Читать книгу El cuerpo humano - Bill Bryson - Страница 5
1 CÓMO CONSTRUIR UN HUMANO
Оглавление¡Cuán semejante a un dios!
WILLIAM SHAKESPEARE,
Hamlet
Hace mucho, cuando cursaba los primeros años de secundaria en una escuela estadounidense, recuerdo que un maestro de biología me enseñó que todas las sustancias químicas que componen un cuerpo humano podían comprarse en una droguería más o menos por unos 5 dólares. No recuerdo la cifra exacta: puede que fueran 2,97 dólares, o tal vez 13,50; pero desde luego era muy poco dinero aun para la década de 1960, y recuerdo que me quedé perplejo ante la idea de que se pudiera fabricar un ser desgarbado y lleno de granos como yo por prácticamente nada.
Fue una revelación tan tremendamente humillante que no me ha abandonado desde entonces. Pero la cuestión es: ¿era cierto? ¿De verdad valemos tan poco?
Muchos expertos (lo que quizá cabría definir mejor como «estudiantes universitarios de ciencias que no tienen con quien salir un viernes») han intentado calcular en varias ocasiones, casi siempre por diversión, cuánto costarían los materiales necesarios para construir un humano. Probablemente, el intento más respetable y exhaustivo emprendido en los últimos años sea el que realizó la Real Sociedad de Química del Reino Unido (RSC, por sus siglas en inglés) cuando, en el marco del Festival de Ciencia de Cambridge de 2013, calculó cuánto costaría reunir todos los elementos necesarios para construir al actor Benedict Cumberbatch (ese año Cumberbatch fue el director invitado del festival, y, convenientemente, resultaba ser un humano del tamaño apropiado).
Según los cálculos de la RSC, hacen falta un total de 59 elementos para construir un ser humano.1 Seis de ellos —carbono, oxígeno, hidrógeno, nitrógeno, calcio y fósforo— representan el 99,1 % de lo que somos, pero una buena parte de los materiales restantes resultan un tanto inesperados. ¿Quién habría pensado que estaríamos incompletos sin un poco de molibdeno en nuestro cuerpo, o de vanadio, manganeso, estaño y cobre? Hay que decir que nuestros requisitos con respecto a algunos de esos elementos son increíblemente modestos y se miden en partes por millón o incluso en partes por mil millones. Por ejemplo, solo necesitamos 20 átomos de cobalto y 30 de cromo por cada 999.999.999,5 átomos de todo lo demás.2
El principal componente de cualquier ser humano, que ocupa el 61 % del espacio disponible, es el oxígeno. Puede parecer un tanto contrario a la intuición que estemos compuestos casi en dos terceras partes de un gas inodoro. La razón de que no seamos livianos e hinchables como un globo es que el oxígeno está en su mayor parte combinado con hidrógeno (que representa otro 10 % de nosotros) para formar agua; y el agua, como sabrá el lector si alguna vez ha intentado mover una piscina infantil o simplemente caminar con la ropa mojada, resulta sorprendentemente pesada. No deja de ser un poco irónico que dos de los elementos más ligeros de la naturaleza, el oxígeno y el hidrógeno, cuando se combinan formen uno de los más pesados, pero tal es nuestra naturaleza. El oxígeno y el hidrógeno también son dos de los elementos más baratos que contenemos. Según la RSC, todo el oxígeno de nuestro cuerpo saldría por solo 8,90 libras,* y el hidrógeno por 16 (suponiendo que tengamos más o menos la complexión de Benedict Cumberbatch). El nitrógeno (el 2,6 % de nosotros) aún nos sale mejor de precio, a solo 0,27 libras por cuerpo. Pero a partir de aquí las cosas se encarecen bastante.
Necesitamos unos 13,5 kilogramos de carbono, y, según la RSC, eso nos costaría 44.300 libras (la institución solo contempla las formas más puras de todos los elementos: nunca harían un humano con materiales baratos). El calcio, el fósforo y el potasio, aunque necesarios en cantidades mucho más pequeñas, nos saldrían en total por otras 47.000 libras. La mayor parte del resto de los elementos resultan aún más costosos por unidad de volumen, pero por fortuna solo se necesitan en cantidades microscópicas. El torio sale a casi 2.000 libras el gramo, pero constituye únicamente el 0,0000001 % de nosotros, por lo que podemos comprar la cantidad necesaria para un cuerpo por solo 0,21. Todo el estaño que necesitamos puede ser nuestro por menos de 0,04 libras, mientras que el circonio y el niobio nos costarán solo 0,02 cada uno. Al parecer, no merece la pena cobrar por el 0,000000007 % de nosotros que representa el samario, ya que en las cuentas de la RSC aparece reflejado con un coste cero.
