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IV

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La gran virtud de la penicilina —su capacidad de fulminar toda clase de bacterias— constituye a la vez su debilidad más elemental. Cuanto más expongamos a los microbios a los antibióticos, más oportunidades tendrán de desarrollar resistencia frente a ellos. Al fin y al cabo, los que sobreviven tras cada tratamiento con antibióticos son justamente los microbios más resistentes; de modo que, al atacar a un amplio espectro de bacterias, lo que hacemos es estimular una gran cantidad de acción defensiva.37 Pero además infligimos una serie de daños colaterales innecesarios. Los antibióticos son más o menos tan sutiles como una granada de mano: eliminan los microbios buenos tanto como los malos. Y existen crecientes evidencias de que algunos de esos microbios buenos pueden no recuperarse nunca, con un coste permanente para nosotros.

Cuando alcanzan la edad adulta, la mayoría de los habitantes del mundo occidental se han visto sometidos ya a un total de entre cinco y veinte tratamientos con antibióticos. Se teme que los efectos de estos puedan ser acumulativos y que cada nueva generación liquide a menos microorganismos que la anterior. Pocas personas son más conscientes de ello que el científico estadounidense Michael Kinch. Cierto día de 2012, cuando Kinch era director del Centro de Descubrimiento Molecular de la Universidad de Yale en Connecticut, su hijo Grant, de doce años, empezó a sentir fuertes dolores abdominales. «Había pasado su primer día de estancia en un campamento de verano y se había comido unos cuantos pastelitos —recuerda Kinch—, así que en un primer momento pensamos que era tan solo una combinación de emoción y excesos; pero los síntomas empeoraron». Finalmente, Grant terminó en el Hospital Yale New Haven, donde no tardaron en sucederse varias cosas alarmantes.38 Se descubrió que se le había roto el apéndice y que sus microbios intestinales habían escapado al abdomen, causándole una peritonitis. Luego la infección se convirtió en septicemia, lo que significaba que se había extendido a la sangre y ahora podía ir a cualquier parte de su cuerpo. Por desgracia, cuatro de los antibióticos que le dieron a Grant no tuvieron efecto alguno en aquellas acechantes bacterias.

«Aquello resultaba realmente asombroso —recuerda Kinch—. Era un niño que solo había tomado antibióticos una vez en la vida, por una infección de oído, y sin embargo tenía bacterias intestinales resistentes a estos. Eso no debería haber ocurrido». Por fortuna, hubo otros dos antibióticos que sí funcionaron, y Grant salvó la vida.

«Tuvo suerte —afirma Kinch—. Se acerca rápidamente el día en que las bacterias de nuestro interior podrían ser resistentes no a las dos terceras partes de los antibióticos con los que las atacamos, sino a todos ellos. Entonces tendremos un auténtico problema».

Hoy Kinch es director del Centro para la Innovación en Investigación en la Empresa de la Universidad Washington en San Luis. Trabaja en una fábrica de teléfonos antaño abandonada y hoy elegantemente rehabilitada que forma parte de un proyecto de recuperación del barrio emprendido por la universidad. «Este solía ser el mejor lugar de San Luis para almacenar crac», explica, no sin cierto atisbo de orgullo irónico. Kinch, un hombre de aspecto jovial recién entrado en la mediana edad, fue invitado a unirse a la Universidad Washington para fomentar el espíritu empresarial, pero uno de sus principales temas de interés sigue siendo la cuestión del futuro de la industria farmacéutica y las posibles fuentes de obtención de nuevos antibióticos. En 2016 escribió un alarmante libro sobre el tema, A Prescription for Change: The Looming Crisis in Drug Development.

«Entre las décadas de 1950 y 1990 —sostiene—, en Estados Unidos se introdujeron alrededor de tres antibióticos al año. Hoy la cifra es de aproximadamente un nuevo antibiótico cada dos años. La tasa de retirada de antibióticos, porque ya no funcionan o han quedado obsoletos, es el doble de la tasa de introducción de otros nuevos. La consecuencia obvia es que el arsenal de medicamentos del que disponemos para tratar las infecciones bacterianas ha disminuido. Y no hay señales de que esa disminución vaya a detenerse».

