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Subrayar

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El trazado de una línea que indica la atracción hacia una palabra, hacia un fragmento, ese lápiz grueso o fino –la huella rigurosa o tenue, imperceptible– que se ve impulsado a marcar y remarcar posibles sentidos, y la desatención de otros rasgos o trazos, hacen del relato de la vida un ejercicio de posturas e imposturas, de reconcentración y contracción, todo aquello que se quiere ocultar o disimular y de lo que se desea dar a ver; en fin, un ejercicio interminable de obediencia y desobediencia en relación con la textualidad personal y colectiva. Se evidencia la tensión con que el pulso ha señalado algo que no puede ni quiere ser olvidado; en otras ocasiones, las marcas son formas endebles, débiles, de apuntar hacia determinados tramos que quizá deberían recordarse más tarde. Hay severidad en lo que se escribe al margen, pero también una complicidad sin complacencia. Y hay palabras escritas sobre la escritura del autor que ya nadie comprende; letras agolpadas, mínimas, arrojadas como respuestas inmediatas, furiosas y espasmódicas, que seguramente alguna vez quisieron ocupar el sitio de autor de un libro ajeno. Fabio Morábito dedica a este tema uno de sus mejores relatos o crónicas, La vanidad de subrayar, que cuenta la historia de un hombre que siempre tiene un lápiz en la mano antes de abrir un libro. En verdad, el personaje aspira a escribir, no a marcar, pero su ilusión es inconducente, estéril. No presta sus volúmenes por miedo a que otro cometa el sacrilegio de subrayárselos. El círculo vicioso queda así expuesto: él no subraya porque se trate de sus libros sino que, al ser suyos, puede hacerlo con absoluta libertad, y solo serán suyos si tienen su propio subrayado: “Subrayaba de manera compulsiva, como un sustituto de la escritura misma. Al subrayar tanto se defendía de los libros, que mantenía a raya con sus rayas”. Un subrayado bien puede ser un gesto de respeto, de dejar intacto al autor, o un gesto mecánico, sí, de dócil persecución a una pista inconducente, o también un modo de alabar la estricta literalidad. Pero, además, puede ser una forma de rebelión: trazar una línea propia sobre un espacio ya escrito, darle al texto consagrado otra densidad y otra magnitud, profanarlo, doblegar su sentido sin acatarlo fielmente, crear el propio juego de luces y sombras, rehacer lo escrito, configurar otro texto, uno que a su vez alguien quizá subrayará y contra el que se rebelará a su modo y a su tiempo.

De haberlo escrito antes

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