse que viene a ser como una cámara fotográfica. Las partes frontales —el cristalino y la córnea— captan las imágenes que desfilan por delante del ojo y las proyectan en la pared posterior de este —la retina—, donde unos fotorreceptores las convierten en señales eléctricas que a continuación se transmiten al cerebro a través del nervio óptico.

Si hay una parte de la anatomía visual que merece nuestro agradecimiento, esa es la córnea. Esta modesta lente de forma abovedada no solo protege el ojo de los ataques del mundo exterior, sino que, de hecho, realiza las dos terceras partes del trabajo de enfoque del globo ocular. El cristalino, que es el que se lleva todo el mérito en la creencia popular, en realidad solo es responsable de una tercera parte del enfoque.20 Pese a ello, la córnea difícilmente podría tener un aspecto más anodino. Si la sacara y se la colocara en la yema del dedo (donde cabría sin ningún problema), seguramente no le parecería gran cosa. Pero cuando uno la examina con más detalle, descubre —como de hecho ocurre con casi todas las partes del cuerpo— que, en realidad, es una maravilla de complejidad. Está integrada por cinco capas —epitelio, membrana de Bowman, estroma, membrana de Descemet y endotelio— que en conjunto ocupan un espacio de poco más de medio milímetro de grosor. A fin de mantener su transparencia, recibe un suministro de sangre muy modesto; de hecho, prácticamente nulo.

La parte del ojo que contiene una mayor cantidad de fotorreceptores —la que realmente realiza el trabajo de la visión— se denomina fóvea (del latín fovea, que significa «fosa poco profunda»; la fóvea se halla de hecho en el seno de una suave depresión).* No deja de ser curioso que, pese a ser una parte tan crucial, la mayoría de nosotros nunca hayamos oído hablar de ella.

Para mantener todos estos engranajes bien engrasados (en el sentido más literal), producimos lágrimas constantemente. Las lágrimas no solo permiten que los párpados se deslicen con facilidad, sino que asimismo nivelan las pequeñas imperfecciones de la superficie del globo ocular, lo que facilita una visión nítida.21 También contienen productos químicos antimicrobianos que mantienen a raya a la mayoría de los agentes patógenos. Hay tres tipos de lágrimas: basales, reflejas y emocionales. Las lágrimas basales son las de tipo funcional que lubrican el ojo. Las reflejas son las que fluyen cuando el ojo se irrita, por ejemplo, debido al humo, a la presencia de cebollas en rodajas o similares. Las emocionales, obviamente, no hace falta explicarlas, pero sí hay que decir que constituyen un rasgo único: que sepamos, somos las únicas criaturas que lloran por sentimiento. Por qué lo hacemos es otro de los numerosos misterios de la vida que aún no hemos resuelto. Echar a llorar no nos reporta ningún beneficio fisiológico; y también resulta un tanto extraño que esa reacción, que denota una profunda tristeza, también se desencadene por una alegría extrema, un silencioso arrobamiento, un intenso orgullo o casi cualquier otro potente estado emocional.

En la producción de lágrimas interviene un extraordinario número de diminutas glándulas distribuidas por toda la periferia del ojo; a saber: las glándulas de Krause, Wolfring, Moll y Zeiss, además de casi cuatro docenas de glándulas de Meibomio, situadas en los párpados. En total producimos entre 150 y 300 gramos de lágrimas diarias.22 Las lágrimas se drenan a través de unos pequeños orificios denominados puntos lagrimales, situados en esas pequeñas elevaciones carnosas (conocidas como papilas lagrimales) que tenemos en el borde de cada ojo junto a la nariz. Cuando vertemos lágrimas emocionales, los puntos no pueden drenar el fluido con la suficiente rapidez; de ahí que este se desborde y termine corriendo por las mejillas.

El iris es lo que le da al ojo su color. Está compuesto por un par de músculos que ajustan la apertura de la pupila, de manera similar al diafragma de una cámara fotográfica, para dejar entrar más o menos luz según sea necesario. A primera vista, el iris parece un nítido anillo que rodea la pupila, pero una inspección más detallada muestra que en realidad es «una profusión de manchas, cuñas y radios», en palabras de Daniel McNeill. Esos patrones resultan ser únicos para cada uno de nosotros, y esa es la razón por la que actualmente se utilizan cada vez con mayor frecuencia dispositivos de reconocimiento del iris para identificarnos en los controles de seguridad.