Algo que empeora mucho más esta situación es que una gran parte del uso que hacemos de los antibióticos resulta simplemente demencial. Siguiendo con el caso estadounidense, casi las tres cuartas partes de los 40 millones de recetas de antibióticos que se prescriben cada año en dicho país son para tratar afecciones que los antibióticos no curan. Según Jeffrey Linder, profesor de Medicina en la Universidad de Harvard, se recetan antibióticos para el 70 % de los casos de bronquitis aguda, a pesar de que las directrices médicas establecen de manera explícita que no son de utilidad alguna en esta dolencia.39

Aún más terrible es el hecho de que en Estados Unidos el 80 % de los antibióticos se emplean para alimentar a animales de granja, principalmente para engordarlos. También es posible que los productores de fruta los utilicen para combatir infecciones bacterianas en sus cultivos. En consecuencia, la mayoría de los estadounidenses consumen antibióticos de segunda mano en sus alimentos (incluso en algunos etiquetados como «de origen ecológico») sin saberlo.40 Suecia prohibió el uso de antibióticos en agricultura en 1986,41 y la Unión Europea hizo lo propio en 1999. Por su parte, en 1977 la Administración de Alimentos y Fármacos de Estados Unidos ordenó suspender el uso de antibióticos para engordar a animales de granja, pero se echó atrás ante el clamor de la protesta desatada por las empresas agrícolas y los congresistas que les daban apoyo.42

En 1945, el año en que Alexander Fleming ganó el Premio Nobel, un caso normal de neumonía neumocócica podía tratarse con éxito con 40.000 unidades de penicilina. Hoy, debido al aumento de la resistencia microbiana, pueden requerirse más de 20 millones de unidades diarias durante muchos días para obtener los mismos resultados. En algunas enfermedades, actualmente, la penicilina ya no tiene ningún efecto. Debido a ello, la tasa de mortalidad por enfermedades infecciosas ha ido en aumento y ha vuelto más o menos a los niveles de hace cuarenta años.43

No se puede jugar con las bacterias. Estas no solo se han ido haciendo cada vez más resistentes, sino que, de hecho, se han convertido en una nueva y temible clase de agentes patógenos conocidos coloquialmente, sin apenas un ápice de exageración, como superbacterias (el término formal es bacterias multirresistentes).44 Staphylococcus aureus es un microbio que se encuentra en la piel humana y en las fosas nasales. Generalmente no resulta dañino, pero es oportunista, y cuando el sistema inmunitario se debilita puede colarse y causar estragos. En la década de 1950 había desarrollado resistencia a la penicilina, pero afortunadamente se había desarrollado un nuevo antibiótico, llamado meticilina, capaz de frenar las infecciones causadas por este microbio. Sin embargo, solo dos años después de la introducción de la meticilina, dos pacientes del Hospital Royal Surrey County de Guildford, en las inmediaciones de Londres, contrajeron sendas infecciones por S. aureus que no respondían al tratamiento con esta. El estafilococo había desarrollado casi de la noche a la mañana una nueva forma resistente al fármaco. La nueva cepa pasó a denominarse Staphylococcus aureus resistente a la meticilina (o MRSA, por sus siglas en inglés). En el plazo de dos años se había extendido por todo el territorio europeo, y poco después dio el salto al continente americano.45

Se calcula que en la actualidad el MRSA y sus parientes matan cada año a unas 700.000 personas en todo el mundo.46 Hasta hace poco había un medicamento llamado vancomicina de probada eficacia contra el MRSA, pero la bacteria está empezando a hacerse resistente a él. Al mismo tiempo, nos enfrentamos a las infecciones causadas por otro enemigo aparentemente formidable, las llamadas enterobacterias resistentes a los carbapenemas (o CRE, por sus siglas en inglés), que son inmunes a prácticamente todo lo que podemos lanzar contra ellas. Las CRE matan aproximadamente a la mitad de todas las personas a las que enferman.47 Por fortuna, hasta el momento, por regla general, no infectan a personas sanas. Pero más vale que tengamos cuidado si lo hacen.

