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I.1.4 Primera aproximación a los estilos tensivos

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Toda distinción semiótica, de cualquier orden que sea, genera un dilema: una vez reconocida la dualidad [a/b], entre esas dos magnitudes polares [a] y [b] ¿hay “algo” o no hay “nada”? ¿Hay “algo”, es decir, un camino en términos figurativos, una secuencia de “grados” según el Micro-Robert cuando trata de lo “progresivo”: 1. que se efectúa demanera regular y continua. V. Gradual. Un desarrollo progresivo. 2. Que sigue una progresión, un movimiento por grados? Decir que [a] se opone a [b] es lo mismo que decir que [a] está más o menos alejada de [b] y que esa distancia tiene que ser evaluada, por la simple razón de que dicha distancia constituye su definición misma.

Esta actitud admite que entre [a] y [b] existe una brecha, un intervalo, y lo llena, la “amuebla” de una manera o de otra; la otra actitud deja vacío ese intervalo y establece, si la expresión tiene algún sentido, una solución de continuidad, es decir, opta por el “nada”. La semiótica greimasiana es ambivalente en este punto: (i) la teoría, siguiendo a V. Brøndal, prevé para las estructuras elementales dos términos complejos, transicionales por posición: [s1 + s2] y [no-s1+no-s2] pero que no cumplen ningún rol en la teoría, salvo ignorancia o injusticia de nuestra parte; (ii) en cambio, para las estructuras narrativas de superficie, condensadas en el “esquema narrativo” tan caro a Greimas,13 la secuencia regulada de las pruebas instaura una progresividad y, en cierto sentido, una sapiencia. Por nuestra parte, entre [a] y [b], es decir, entre el evento y el estado, aceptamos que interviene una modulación resoluble, es decir; analizable —punto de vista que será defendido más tarde— en términos de valencias. La analítica de la decadencia tensiva se presenta por el momento como sigue:


El evento entra así en la lista de las categorías directrices de nuestra hipótesis teórica, pero hay que observar de inmediato que lo propio del evento consiste en realizarse como una intrusión, como una “penetración” (Valéry), como una “brusquedad eficaz” (Focillon), tal como lo veremos en el capítulo IV de esta primera parte. Por lo que se refiere a la noción de modulación, es una “caja negra” que visitaremos en II.2.

Uno de los méritos del concepto de espacio tensivo, por rústico que sea, es el de obligarnos a interrogarnos por la amplitud, la velocidad y la duración de los devenires, a no considerarlas como algo obvio, sino a constituirlas en preguntas provechosas. En términos solo en apariencia escolares, se trata de aclarar con la mayor precisión posible de qué modo un participio presente, congruente con el evento, se transforma en participio pasado, congruente con el estado.14 Como sucede con frecuencia, las distinciones semánticas de la lingüística se convierten, desde el punto de vista semiótico, en significantes, o sea, en preguntas difíciles, en la medida en que las respuestas que se puedan adelantar comprometen una teoría del sentido, es decir, una integración fuera de alcance por el momento.

Veamos ahora el estilo tensivo de la ascendencia. La relación de contrariedad establecida entre la decadencia y la ascendencia tensivas pertenece al plano de la expresión. Estaríamos muy equivocados si imaginásemos que basta con cambiar la dirección de la decadencia paraobtener la fisonomía de la ascendencia semiótica, al modo en que media vuelta es suficiente para que un observador convierta un ascenso en descenso, y a la inversa.

La ascendencia tiene como punto de partida la permanencia, la persistencia de un estado vivido por el sujeto, ya que, según el Micro-Robert, la duración es el núcleo del lexema “estado”: “Manera de ser (de una persona o de una cosa) en lo que tiene de durable (opuesto a devenir)”. Ese estado, cuando afecta al sujeto, presupone una lentitud extrema, la cual constituía para Baudelaire uno de los rostros del horror, según se desprende del segundo terceto del poema “De profundis clamavi”:

Je jalouse le sort des plus vils animaux

Qui peuvent se plonger dans un sommeil stupide,

Tant l’écheveau du temps lentement se dévide!

[Envidio la suerte de las fieras más viles

que pueden sumergirse en su estúpido sueño.

¡Tan lenta se devana la madeja del tiempo!]

Dicho estado, del que podría decirse que “no pasa”, puede ser considerado como una identidad o como una vacuidad, a las que el sujeto pretende poner fin, lo cual solo puede hacerlo un sujeto de la mira, un sujeto intencional. Mientras que el evento capta al sujeto, o más exactamente sin duda, lo desliga de sus competencias modales y lo transforma en sujeto del padecer, la ascendencia determina a un sujeto según el actuar, invitándolo a pasar a la acción. La cuestión de la modulación, del tránsito, se presenta en términos que nada tienen que ver con los que hemos propuesto para la decadencia: si el evento destruye la duración, la ascendencia desarrolla, despliega ante el sujeto el tiempo futuro y esa apertura del tiempo construye un sujeto según el llegar a [arribar]. La tabla siguiente pone de manifiesto las diferencias entreambas actitudes subjetales:


Desde nuestro punto de vista, la inteligibilidad y la solidez de las relaciones verticales establecen la preeminencia del tempo: la precipitación, en el caso de la decadencia, la lentificación, en el caso de la ascendencia, hacen que el sujeto en el orden de la decadencia, atrapado en el tumulto del evento, y el sujeto en el orden de la ascendencia sean como extraños uno a otro. ¿No decimos en el lenguaje familiar de un sujeto estupefacto que hay que esperar a que “vuelva en sí”? De suerte que la decadencia y la ascendencia se presentan como las dos esferas disjuntas de la existencia semiótica inmediata; lo vivido, es decir, el ir y venir incesante entre esas dos esferas, constituye una prueba para el sujeto. Tal dualidad, que no deja de recordar, aunque equivocadamente, el hecho masivo, ininterrumpido, insensible de la acomodación sensorial, y el desdoblamiento actancial que comanda, remiten a los capítulos cuatro y cinco de esta primera parte, consagrados, respectivamente, al evento y a la semiotización de la retórica. A la esfera del evento va asociado un sujeto del asombro, a la de la retórica, un sujeto del control. Lo cual exige dos precisiones.