De los 59 elementos que contenemos, 24 se conocen tradicionalmente como «elementos esenciales», puesto que, de hecho, no podemos prescindir de ellos. El resto viene a ser como un cajón de sastre. Algunos resultan claramente beneficiosos; otros pueden serlo, pero todavía no estamos seguros de en qué manera; otros no son perjudiciales ni beneficiosos, pero simplemente están ahí, por así decirlo; y algunos son claramente malos. El cadmio, por ejemplo, es el vigésimo tercer elemento más común en el cuerpo y constituye el 0,1 % de su volumen, pero resulta extremadamente tóxico. Lo tenemos no porque nuestro cuerpo lo anhele, sino porque penetra en las plantas desde el suelo y luego pasa a nosotros cuando las ingerimos. Si uno vive, por ejemplo, en Norteamérica, probablemente ingiere alrededor de 80 microgramos de cadmio al día, y ni uno solo de ellos le hace ningún bien.
Todavía no hemos logrado entender del todo una sorprendente proporción de lo que ocurre en este nivel elemental. Cojamos casi cualquier célula del cuerpo y tendremos un millón o más de átomos de selenio, pero hasta hace poco nadie tenía ni idea de por qué estaban ahí. Hoy sabemos que el selenio produce dos enzimas vitales cuya deficiencia se ha asociado a hipertensión, artritis, anemia, algunos tipos de cáncer e incluso, posiblemente, una reducción del número de espermatozoides.3 De modo que no hay duda de que es una buena idea tener un poco de selenio en nuestro cuerpo (se encuentra sobre todo en las nueces, el pan integral y el pescado), pero, por otra parte, si ingerimos demasiado puede envenenar irremediablemente el hígado.4 Al igual que ocurre con muchos otros aspectos de la vida, alcanzar el equilibrio correcto es un asunto delicado.
En conjunto, según la RSC, el coste total de construir un nuevo ser humano utilizando al servicial Benedict Cumberbatch como plantilla sería de exactamente 96.546,79 libras.* Obviamente, la mano de obra y el IVA incrementarían aún más los costes. Con suerte, conseguir un Benedict Cumberbatch para llevarse a casa podría salirnos por menos de unas 200.000 libras; no es que sea una enorme fortuna, dentro de lo que cabe, pero, desde luego, tampoco es el puñado de dólares que sugería mi maestro de secundaria. Dicho esto, añadamos que en 2012, Nova, un programa científico de la red de televisión pública estadounidense PBS que lleva mucho tiempo en antena, realizó un análisis exactamente equivalente en uno de sus episodios, titulado «Hunting the Elements», y calculó que el valor de los componentes fundamentales del cuerpo humano era de 168 dólares, lo cual ilustra un hecho que se hará ineludible conforme avance este libro: que, en lo que respecta al cuerpo humano, a menudo los detalles resultan sorprendentemente inciertos.5
Pero, obviamente, en realidad eso apenas importa: por más que paguemos o por más esmero que pongamos en ensamblar los materiales, no crearemos un ser humano. Podríamos reunir a las personas más inteligentes que viven actualmente o han vivido alguna vez y dotarlas de la suma completa de todo el conocimiento humano, y ni aun así podrían crear entre todas una sola célula viva, por no hablar de un replicante Benedict Cumberbatch.
Esto es, sin duda, lo más asombroso de nosotros: que somos solo una colección de componentes inertes, los mismos que uno encontraría en un montón de tierra. Ya lo he dicho antes en otro libro, pero creo que merece la pena repetirlo: lo único que tienen de especial los elementos que nos configuran es el hecho de que nos configuran. Ese es el milagro de la vida.
Pasamos nuestra existencia dentro de esta carne cálida y bamboleante y, sin embargo, apenas le prestamos atención. ¿Cuántos de nosotros sabemos siquiera aproximadamente dónde está el bazo o para qué sirve? ¿O la diferencia entre los tendones y los ligamentos? ¿O qué función tienen los ganglios linfáticos? ¿Cuántas veces al día cree que parpadea? ¿Quinientas? ¿Mil? Seguro que no tiene ni idea. Bueno, pues parpadea 14.000 veces al día; tantas que en total tenemos los ojos cerrados durante veintitrés minutos diarios en nuestro horario de vigilia.6 Sin embargo, no hemos de pensar en ello para nada, puesto que cada segundo de cada día nuestro cuerpo realiza una cantidad literalmente inconmensurable de tareas: puede que un cuatrillón, un nonillón, un quindecillón, un vigintillón (son medidas reales)… En cualquier caso, es una cifra que va mucho más allá de lo imaginable, sin requerir nuestra atención ni un solo instante.
