Читать книгу A mí no me va a pasar - Conrado Estol - Страница 9
Una verdad inconveniente
o la muerte del sentido común
ОглавлениеMe gustaría invitar al lector a preguntarse si cree que podría hacer algo o mucho más por su salud que lo que está haciendo en este momento. Específicamente por la salud de sus arterias, que son las que al afectarse con aterosclerosis lesionan al corazón y cerebro causando infartos, muchas veces mortales y que pueden afectar la capacidad cognitiva.
La práctica revela que la enfermedad arterial es la causa de muerte del 30% de todas las personas que mueren a diario en el mundo. Sí, un tercio de todas las muertes se originan por enfermedad arterial, una enfermedad prevenible. Es decir, evitable. El resto de las causas de muerte se dividen en los cánceres para los que están claramente establecidos aquellos en los que estudios específicos pueden detectarlos en forma temprana: Papanicolau —actualmente en vías de reemplazo con un test genético— y mamografía para cáncer de útero y de mama respectivamente, PSA y examen manual para cáncer de próstata y colonoscopía para el cáncer de colon. En el resto, lamentablemente, resulta muy difícil o imposible detectar tempranamente o prevenir la enfermedad.
Sin embargo, a pesar de que la enfermedad cardiovascular puede prevenirse, con frecuencia escuchamos casos de personas de todos los sexos y edades que inesperadamente murieron o tienen una secuela debida a un infarto cardíaco o a un ACV. Y, con gran desacierto, también solemos escuchar “pero estaba tan sano…”.
Por tal motivo, este libro estará dedicado a derribar fórmulas y clichés agotados en la literatura pseudomédica escrita por el más amplio espectro de autores que lo único que logran es sembrar mayor ignorancia.
Mi objetivo principal radica en sugerir cómo mantener las arterias “limpias” o libres de oclusión, para que cualquier persona disminuya significativamente la probabilidad de sufrir eventos con alto riesgo de mortalidad y de secuela física o cognitiva.
Luego de haber escuchado a pacientes y sus dudas durante casi 40 años como médico, he intentado encontrar las respuestas dedicando ese mismo tiempo a mi propia formación, a la de otros y a la investigación científica más estricta en el campo de la prevención de la enfermedad vascular. Uno de los hallazgos importantes en este camino consistió en entender que la comunicación entre el lado médico y el de la población general adolece de fallas importantes.
Existe una enorme asimetría entre los conocimientos del médico y del paciente que durante años se usó en favor de mantener al arte de la medicina bajo un manto secreto. Pero queda claro, y está avalado por innumerables estudios, como el de Eric Topol, The patient will see you now (El paciente lo verá ahora), que el empoderamiento del paciente a través de la información precisa sobre su padecimiento siempre lo ayudará a alcanzar un mejor resultado con el tratamiento, independientemente de la gravedad de su enfermedad.
Sin duda, para muchos médicos un paciente informado puede ser una amenaza, y por eso forman parte de los detractores de este cambio ya iniciado en muchos países del mundo. El médico debe explicar al paciente en forma detallada y clara su enfermedad para alcanzar un estado de mayor equilibrio entre ambos, y así lograr la participación del paciente en las opciones de tratamiento disponibles.
La mayoría de los médicos y científicos dedicados a la investigación a tiempo completo están en los países con mayor desarrollo económico del mundo y son los autores de los principales trabajos científicos publicados en revistas especializadas de primer nivel. Una proporción importante de ellos no tiene el tiempo, el interés y, en general, la habilidad para traducir a un lenguaje simple información muy compleja, aun para las audiencias médicas que asisten a conferencias y congresos.
Este rol de “explicar” los avances de la medicina lo han cumplido, en general, divulgadores —médicos y periodistas— que en muchos casos tienen una comprensión parcial del tema o, peor aún, están sesgados por los más diversos incentivos. Todos sabemos lo que se pierde cuando uno lee un libro o una película pobremente traducidos. En estos casos no se detecta lo más importante, la “esencia” del texto o producción original. Por algo Borges repetía que estudiaba noruego para poder leer a Ibsen (esto fue una licencia poética ya que Ibsen era noruego pero escribía en danés).
Decidido a vivir en la Argentina, debí aceptar que la investigación, que hacía regularmente con apenas 32 años de edad, quedaría en el pasado (o geográficamente en los Estados Unidos), pero, invitado frecuentemente a un programa de divulgación médica, me di cuenta de la falencia que existía en transmitir a toda la población información clara que podía mejorar su calidad de vida.
En este programa me dedicaba a presentar datos prácticos sobre migraña, epilepsia, Parkinson y otras enfermedades neurológicas o incluso —me lo han dicho— salvar una vida cuando hablaba sobre enfermedad de las arterias cardíacas y cerebrales. La sorpresa mayor la sentí cuando notaba que las explicaciones sobre los temas más básicos y, a la vez, más importantes causaban un gran impacto en la audiencia.
A pesar de existir una disponibilidad de artículos que llega al hartazgo, la gente parecía entender con un simple mensaje televisivo la importancia de mantener a la presión arterial dentro de un rango normal. Los comentarios que frecuentemente recibía del público me mostraban que estos temas básicos presentados con un giro original, diferente y sin un provecho personal realmente despertaban su interés.
Sin duda, el ACV que sufrió el músico Gustavo Cerati incidió en el hecho de que la población conociera más sobre esta enfermedad. Para una conferencia que me invitaron a presentar en el congreso norteamericano de ACV en Nueva Orleans, revisé los hallazgos en Google para el término “accidente cerebrovascular” en una búsqueda (realizada en español) antes y después del episodio que tuvo Cerati. Para mi sorpresa, existía casi un orden de magnitud más de información luego de que Cerati tuviera su ACV. Esto confirma el enorme reconocimiento que logran diversas enfermedades cuando afectan a celebridades.
