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II

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En octubre de 1902, la policía de París recibió un aviso para que acudiera a un apartamento situado en el número 157 de la Rue du Faubourg Saint-Honoré, en un barrio acomodado ubicado a unos cientos de metros del Arco de Triunfo, en el Distrito VIII. Habían matado a un hombre y habían robado algunas obras de arte. El asesino no dejó pistas obvias, pero por fortuna los detectives pudieron recurrir a un mago de la identificación de criminales llamado Alphonse Bertillon.

Bertillon había inventado un sistema de identificación que él bautizó como antropometría, pero que pasaría a conocerse entre sus admiradores como bertillonage. El sistema introdujo la idea de la foto policial, así como la práctica —que todavía se sigue en todo el mundo— de registrar fotográficamente de frente y de perfil a todos los detenidos.33 Pero en lo que el bertillonage destacaba especialmente era en la meticulosidad de sus mediciones. En cada sujeto se medían un total de 11 atributos que resultaban ser curiosamente específicos —como la altura en posición sedente, la longitud del meñique izquierdo o la anchura de las mejillas—, y que Bertillon había seleccionado porque no cambiaban con la edad. El sistema de Bertillon no se diseñó para condenar a los delincuentes, sino para pillar a los reincidentes. Dado que Francia imponía penas más duras a los delincuentes que reincidían (y a menudo los exiliaba a enclaves remotos, húmedos y calurosos como la Isla del Diablo), cuando los capturaban, muchos de ellos trataban desesperadamente de fingir que era la primera vez que delinquían. El sistema de Bertillon se diseñó para identificarlos, y lo hacía muy bien: en su primer año de funcionamiento desenmascaró a 241 mentirosos.

Las huellas dactilares constituían de hecho solo una parte secundaria del sistema de Bertillon, pero cuando este encontró una sola huella en el marco de una ventana en el 157 de la Rue du Faubourg Saint-Honoré y la utilizó para identificar al asesino como un tal Henri-Léon Scheffer, el hecho causó sensación no solo en Francia, sino en todo el mundo. Las huellas dactilares no tardarían en convertirse en una herramienta fundamental de la labor policial en todas partes.

El primero que estableció la singularidad de las huellas dactilares en Occidente fue un anatomista checo del siglo XIX llamado Jan Purkinje, aunque en realidad los chinos habían hecho el mismo descubrimiento más de mil años antes y los alfareros japoneses identificaban sus piezas desde hacía siglos presionando un dedo en la arcilla antes de hornearlas.34 El primo de Charles Darwin, Francis Galton, había sugerido el uso de las huellas dactilares para atrapar a los delincuentes años antes de que se le ocurriera la idea a Bertillon, y lo mismo había hecho un misionero escocés en Japón llamado Henry Faulds. Bertillon ni siquiera fue el primero en utilizar una huella dactilar para atrapar a un asesino —eso había sucedido en Argentina diez años antes—, pero el hecho es que es a él a quien se atribuye el mérito.

¿Qué imperativo evolutivo nos llevó a tener espirales en las yemas de los dedos? Lo cierto es que nadie lo sabe. Nuestro cuerpo es un universo de misterio: gran parte de lo que sucede encima y dentro de él se produce por razones que desconocemos, seguramente muchas veces porque no las hay. Al fin y al cabo, la evolución es un proceso accidental. En realidad, la idea de que todas las huellas dactilares son únicas es una conjetura, ya que ninguno de nosotros puede afirmar con absoluta certeza que nadie más tiene unas huellas dactilares que coincidan con las suyas; lo único que podemos decir es que hasta el momento nadie ha encontrado dos conjuntos de huellas dactilares que coincidan exactamente.

El nombre oficial de las huellas dactilares es «dermatoglifos». Las líneas que dan forma a los surcos que componen nuestras huellas son las crestas papilares. Se supone que estas facilitan el agarre de forma similar a como los neumáticos mejoran la tracción en las carreteras, pero hasta ahora nadie lo ha demostrado.35 Otros han sugerido que las espirales de las huellas dactilares pueden drenar mejor el agua, o hacer que la piel de los dedos resulte más elástica y flexible, o tal vez mejorar la sensibilidad; pero, una vez más, son solo conjeturas. De manera similar, hasta ahora nadie ha conseguido explicar ni de lejos por qué se nos arruga la piel de los dedos cuando nos damos un baño prolongado.36 La explicación más frecuente es que las arrugas les ayudan a drenar mejor el agua y facilitan el agarre; pero, en realidad, eso no tiene mucho sentido: sin duda, las personas que más urgentemente necesitan tener un buen agarre son las que acaban de caer al agua, no las que llevan ya un tiempo en ella.