En el segundo de tiempo transcurrido más o menos desde que ha empezado a leer esta frase su cuerpo ha producido un millón de glóbulos rojos. Ya están desplazándose a toda prisa por su interior, circulando por sus venas, manteniéndolo vivo. Cada uno de esos glóbulos rojos recorre vibrando nuestro cuerpo unas 150.000 veces, transportando oxígeno repetidamente a las células, y luego, magullado e inútil, se entregará a otras células para ser silenciosamente eliminado por nuestro bien mayor.
En total, se necesitan siete mil billones de billones de átomos (es decir, 7.000.000.000.000.000.000.000.000.000, o siete mil cuatrillones) para formar a uno de nosotros. Nadie sabe por qué esos siete mil billones de billones de átomos tienen un deseo tan urgente de ser nosotros. Al fin y al cabo, no son más que partículas mecánicas, sin que exista un solo pensamiento o noción entre ellas. Sin embargo, de alguna manera, durante el tiempo de su existencia construirán y mantendrán todos los innumerables sistemas y estructuras necesarios para mantenernos a pleno rendimiento, para que nosotros seamos nosotros, para darnos forma y configuración, y para permitirnos disfrutar de esa rara y extremadamente agradable condición conocida como vida.
Esta es una tarea mucho más ingente de lo que parece. Una vez «desplegados», resultamos ser realmente enormes. Nuestros pulmones, extendidos, cubrirían una pista de tenis, y las vías respiratorias que contienen llegarían de Londres a Moscú. La longitud de todos nuestros vasos sanguíneos daría dos veces y media la vuelta al mundo.7 Pero la parte más extraordinaria de todas es nuestro ADN. Tenemos un metro de él empaquetado en cada célula, y tantas células que, si empalmáramos todo el ADN de nuestro cuerpo en una única y fina hebra, esta se extendería a lo largo de más de 15.000 millones de kilómetros, más allá de Plutón.8 Piense en ello: hay lo suficiente de usted como para abandonar el sistema solar. Somos, en el sentido más literal, seres cósmicos.
Pero nuestros átomos no son más que elementos de construcción, y en sí mismos no están vivos. No es nada fácil decir dónde empieza la vida exactamente. La unidad básica de la vida es la célula: en eso todo el mundo está de acuerdo. La célula está llena de cosas que bullen de actividad —ribosomas y proteínas, ADN, ARN, mitocondrias y muchos otros arcanos microscópicos—, pero ninguna de ellas está viva en sí misma. La propia célula es solo un compartimento —una especie de pequeña habitación: una celda (como indica su etimología)— que las contiene, y de por sí es tan inanimada como cualquier otra habitación. Sin embargo, de alguna manera, cuando todo eso se junta tenemos vida. Esa es la parte que se escapa a la ciencia. Y espero que siempre lo haga.
Lo que quizá resulta más extraordinario es que no hay nadie al mando. Cada componente de la célula responde a las señales de otros componentes, todos chocan y se empujan entre sí como otros tantos autos de choque, pero, de algún modo, todo ese movimiento aleatorio se traduce en una acción fluida y coordinada, no solo dentro de la célula, sino en todo el cuerpo, en la medida en que las células se comunican con otras células situadas en diferentes partes de nuestro cosmos personal.
El corazón de la célula es el núcleo. Este contiene el ADN celular: un metro de él, como ya hemos señalado, estrujado en un espacio que podríamos calificar muy bien de infinitesimal. La razón de que pueda caber tal cantidad de ADN en el núcleo celular es que este es extremadamente delgado:9 se necesitarían 20.000 millones de hebras de ADN colocadas una al lado de otra para obtener el grosor del más fino cabello humano. Cada una de las células del cuerpo (estrictamente hablando, cada una de las células que tienen núcleo) contiene dos copias de nuestro ADN. De ahí que tengamos el suficiente para llegar a Plutón y más allá.
El ADN existe con un único propósito: crear más ADN. Nuestro ADN no es más que un manual de instrucciones para fabricarnos. Una molécula de ADN —como seguramente recordará el lector de innumerables programas de televisión, si no de las clases de biología en la escuela— está formada por dos hebras unidas por peldaños que forman la famosa escalera de caracol conocida como doble hélice. Un tramo de ADN se divide en segmentos llamados cromosomas y unidades individuales más cortas llamadas genes. La suma de todos los genes forma el genoma.