De hecho, el “efecto fama” ha sido estudiado en la literatura científica, y como ejemplos se pueden citar el mayor reconocimiento de la enfermedad de Alzheimer cuando se la diagnosticó al presidente Reagan de los EE.UU., de la enfermedad de Parkinson cuando se diagnosticó en el actor Michael J Fox, de la esclerosis lateral amiotrófica que padeció el físico Stephen Hawking y del curioso fenómeno de la prosopagnosia (dificultad en el reconocimiento de caras) que tiene Brad Pitt.
En el caso del ACV, Sharon Stone fue tratada exitosamente debido a un aneurisma cerebral por el reconocido neurorradiólogo Randall Higashida, colega y amigo que tuve el gusto de invitar a una conferencia sobre enfermedad cerebrovascular en Buenos Aires. Como reconocimiento de gratitud la actriz se ofreció para hacer un comercial de 30 segundos donde personifica al ACV y advierte con gran dramatismo los daños que puede causar a la persona con la que se cruce: “te paralizaré, torceré, deformaré y mataré, soy un accidente cerebrovascular” (La campaña se llama I am a Stroke y puede verse en Youtube).
Hace algún tiempo recibí un artículo de una revista científica para dar opinión sobre su mérito para ser publicado. Los autores del estudio habían evaluado las búsquedas sobre “ACV” en internet y las correlacionaron con la ocurrencia de uno de estos eventos en alguien “reconocido” popularmente. Detectaron claros picos en la búsqueda de información sobre esta enfermedad durante los días posteriores a la noticia sobre una figura conocida afectada por un ACV.
Luego de unos días, las búsquedas bajaban a su nivel habitual. Hice decenas de entrevistas sobre el episodio de Cerati y sobre las cirugías vasculares de los presidentes Carlos Menem, Néstor Kirchner y Cristina Fernández. Precisamente, el manejo médico cuestionable de estos episodios me indicaba la necesidad de hacer una divulgación precisa y, a la vez, clara sobre estas enfermedades.
Con inusual frecuencia diversas personas me paran en la calle para hacer comentarios sobre lo que aprendieron con las entrevistas. Encontré a un padre y su hijo haciendo la fila para pagar en un negocio. Este hombre, de edad media, me miró fijo y me dijo: “Trece. Ocho”. Inicialmente no entendí si me decía la hora —que no le había preguntado— o si repetía lo que le cobraban por lo que había comprado. Al reconocer algo de sorpresa en mi expresión, repitió varias veces: “Trece, ocho”.
¡Admito cierta lentitud de mi parte para reconocer que estaba diciendo lo que yo había repetido hasta el cansancio en un programa de cable sobre el valor de presión arterial normal para cualquier individuo!: 13-8 o 130/80 milímetros de mercurio en terminología formal.
Esto me ha ocurrido en innumerables ocasiones, tantas como para que en algún momento me decidiera a escribir un libro que aclarara todas las dudas que durante años escuché de la gente. Estas dudas no respetan edad o nivel de educación. Todas las personas por igual tienen un profundo desconocimiento sobre los temas básicos relacionados con la prevención de la enfermedad vascular y de la medicina en general.
Peor aún, personas con una educación más avanzada caen en el serio problema de la “ilusión del conocimiento”, sin reconocer sus limitaciones en un campo donde resulta muy difícil para alguien no preparado identificar los datos ciertos. Para evitar el formato de “libro-manual”, pensé que agregar anécdotas pertinentes a la carrera médica que desarrollé primero en los EE.UU. y ahora en la Argentina podía darle al libro algo del componente humano que en toda relación (escritor y lector en este caso) agrega valor. Por eso, a lo largo de las páginas el lector encontrará una serie de casos, consultas y preguntas con los que —confío— se identificará.
Trataré de evitar los lugares comunes de la información al no repetir cosas que ya hemos escuchado en conversaciones sociales y en los medios. Una gran parte de esa información es incorrecta, dado que lo que más predomina en el mundo de las conversaciones sobre temas médicos son los mitos. Me dedicaré a decir lo que los pacientes no saben y me animo a garantizar que incluso si el lector es médico o trabaja en el ámbito de la salud descubrirá muchas cosas que no sabía y que debería estar haciendo por la salud de sus arterias, incluidas las de su cerebro. Mantener “sanas” a las arterias resulta lo más efectivo que uno puede hacer para vivir una vida plena y llegar a cumplir 90, 100 o más años —una probabilidad alta para quienes vivimos esta época— en buen estado físico, cardiovascular y cognitivo.
En efecto, por primera vez en la historia de la humanidad la expectativa de vida supera largamente a la expectativa de salud. Hasta hace un par de décadas, las personas en promedio morían alrededor de la séptima década de vida en forma relativamente repentina (v.g. sin haber pasado años con una enfermedad progresiva y crónica) por un infarto cardíaco, por un ACV o por cáncer.
Es decir que su expectativa de vida era proporcional a su expectativa de salud. Y no había demasiado que se pudiera hacer. Hoy en día, hay personas que llegan a la décima década de vida, pero, en general, la salud no las acompaña. A partir de la séptima década aparecen las consecuencias de no haber cuidado de la forma adecuada a las arterias del cuerpo que constituyen nada menos que las que transportan el oxígeno (¡la vida!) a cada órgano vital.
El tiempo y dedicación que una persona no invierta en mantener su salud deberá invertirlo en tratar sus enfermedades.
Por eso quisiera detenerme en uno de los problemas fundamentales de la relación paciente-médico: la negación del primero y la soberbia del segundo.