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Sueño

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Hasta donde alcanza la vista, la campiña se despliega reflejando la extensión del cielo y se interrumpe a lo lejos por una hilera de álamos que apenas si deja entrever pequeños fragmentos de un horizonte plano. La tierra es fértil, los sembradíos parecen cabelleras de león alisadas por una brisa tenue que esparce simientes en todas las direcciones. Hombres y mujeres pasan el día laborando, viven de lo que siembran y cosechan; por la tarde, se sientan en las galerías de casas austeras y limpísimas, contemplando sin resoplidos la escena nunca idéntica del poniente, mientras las niñas corretean alrededor escondiéndose, buscándose, perdiéndose y reencontrándose. Cuando cae la noche, el cielo se recubre de una miríada de estrellas que parecen tocarse unas con otras como enredadas en la profundidad de los siglos, dándose luz y fuego recíprocamente; la luna, esbelta y callada, ilumina los distintos caminos que conducen al pequeño pueblo, donde algunas familias pasan a saludarse con vestidos nuevos. En una de las casas, situada en la parte más alta de la hondonada, una mujer de mediana edad levanta la vista y sonríe al apreciar la escena sosegada; bebe a sorbos un té de hierbas, observa la pradera y regresa a su cuaderno de notas, en el que esboza palabras sueltas de sonidos tenues, que más tarde serán quizá poemas sobre el amor, o sobre la parsimonia del tiempo, o acerca de la infancia como un recuerdo de amparo y alegría. El hombre la deja a solas, pues sabe que ella comienza ahora su ritual del lenguaje, en el que enhebra despaciosamente ritmos, imágenes y sonidos como si fueran collares de perlas antiguas que hay que cuidar, la prueba sabrosa del idioma en la que todo se reordena hacia la calma y el regocijo. Sus hijas, como rastros de tibiezas fantasmales, corren por la galería sin hacer el mínimo ruido pues también comprenden que la ceremonia de las palabras y del silencio ha comenzado y que este lapso es de su madre, el momento de la mujer, el instante de la poeta. Lo único que se escucha cuando la noche ocupa el ancho y el largo del tiempo es el trazado de una tinta espesa sobre unos papeles acartonados, trazos severos de palabras suaves, la composición precisa del negro sobre el blanco. Sería bello que todo esto existiera, que este sueño fuese realidad; de hecho lo es, es muy bello, quiero decir. Pero también es mentira, todavía no ocurrió o nunca sucederá. Yo no sueño con campos, con sembradíos, con la calma, ni con hombres atentos, hijas sigilosas y pájaros inmóviles sobre ramas tiesas. Aquí la luna huele mal, nadie juega alrededor y los caminos se interrumpen ante un portón inexpugnable, pero es el sueño que deseo. El sueño de la poesía que no es sobre el amor, sobre la parsimonia ni siquiera sobre la infancia. Es el deseo de un cuerpo encerrado que intenta desamarrarse de sus ataduras describiendo un sueño que es acerca de otro sueño que aún no pudo ser soñado.

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