El ADN es extremadamente estable. Puede durar decenas de miles de años. Hoy es lo que permite a los científicos llegar a conocer la antropología del pasado más remoto. Probablemente, nada de lo que el lector posee en este momento —ni una carta, ni una joya ni una preciada reliquia familiar— seguirá existiendo dentro de mil años, pero casi con toda certeza su ADN seguirá estando en algún sito, y podría recuperarse simplemente si alguien se tomara la molestia de buscarlo. El ADN transmite información con una fidelidad extraordinaria: solo comete un error aproximadamente por cada mil millones de letras copiadas. Aun así, eso representa alrededor de tres errores, o mutaciones, por cada división celular. El cuerpo puede ignorar la mayoría de esas mutaciones, pero algunas, de vez en cuando, adquieren una persistente trascendencia. Eso es la evolución.
Todos los componentes del genoma tienen un único propósito: mantener vivo el linaje de nuestra existencia. No deja de ser una lección de humildad pensar que los genes que llevamos son inmensamente antiguos y posiblemente —al menos hasta ahora— eternos. Nosotros moriremos y desapareceremos, pero nuestros genes seguirán y seguirán mientras nosotros y luego nuestros descendientes continúen produciendo descendencia. Y no deja de resultar pasmoso hacer la reflexión de que el linaje personal de cada uno de nosotros no se ha roto ni una sola vez en los 3.000 millones de años transcurridos desde que comenzó la vida. Para que usted o yo estemos aquí ahora, cada uno de nuestros antepasados ha tenido que transmitir con éxito su material genético a una nueva generación antes de extinguirse o de verse apartado de algún otro modo del proceso procreador. Es una auténtica cadena de éxitos.
Lo que hacen concretamente los genes es dar instrucciones para fabricar proteínas. La mayoría de las cosas útiles que hay en el cuerpo son proteínas. Algunas aceleran cambios químicos, y se conocen como enzimas. Otras, las hormonas, transmiten mensajes químicos. Otras atacan a los agentes patógenos: son los anticuerpos. La mayor de todas nuestras proteínas es la denominada titina, que ayuda a controlar la elasticidad muscular. Su nombre químico tiene 189.819 letras, lo que probablemente la convertiría en la palabra más larga de cualquier idioma si no fuera porque los diccionarios no admiten los nombres químicos.10 Nadie sabe cuántos tipos de proteínas tenemos, pero las estimaciones van de unos cientos de miles a un millón o más.11
La paradoja de la genética es que todos nosotros somos muy distintos, pero, no obstante, genéticamente casi idénticos. Todos los humanos comparten el 99,9 % de su ADN, y, aun así, no hay dos humanos iguales.12 Mi ADN y el del lector seguramente diferirán en tres o cuatro millones de lugares, lo cual es solo una pequeña proporción del total, pero suficiente para hacer que haya una gran diferencia entre nosotros.13 Cada uno de nosotros tiene asimismo alrededor de un centenar de mutaciones personales: tramos de instrucciones genéticas que no coinciden en absoluto con ninguno de los genes que nos transmitió ninguno de nuestros progenitores, sino que son exclusivamente nuestros.14
Cómo funciona exactamente todo esto sigue siendo en gran parte un misterio para nosotros. Solo un 2 % del genoma humano codifica proteínas, lo cual equivale a decir que solo el 2 % hace algo demostrable e inequívocamente práctico, pero se ignora por completo qué hace el resto. Parece ser que una gran parte simplemente está ahí, como las pecas en la piel, pero hay otra parte cuya presencia carece de sentido. Hay una breve secuencia concreta, conocida como secuencia Alu, que se repite más de un millón de veces a lo largo de nuestro genoma, en ocasiones incluso en medio de importantes genes responsables de la codificación de proteínas.15 Por lo que sabemos hasta ahora es un auténtico galimatías, y, sin embargo, constituye el 10 % de todo nuestro material genético. A esa parte misteriosa se la llamó durante un tiempo «ADN basura», aunque actualmente se le da el nombre, más elegante, de «ADN oscuro», lo que significa que no sabemos qué hace o por qué está ahí. Parte de él está involucrado en la regulación de los genes, pero la función del resto permanece en su mayoría por determinar.
