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Silencioso

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Podrían coleccionarse las formas en que, paradójicamente, el silencio es pronunciado: el silencio en la noche, el testigo silencioso, el silencio de los inocentes, el silencio es salud, el silencio sepulcral, el silencio-hospital, el silencio de las bibliotecas, el crimen silencioso, el silencio cómplice, el silencio del bosque, el silencio del claustro, la muerte silenciosa, el silencio creativo, el muro de silencio, el silencio es oro, el silencio interior, el silencio del más allá, los sonidos del silencio, el silencio de los amantes, el silencio de la lectura, como también esa frase atribuida a Shakespeare: “Es mejor ser rey de tu silencio que esclavo de tus palabras”, o aquella cita que se dice corresponde a Beethoven: “Nunca rompas el silencio, si no es para mejorarlo”. El silencio como la falta de sonido, el lugar y el tiempo, donde nada ni nadie parecen querer ni poder decir, decirse. La simpleza de callarse se trasmuta en la complejidad de lo que parece ocultarse: es tan simple el silencio que no hay nada para comprender ni para interpretar. El silencio es como el reverso de la voz o bien como una voz que está pronta a evocar su forma más pura. Pareciera ser que el silencio tiene algo de concluyente, de definitivo, de decisorio, que la palabra ya dicha no tiene. Como si ocupara el espacio de lo innombrable, de lo indefinible e, incluso, de lo ambiguo, lo bizarro y tal vez de lo efímero; de aquello que irremediablemente se escapa, se pierde, se diluye. No hay palabra conocida que pueda con ello y es preciso encontrar ese lugar tan íntimo como remoto para celebrar allí –como bien señala Pascal Quignard– la inseguridad de pensar, el silencio tembloroso del pensamiento.

De haberlo escrito antes

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