La parte blanca del ojo se conoce formalmente como esclerótica (del griego sklērótēs, «dureza»). Nuestras escleróticas son únicas entre los primates: nos permiten controlar las miradas de los demás con considerable precisión, además de comunicarnos en silencio.23 Solo tenemos que mover ligeramente los globos oculares para hacer que un compañero dirija su mirada, pongamos por caso, a alguien que está sentado en una mesa vecina en un restaurante.

Nuestros ojos contienen dos tipos de fotorreceptores responsables de la visión: los bastoncillos, que nos ayudan a ver en condiciones de poca luz, pero no proporcionan información sobre el color, y los conos, que funcionan cuando hay luz abundante y dividen el mundo en tres colores: azul, verde y rojo. Las personas denominadas daltónicas suelen carecer de uno de los tres tipos de conos, por lo que no ven todos los colores, sino únicamente algunos. A las personas que no tienen conos y, en consecuencia, no ven los colores en absoluto se las denomina acrómatas. Su principal problema no es que su mundo sea en blanco y negro, sino que la luz brillante les causa tremendas molestias y pueden quedar literalmente cegadas por la luz del sol.24 Dado que antaño fuimos seres nocturnos, nuestros antepasados renunciaron a cierta agudeza en la visión del color; es decir, sacrificaron conos por bastoncillos para obtener una mejor visión nocturna. Mucho más tarde, los primates volvieron a desarrollar la capacidad de ver los rojos y anaranjados para poder identificar mejor la fruta madura, pero, pese a ello, seguimos teniendo tan solo tres tipos de receptores del color, mientras que las aves, los peces y los reptiles tiene cuatro.25 Resulta un tanto humillante, pero el hecho es que casi todas las criaturas no mamíferas viven en un mundo visualmente más rico que el nuestro.

Por otra parte, también es cierto que hacemos bastante buen uso de lo que tenemos. El ojo humano puede distinguir un número de colores que oscila entre los 2 y los 7,5 millones, según diversos cálculos. Eso es mucho, incluso si nos quedamos con la estimación más prudente.

Nuestro campo visual resulta sorprendentemente compacto. Mírese la uña del pulgar con el brazo extendido: esta representa más o menos el área que el ojo ve con nitidez en cualquier momento. Sin embargo, dado que nuestros ojos se mueven constantemente de un punto a otro —tomando cuatro instantáneas por segundo—, tenemos la impresión de ver un área mucho más amplia. Esos movimientos rápidos del ojo se denominan movimientos sacádicos (del francés saccade, «trompicón»), y cada día los realizamos aproximadamente un cuarto de millón de veces sin ser ni tan siquiera conscientes de ellos (ni tampoco los observamos en los demás).26

Asimismo, todas las fibras nerviosas salen del ojo a través de un único canal situado en la parte posterior, lo que hace que exista un punto ciego a unos 15 grados del centro de nuestro campo de visión. El nervio óptico es bastante robusto: tiene aproximadamente el grosor de un lápiz, lo que implica que perdemos un considerable espacio visual. Puede experimentar ese punto ciego mediante un sencillo truco: primero cierre el ojo izquierdo y mire al frente con el otro; luego alce un dedo de la mano derecha lo más lejos que pueda de la cara; mueva poco a poco el dedo a través de su campo de visión sin dejar de mirar fijamente hacia delante. En algún momento, milagrosamente, el dedo desaparecerá. ¡Enhorabuena! Ha encontrado su punto ciego.

Normalmente no experimentamos el punto ciego porque nuestro cerebro rellena constantemente el vacío por nosotros. Este proceso se denomina interpolación perceptual. Vale la pena señalar que el punto ciego es de hecho mucho más que un punto: constituye una parte sustancial de nuestro campo de visión central. Es bastante extraordinario que una parte importante de todo lo que «vemos» en realidad resulte ser un producto de nuestra imaginación. A veces, los naturalistas de la Inglaterra victoriana citaban este hecho como una prueba adicional de la benevolencia divina, obviamente sin pararse a preguntar por qué Dios nos había dado de entrada un ojo defectuoso.27

El cuerpo humano

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