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Soldados

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La pintura Soldado de Tetsuya Ishida data de 1996 y preanuncia –o subraya– el ahogo del individuo en la sociedad contemporánea. Allí está ese otro, sentado, con traje marrón, camisa blanca y corbata a tono, en una actitud paradójica que salta a la vista de inmediato. Por un lado, parece paralizado, incrustado entre cuatro calles edificadas sin poder desencajarse, inmóvil entre paredes de departamentos idénticos. Por otro lado, exhibe –o quiere presentar, parece mostrar– un gesto desafiante y, aun así, tímido. Su pierna izquierda está herida y una mancha de sangre espesa sugiere el costo que se ha de pagar por desear la huida, por albergar la ilusión de quitarse de la asfixia ciudadana. La lesión está envuelta en una gasa deshilachada a punto de soltarse y de dejar expuesta la cicatriz; es una pierna maltrecha a la altura del tobillo, como si se hubiera desgarrado la piel al soltarse de un grillete. Ese otro está agigantado; se lo ve inmenso, desproporcionado y su tamaño transmite la sensación de una fuerza incontenible, de la supremacía del individuo sobre el control de la sociedad, esa dimensión siempre mayúscula de lo humano que pretende desafiar al sistema. Pero es la propia magnitud en que es pensado y dibujado la que le impide todo movimiento, como si tuviera que empequeñecerse, desfigurarse, hacerse otra cosa, desdibujarse, para poder quitarse de allí. En esa supuesta batalla, por el modo en que es asido entre sus manos, el paraguas quizá representa una suerte de arma, como un fusil a punto de dispararse. Lo que no queda claro es si la misma se utilizaría para la defensa o para el ataque, si el otro es un centinela que protege las propiedades en las que está encerrado o si es un guerrillero a punto de iniciar una ráfaga contra las estructuras inconmovibles de una ciudad que podría ser cualquiera. Su pose de indefensión también es ambigua pues, al apreciarla más de cerca, sugiere un atisbo de vigilia o, al menos, de prevención, como si quedara todavía un resto de lucidez frente a la ignominia, una suerte de alerta como gesto final frente a la disolución humana. ¿Soldado? Apostado en el suelo, entre el desafío y la angustia creciente, no da exactamente la impresión de serlo. O, en todo caso, habría que resolver si pertenece a un ejército –y a cuál, si es un mercenario, y pagado por quién– o si se trata más bien del último individuo de una cierta especie, atrincherado dentro de una arquitectura hermética, que expresa una guerra cuyo último fogonazo decidirá a favor de la gente o a favor de las máquinas. La muestra se titula Autorretrato del otro y expresa la batalla de todo y cualquier otro contra su propia deshumanización, contra su mutación o asimilación en máquina, ese gesto desesperado y desesperante de la agonía humana frente a los desconcertantes y brutales mecanismos del capitalismo impiadoso.

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