Con frecuencia se compara el cuerpo con una máquina, pero en realidad es mucho más que eso: trabaja las veinticuatro horas del día durante décadas sin necesidad (en su mayor parte) de un mantenimiento regular o la instalación de piezas de repuesto; funciona con agua y unos cuantos compuestos orgánicos; es suave y bastante bonito; resulta convenientemente móvil y flexible; se reproduce con entusiasmo; cuenta chistes, siente afecto, y sabe apreciar una encendida puesta de sol y una refrescante brisa. ¿Cuántas máquinas conoce que sean capaces de hacer algo de eso? No hay ninguna duda: somos una auténtica maravilla. Pero hay que decir que, entonces, también lo es una lombriz de tierra.
¿Y cómo celebramos el esplendor de nuestra existencia? Bueno, la mayoría de nosotros haciendo el mínimo ejercicio y comiendo el máximo. Piense en toda la basura que se mete por la garganta y cuánto tiempo de su vida pasa despatarrado en estado semivegetativo frente a una pantalla brillante. Y, sin embargo, de alguna forma milagrosa nuestros cuerpos nos cuidan, extraen nutrientes de los variados alimentos que nos llevamos a la boca y se las ingenian para mantenernos de una pieza, generalmente a un nivel bastante bueno, durante décadas. Suicidarse mediante el estilo de vida requiere años.
Aunque lo hagamos casi todo mal, nuestro cuerpo nos mantiene y preserva. La mayoría de nosotros somos testimonio de ello de una u otra forma. Cinco de cada seis fumadores no contraen cáncer de pulmón.16 La mayoría de las personas que integran el grupo de los principales candidatos para sufrir ataques cardiacos no sufren ataques cardiacos. Se estima que cada día entre una y cinco de nuestras células se vuelven cancerosas, pero el sistema inmunitario las captura y las mata.17 Piense en ello. Un par de docenas de veces a la semana, que son más de mil veces al año, contraemos la enfermedad más temida de nuestra época, y en cada una de esas ocasiones nuestro cuerpo nos salva. Desde luego, muy de vez en cuando un cáncer se convierte en algo más grave, y puede que nos mate, pero en términos generales los cánceres son raros: la mayoría de las células del cuerpo se replican miles y miles de millones de veces sin equivocarse. Puede que el cáncer sea una causa común de mortalidad, pero no constituye un suceso común en la vida.
Nuestro cuerpo es un universo de 37,2 billones de células* que operan en sincronía más o menos perfecta durante más o menos todo el tiempo.18 En condiciones normales, un dolor, una punzada de indigestión, algún que otro cardenal o grano es lo único que revela nuestro carácter imperfecto. Hay miles de cosas que pueden matarnos —algo más de 8.000, según la Clasificación Estadística Internacional de Enfermedades y Problemas Relacionados con la Salud que elabora la Organización Mundial de la Salud—, y podemos escapar de todas ellas excepto de una. Para la mayoría de nosotros, no es un mal resultado.19
Sabe Dios que no somos perfectos, ni mucho menos. Tenemos las muelas del juicio retenidas porque hemos desarrollado unas mandíbulas demasiado estrechas para dar cabida a todos los dientes de los que estamos dotados, y la pelvis demasiado pequeña para dejar pasar a los hijos sin sufrir un dolor atroz. Somos irremediablemente susceptibles al dolor de espalda. Tenemos órganos que en su mayoría no son capaces de repararse a sí mismos. Si un pez cebra sufre una lesión en el corazón, desarrolla tejido nuevo; si nos pasa a nosotros, bueno, ¡mala suerte! Casi todos los animales producen su propia vitamina C, pero nosotros no podemos: llevamos a cabo casi todo el proceso, salvo, inexplicablemente, el último paso, la producción de una única enzima.20
El milagro de la vida humana no es que tengamos algunas debilidades, sino que no nos veamos superados por ellas. No olvide que nuestros genes provienen de ancestros que durante la mayor parte del tiempo ni siquiera fueron humanos. Algunos de ellos eran peces; otros muchos eran pequeños y peludos, y vivían en madrigueras. Tales son los seres de los que hemos heredado nuestro plan corporal. Somos el producto de 3.000 millones de años de ajustes evolutivos. Sin duda todos estaríamos mucho mejor si pudiéramos empezar de cero y dotarnos de un cuerpo construido para nuestras necesidades específicas de Homo sapiens: caminar erguidos sin destrozarnos las rodillas y la espalda, tragar sin tener un elevado riesgo de atragantarnos, producir bebés como una máquina expendedora… Pero no fuimos construidos para eso. Iniciamos nuestro viaje a través de la historia en forma de gotas unicelulares flotando en mares cálidos y poco profundos. Desde entonces todo ha sido un accidente prolongado e interesante, pero a la vez extremadamente glorioso, como espero que dejen patente las páginas siguientes.