Pese a ello, a medida que el problema se agrava, la industria farmacéutica está renunciando a intentar crear nuevos antibióticos. «Les resulta demasiado costoso —afirma Kinch—. En la década de 1950, por el equivalente a mil millones de dólares en moneda actual se podían desarrollar unos noventa fármacos. Hoy, por el mismo dinero, solo se puede desarrollar por término medio la tercera parte de un fármaco. Las patentes farmacéuticas duran solo veinte años, pero eso incluye el periodo de ensayos clínicos. Habitualmente, las patentes solo dan a los fabricantes cinco años de protección exclusiva».48 Debido a ello, 16 de las 18 mayores empresas farmacéuticas del mundo han abandonado la búsqueda de nuevos antibióticos.49 La gente solo toma antibióticos durante una semana o dos, de manera que sale mucho más a cuenta centrarse en otros medicamentos como las estatinas o los antidepresivos, que se pueden tomar de manera más o menos indefinida. «Ninguna compañía en su sano juicio desarrollará el próximo antibiótico», afirma Kinch.

El problema no tiene por qué ser irremediable, pero sí es necesario afrontarlo. Al ritmo actual de propagación, se prevé que en el plazo de treinta años la resistencia a los antimicrobianos provocará anualmente 10 millones de muertes evitables —es decir, más de las que actualmente causa el cáncer—, con un probable coste de 100 billones de dólares en dinero actual.50

En lo que casi todo el mundo coincide es en que necesitamos tratamientos basados en un enfoque más específico. En este sentido, una posibilidad interesante sería la de interrumpir las líneas de comunicación bacterianas. Las bacterias nunca llevan a cabo un ataque hasta que han reunido el suficiente número de efectivos —lo que técnicamente se conoce como cuórum— como para que merezca la pena hacerlo. La idea sería, pues, elaborar medicamentos capaces de detectar ese cuórum que no mataran a todas las bacterias, sino que se limitaran tan solo a mantener su número permanentemente por debajo del umbral necesario para desencadenar un ataque.51

Otra posibilidad sería utilizar a un bacteriófago, un tipo de virus que infecta a las bacterias, para que diera caza y matara a aquellas que nos resultan perjudiciales. La mayoría de nosotros no estamos demasiado familiarizados con los bacteriófagos —conocidos también de forma abreviada simplemente como fagos—, pero resulta que son las biopartículas más abundantes de la Tierra.52 Prácticamente, todas las superficies del planeta, incluidos nosotros, están cubiertas de ellos. Y hay algo que hacen extremadamente bien: cada uno de ellos tiene por objetivo un determinado tipo de bacteria concreta. Eso significa que los médicos tendrían que identificar al agente patógeno causante de una determinada enfermedad y luego seleccionar el fago correcto para matarlo, un proceso más costoso y que requiere más tiempo que el uso de antibióticos, pero que, por otra parte, haría mucho más difícil que las bacterias desarrollaran resistencia al tratamiento.

Lo que está claro es que algo hay que hacer. «Tendemos a referirnos a la crisis de los antibióticos como algo inminente —afirma Kinch—, pero no es así en absoluto: es una crisis actual. Como demostró el caso de mi hijo, esos problemas ya están aquí, y van a empeorar mucho más».

O como me dijo un médico: «Estamos contemplando la posibilidad de no poder poner prótesis de cadera o realizar otros procedimientos rutinarios porque el riesgo de infección es demasiado alto».

Puede que no esté tan lejos el día en que la gente vuelva a morirse por pincharse con la espina de una rosa.

El cuerpo humano

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