Muy muy de vez en cuando, hay personas que nacen con las yemas de los dedos completamente lisas, una afección conocida como adermatoglifia.37 Estas personas también tienen un número de glándulas sudoríparas algo inferior al normal. Eso parece sugerir que existe una conexión genética entre las glándulas sudoríparas y las huellas dactilares, pero aún no se ha determinado cuál podría ser esa conexión.

En el conjunto de los rasgos cutáneos, las huellas dactilares resultan, francamente, bastante triviales. Son mucho más importantes las glándulas sudoríparas. Puede que el lector no lo crea, pero sudar constituye una parte crucial del ser humano. En palabras de Nina Jablonski: «Es el viejo, humilde y poco atractivo sudor el que ha hecho de los humanos lo que hoy son». Los chimpancés solo tienen la mitad de las glándulas sudoríparas que nosotros, por lo que no pueden disipar el calor tan deprisa como los humanos. La mayoría de los cuadrúpedos se enfrían jadeando, lo que resulta incompatible con mantener una carrera sostenida y respirar profundamente a la vez, especialmente para las criaturas peludas en los climas cálidos.38 Es mucho mejor hacer lo que hacemos nosotros y filtrar fluido acuoso sobre la piel casi desnuda, que enfría el cuerpo al evaporarse, convirtiéndonos en una especie de aire acondicionado viviente. Como ha escrito Jablonski: «La pérdida de la mayor parte de nuestro pelo corporal y la adquisición de la capacidad de disipar el exceso de calor corporal a través de la sudoración ecrina ayudó a hacer posible el drástico aumento de nuestro órgano más sensible a la temperatura, el cerebro».39 Así fue —añade— como el sudor contribuyó a hacer de nosotros unos seres sesudos.

Aun estando en reposo, sudamos constantemente, aunque de forma discreta; pero si añadimos una actividad vigorosa y unas condiciones desafiantes, muy pronto acabamos por drenar toda nuestra provisión de agua. Según escribe Peter Stark en Último aliento. Historias acerca del límite de la resistencia humana, un hombre que pese 70 kilos contendrá algo más de 40 litros de agua.40 Si se limita a permanecer sentado y respirar, perderá alrededor de 1,5 litros de agua diarios mediante una combinación de sudor, respiración y micción. Pero si hace un esfuerzo, esa tasa de pérdida puede dispararse hasta los 1,5 litros por hora, un ritmo que pronto puede volverse peligroso. En situaciones extenuantes —por ejemplo, caminar bajo un sol abrasador—, se puede llegar a sudar fácilmente de 10 a 12 litros de agua en un día. No es de extrañar, pues, que necesitemos mantenernos hidratados cuando hace calor.

A menos que la pérdida se detenga o se reponga el agua, la víctima de deshidratación empezará a sufrir dolores de cabeza y aletargamiento después de perder solo de 3 a 5 litros de líquido. Después de 6 o 7 litros de pérdida no restaurada empieza a ser probable que se produzca un deterioro mental (es entonces cuando los excursionistas deshidratados abandonan el camino y se adentran en la maleza). Cuando la pérdida supere con creces los 10 litros —para un hombre de 70 kilos—, la víctima entrará en shock y morirá. Durante la Segunda Guerra Mundial, los científicos estudiaron cuánto tiempo podían caminar los soldados por un desierto sin beber agua (suponiendo que al principio estuvieran adecuadamente hidratados), y concluyeron que podían recorrer unos 72 kilómetros a 28 °C de temperatura, unos 24 a 38 °C, y solo unos 11 a 49 °C.