La primera no tiene demasiada importancia: las prácticas significantes son artes dirigidas por la búsqueda de la excelencia, es decir, por la superlatividad, en el orden que les corresponde, y esa excelencia, en el caso de la retórica, es asertada por el destinatario cuando declara o concede, según el término definitivo acuñado por Aristóteles en la Retórica, que ha sido “persuadido”: “La retórica trata de aquello que está destinado a persuadir”.15 Y puesto que la semiótica reconoce la existencia, al lado de las semióticas verbales, de semióticas no-verbales, resulta consecuente ampliar la mencionada dualidad, admitiendo, junto a las retóricas verbales, retóricas no-verbales, para dar cuenta del desplazamiento operado en el plano de la expresión. Cuando en su Tratado de los tropos Dumarsais declara: “... las figuras, cuando son empleadas a propósito, procuran vivacidad, fuerza y gracia al discurso...”;16 cuando en Las figuras del discurso Fontanier asegura: “Los Tropos tienen lugar o por necesidad y por extensión, a fin de suplir a las palabras que le faltan a la lengua para expresar determinadas ideas, o por elección y por figura, a fin de presentar las ideas con imágenes más vivas y más cautivantes que sus signos propios”,17 tanto uno como otro tienen en cuenta lo que el gran crítico de arte B. Berenson llamaba —con toda pertinencia, desde nuestro punto de vista— “la intensificación de la vida”. El gastrónomo, al que se le hace agua la boca con solo pensar en los exquisitos platos que se están preparando en la cocina, ¿no espera acaso que la habilidad del chef le haga franquear el intervalo tensivo que separa lo insípido de lo sabroso? Y de manera parecida, ¿el gran escritor no es aquel que, llegado al borde de la banalidad, logra elevar su estilo hasta el estallido, término supremo de la dimensión de la intensidad? Inmediatamente después de la frase que acabamos de citar, Aristóteles añade: “Eso es lo que nos hace decir que la retórica no tiene reglas aplicables a un género de objetos determinado”. Queremos atribuir a esa afirmación una extensión que manifiestamente Aristóteles hubiera rechazado si la hubiera conocido. Y en ese sentido, planteamos la pregunta siguiente: desde el momento en que la retórica no está ligada “a un género de objetos determinado”, ¿no se confunde su campo de ejercicio con el de la significación en su conjunto? Volveremos sobre esto en el capítulo V.

La segunda precisión tiene que ver con el estatuto de la afectividad y con las incertidumbres que siguen rodeándola por lo que se refiere al lugar que se le asigna. Entre el psicoanálisis, que la erige en directriz constante de las manifestaciones y de los discursos tanto individuales como colectivos, y la glosemática, que la virtualiza al reducir la semántica a la sola sustancia del contenido,18 no es previsible la conciliación, a pesar de la buena voluntad expresada por ambas corrientes. Dicha confrontación deriva la cuestión hacia la necesidad o no del fundamento de las disciplinas: ¿le conviene a una disciplina que trata de ser rigurosa rechazar toda heteronomía, toda vinculación con otras disciplinas? ¿O es preferible buscar alguna dependencia en relación con un conjunto de postulados conexos e irrecusables? La cuestión ha sido planteada y sigue planteándose en el campo de las matemáticas,19 y Hjelmslev mismo ha tratado —sin ocultarlo apenas— de “adherirse” a la epistemología de las matemáticas.20 Personalmente, si al modo del psicoanálisis, mantenemos la presunción de una dependencia del sentido en relación con la afectividad,21 sugerimos no obstante el desplazamiento siguiente: mientras que el psicoanálisis propugna una anterioridad insuperable de la afectividad, reduciendo el presente a un rebrote y a una hipotiposis apenas enmascarada del pasado remoto del individuo, calificado como “reprimido”, nosotros inscribimos la afectividad en sincronía, como un conjunto de funcionamientos descriptibles, analizables y sobre todo “gramaticalizables”, y, bajo esas premisas, creemos que atribuimos a la afectividad tanto su “eficiencia” (Cassirer) como su “inmanencia” (Hjelmslev). Con ese doble título, incorporamos la afectividad, bajo el nombre de intensidad, como uno de los dos ejes constitutivos del espacio tensivo. La tabla siguiente completa las fisonomías respectivas de la decadencia y de la ascendencia tensivas:


Antes de seguir adelante, conviene subrayar que el discurso está colocado —por su misma naturaleza y no porque así lo queramos nosotros— bajo el signo de la reflexividad: tiene que ser conocido y es el medio para llegar a conocer; es el problema y la solución, si es que existe.22 Tal circularidad justifica el lugar que asignamos a la retórica en este ensayo. Así como ni la carpintería ni la ebanistería proporcionan una química de la madera, así tampoco el arte del discurso proporciona una ciencia del discurso, aunque no le sería del todo ajena. Después de todo, la Morfología del cuento, de V. Propp, es tanto un arte del relato como una ciencia del relato.

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