El sudor es un 99,5 % de agua; el resto se compone aproximadamente de la mitad de sal y la mitad de otros productos químicos. Aunque la sal representa solo una pequeña parte de nuestro sudor, cuando hace calor podemos llegar a perder hasta 12 gramos (tres cucharaditas) de ella en un día, una cantidad que puede resultar peligrosamente elevada, por lo que también es importante reponer la sal además del agua.41

La sudoración se activa mediante la liberación de adrenalina; de ahí que sudemos cuando estamos estresados.42 A diferencia del resto del cuerpo, las palmas de las manos no sudan en respuesta al esfuerzo físico o al calor, sino únicamente a causa del estrés. Esa sudoración emocional es la que se mide en las pruebas del polígrafo.43

Las glándulas sudoríparas son de dos tipos: ecrinas y apocrinas. Las glándulas ecrinas son con mucho las más numerosas y producen ese sudor acuoso que nos empapa la camisa en un día sofocante; las apocrinas se limitan principalmente a las ingles y las axilas, y producen un sudor más espeso y pegajoso.

Es el sudor ecrino de los pies —o, más exactamente, la descomposición química por las bacterias del sudor de los pies— el que explica su olor exuberante. En realidad, el sudor en sí mismo no tiene olor: para eso necesita la intervención de las bacterias. Las dos sustancias químicas responsables del olor —el ácido isovalérico y el metanodiol— también son producidas por la acción bacteriana en algunos quesos; de ahí que a menudo los pies y el queso tengan un olor tan similar.44

Los microbios de la piel son extremadamente personales. El tipo de microbios que viven en cada uno de nosotros depende en sorprendente medida del jabón o el detergente para ropa que utilizamos, de que nos guste más llevar ropa de algodón o de lana, o de si nos duchamos antes o después del trabajo. Algunos de dichos microbios son residentes permanentes; otros acampan en nosotros durante una semana o un mes, y luego, como una tribu errante, desaparecen silenciosamente.

Tenemos unos 100.000 microbios por centímetro cuadrado de piel, y no son fáciles de erradicar. Según un estudio, la cantidad de bacterias que hay en cada uno de nosotros en realidad aumenta después de darse un baño o una ducha, puesto que el agua las hace salir de los rincones y rendijas.45 Pero aunque tratemos escrupulosamente de desinfectarnos, no es tarea fácil. Limpiarse las manos de forma segura después de un examen médico requiere un minucioso lavado con agua y jabón durante al menos un minuto entero, un requisito que, en términos prácticos, resulta prácticamente inalcanzable para cualquier médico que tenga a un montón de pacientes que tratar.46 Esa es una de las principales razones por las que, por ejemplo, en Estados Unidos, cada año unos dos millones de personas contraen una infección grave en un hospital (de las que 90.000 mueren a consecuencia de ello). «La mayor dificultad —escribe el cirujano e investigador Atul Gawande— reside en lograr que los médicos como yo hagamos lo único que logra frenar sistemáticamente la propagación de infecciones: lavarnos las manos».

Un estudio realizado en la Universidad de Nueva York en 2007 reveló que la mayoría de las personas tenían alrededor de 200 especies diferentes de microbios en la piel, pero la carga específica difería drásticamente de una persona a otra, y solo aparecían cuatro tipos comunes en todas las personas examinadas. En otro estudio ampliamente divulgado, el denominado Proyecto de Biodiversidad de los Ombligos, realizado por investigadores de la Universidad Estatal de Carolina del Norte, se pasó un hisopo por el ombligo de un grupo de 60 estadounidenses elegidos al azar para ver que se ocultaba en cada uno de ellos a escala microbiana. El estudio encontró 2.368 especies de bacterias, 1.458 de las cuales eran desconocidas para la ciencia (lo que da una media de 24,3 microbios nuevos para la ciencia en cada ombligo). El número de especies por persona variaba de 29 a 107. Uno de los voluntarios albergaba un microbio que nunca se había detectado fuera de Japón, un país donde él no había estado jamás.47

El problema de los jabones antibacterianos es que matan las bacterias buenas de la piel, además de las malas.48 Y lo mismo ocurre con los desinfectantes para las manos. En 2016, la Food and Drug Administration de Estados Unidos prohibió un total de 19 ingredientes habitualmente utilizados en jabones antibacterianos debido a que los fabricantes no habían demostrado que fueran seguros a largo plazo.

Pero los microbios no son los únicos habitantes de la piel. Ahora mismo, pastando en los poros de la cabeza de cada uno de nosotros (y en otros lugares de nuestra oleosa superficie, pero sobre todo en la cabeza), se encuentran una serie de diminutos ácaros conocidos como Demodex folliculorum. Afortunadamente, por regla general son inofensivos, además de invisibles. Llevan tanto tiempo viviendo con nosotros que, según un estudio, se puede utilizar su ADN para rastrear las migraciones de nuestros ancestros desde hace cientos de miles de años.49 En su escala, nuestra piel es como un gigantesco y crujiente tazón de cereales. Si cerramos los ojos y usamos la imaginación, casi podemos oírles mascar.

Otra cosa que la piel hace mucho, por razones que no siempre se entienden, es picar. Aunque muchos picores resultan fáciles de explicar (picaduras de mosquitos, erupciones cutáneas, tropiezos con ortigas), hay una tremenda cantidad de ellos para la que no tenemos explicación. Puede que al leer este pasaje el lector sienta la necesidad de rascarse en varios lugares que hasta hace un momento no le picaban simplemente porque he sacado el tema. Nadie sabe por qué somos tan sugestionables en cuestión de picores, o siquiera por qué los tenemos aun en ausencia de agentes irritantes obvios. No hay una zona delimitada del cerebro dedicada a los picores, por lo que resulta casi imposible estudiarlos desde una perspectiva neurológica.

La picazón (el término médico de la afección es «prurito») es un fenómeno limitado a la capa más externa de la piel y a algunas zonas húmedas: principalmente los ojos, la garganta, la nariz y el ano; nos pase lo que nos pase, nunca tendremos picazón en el bazo. Diversos estudios realizados sobre nuestra respuesta a la picazón —es decir, rascarse— revelaron que el alivio más prolongado lo proporciona rascarse la espalda, pero el más placentero es el derivado de rascarse el tobillo.50 La picazón crónica puede obedecer a todo tipo de causas: tumores cerebrales, apoplejías, trastornos autoinmunes, como efecto secundario de medicamentos, y muchas más. Una de las formas más desquiciantes es la picazón fantasma, que a menudo acompaña a una amputación y hace sentir al desdichado paciente una picazón constante que simplemente no puede calmar. Pero probablemente el caso más extraordinario de sufrimiento imposible de aplacar del que tenemos constancia sea el que experimentó una paciente conocida como «M», una mujer de Massachusetts de algo menos de cuarenta años que desarrolló una picazón irresistible en la parte superior de la frente después de haber padecido un herpes zóster.51 La picazón se volvió tan desesperante que se arrancó completamente la piel de tanto frotársela en una zona de cuero cabelludo de unos cuatro centímetros de diámetro. De nada le sirvió la medicación. Se frotaba furiosamente la zona mientras dormía, hasta el punto de que una mañana al despertar descubrió que le corría fluido cerebroespinal por la cara: se había rascado el hueso del cráneo hasta llegar al cerebro. Parece que actualmente, más de una docena de años después, es capaz de controlarse y puede rascarse sin hacerse daño, pero la picazón no ha desaparecido. Lo más desconcertante de todo es que prácticamente ha destruido todas las fibras nerviosas de ese trozo de piel, y, sin embargo, la desquiciante picazón persiste.

Probablemente, sin embargo, ningún misterio de nuestra superficie exterior causa mayor consternación que nuestra extraña tendencia a perder el cabello a medida que envejecemos. Cada uno de nosotros tenemos aproximadamente entre 100.000 y 150.000 folículos pilosos en la cabeza, aunque es evidente que no todos los folículos son iguales en todas las personas.52 Por término medio perdemos entre 50 y 100 pelos de la cabeza cada día, y a veces no vuelven a crecer. Alrededor del 60 % de los hombres son prácticamente calvos al cumplir los cincuenta, y a uno de cada cinco le ocurre a los treinta. Poco se sabe de ese proceso, pero lo que sí sabemos es que una hormona llamada dihidrotestosterona tiende a desbaratarse un poco con la edad, haciendo que los folículos pilosos de la cabeza se cierren y que, en cambio, los más reservados de las fosas nasales y las orejas broten desesperantemente. La única cura conocida para la calvicie es la castración.53

Irónicamente, considerando con qué facilidad lo perdemos algunos de nosotros, el cabello resulta bastante inmune a la descomposición, y se sabe de tumbas en las que ha perdurado durante miles de años.54

Quizá la forma más positiva de verlo es que, si alguna parte de nosotros debe rendirse al llegar a la mediana edad, los folículos capilares son un candidato obvio para el sacrificio. Al fin y al cabo, nadie ha muerto nunca de calvicie.

El cuerpo humano

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