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4.2. El otro riesgo regulatorio: inestabilidad regulatoria y litigiosidad

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No podríamos concluir con el análisis del control judicial de las normas si no aludiéramos a dos características materiales no tanto del régimen como de la regulación del sector eléctrico.

Como es sabido, y como se verá con mayor detalle en el siguiente capítulo, el concepto de “riesgo regulatorio” ha sido utilizado en ocasiones para hacer referencia a la situación en la que se encuentran los sujetos del sistema eléctrico que tienen reconocido un régimen regulado de retribución, dado que dichos regímenes pueden ser modificados en cualquier momento. Como veremos, a nuestro juicio, este concepto no es suficiente para explicar la posición y los derechos que tienen estos sujetos frente a modificaciones imprevistas del ordenamiento jurídico. Sin embargo, existe otro riesgo, estrechamente vinculado a éste, que permite apuntar otro rasgo más significativo de la regulación del sector eléctrico en las últimas dos décadas: la situación de inseguridad jurídica que tienen los destinatarios de dicho régimen –y aun el propio regulador– en virtud de dos circunstancias, estrechamente conectadas, la inestabilidad regulatoria y, sobre todo, el riesgo de litigiosidad.

En relación con lo primero, basta una ojeada regular al Boletín Oficial del Estado para advertir el importante volumen de normas que se aprueban el sector, muchas de ellas, además, en forma de real decreto-ley, que si pueden estar justificadas por razones de urgencia, de economía general o de necesidades de política energética, dan lugar, por su propia naturaleza, a fenómenos de sedimentación normativa, con superposición de “capas regulatorias” que no son objeto de adecuada sistematización y que responden a propósitos distintos110. Ello da lugar a que, a la complejidad económica y técnica de las normas, se una ahora la complejidad jurídica de establecer qué norma es aplicable en cada caso y cómo se articula la solución cuando hay disposiciones que responden a momentos regulatorios y a fines diversos. Es preciso, en este punto, llamar la atención sobre la necesidad de llevar a cabo labores de sistematización del ordenamiento vigente, lo que puede instrumentarse a través de dos mecanismos: en el ámbito legal, es necesaria la refundición de las normas vigentes, haciendo uso para ello de las posibilidades que suministra el artículo 82 de la Constitución, mediante la elaboración de un texto refundido. En segundo lugar, esta misma labor de refundición y, sobre todo, actualización de las normas vigentes debiera hacerse en el caso de los reglamentos; en efecto, la intensa labor normativa en el ámbito legal (incluidos, por supuesto, los reales decretos-leyes) ha hecho imposible muchas veces que la adecuación de las normas reglamentarias pueda hacerse al mismo ritmo, dando lugar con frecuencia a marcos jurídicos ya desfasados111. En otras ocasiones, de lo que se trata es, simplemente, de llevar a cabo la derogación formal de normas que han dejado de ser aplicables, como sucede con aquellas que han sido afectadas por la nueva potestad normativa atribuida a la CNMC y su ejercicio a través de las circulares aprobadas en los últimos dos años.

El problema de la litigiosidad es más complejo y difícil también su solución. El paradigma tradicional de la teoría de fuentes del Derecho, mediante la referencia a las antinomias y a la forma de resolver éstas, daba una solución en apariencia sencilla a los supuestos de conflicto normativo: bastaba contrastar la norma de rango inferior con la de superior rango, o, en caso de igualdad de rango, la anterior con la posterior o la más general con la especial, quedando de esta manera resuelto el problema en términos de validez (mediante la anulación o derogación de la norma inferior contraria a la legal) o de aplicación (entendiendo que la norma especial deja sin aplicar la general en el caso concreto que aquella contempla). Este método, que pretendía dar certeza al Derecho válido, se basaba en dos premisas: los conflictos eran fácilmente identificables y la solución de éstos era poco más que una operación lógica de comparación de las dos normas en juego.

Si este modo de ver las cosas ha sido ya desmentido hace mucho por la práctica jurídica, es lo cierto que, en el caso del sector eléctrico es claramente insuficiente. Falta, en efecto, la primera premisa: el conflicto ya no es evidente, no salta a la vista. En primer lugar, por la existencia de una regulación muy extensa y poco sistematizada. Pero, sobre todo, porque en ocasiones los potenciales conflictos normativos son muy numerosos: entra en juego el Derecho comunitario (por ejemplo, las normas sobre ayudas de Estado) y la distribución constitucional de competencias; las normas de procedimiento de elaboración de disposiciones de carácter general; los principios y criterios de las leyes, muchas veces no reducibles a la estructura tradicional de las normas jurídicas (como el de suficiencia de la retribución); o los mecanismos de control de la discrecionalidad que, como se ha visto, hacen que entre en juego la propia racionalidad económica de la medida. Hasta tal punto es ello así, que, como bien saben los abogados, más importante que las razones que se propongan para instar la nulidad de una disposición es el modo de plantear adecuadamente los problemas, dentro del marco de referencia adecuado (comunitario o nacional, procedimental o material). Ello da lugar a que, antes de formalizarse el conflicto en vía judicial y de conocer cómo se formaliza, sea muy difícil, si no imposible, establecer si la norma cuya legalidad se discute va o no a ser anulada, y que ello dependa en buena medida de cómo se plantea el conflicto.

Pero aun estando claro el marco de referencia dentro del cual un conflicto se presenta –una supuesta vulneración del régimen comunitario de ayudas de Estado o la vulneración del principio de suficiencia retributiva–, en muchas ocasiones resultan impredecibles los términos en que se puede resolver la cuestión, dado el amplio margen de apreciación que plantean estas cuestiones112.

Todo ello hace que, con demasiada frecuencia, tanto en el momento de elaborar una norma –durante su tramitación– como en el planteamiento del conflicto (sea en el ámbito interno, en el comunitario o, sobre todo, en los arbitrajes internacionales113) sea imposible a priori establecer con una mínima certeza la conformidad a derecho de una regulación. Es más, puede ocurrir luego que lo que un juez interno considera perfectamente legal desde el punto de vista doméstico, se repute contrario a las normas internacionales, lo que supone, pues, diferentes consecuencias: legalidad de la medida en el ámbito nacional, obligación de indemnizar en el ámbito internacional (esto es, a inversores extranjeros)114. De esta manera, el viejo paradigma de derecho cierto que estaba presupuesto en el tradicional esquema de la resolución de antinomias deja paso, si se me permite expresarlo así, al principio de incertidumbre115, esto es, a un esquema en el que el propio regulador y los agentes asumen de forma inevitable que el Derecho no quedará definitivamente establecido hasta que el riesgo de litigiosidad se resuelva en uno u otro sentido (o, simplemente, la norma no se impugne ni se ponga en liza su posible ilegalidad). De esta manera, pues, el riesgo de litigiosidad es internalizado por el regulador –que lo intentará disminuir al máximo, asumiéndolo como otro coste posible más de las normas– y por los agentes –que habrán de valorar si merece o no la pena impugnar la disposición que afecta negativamente a sus intereses–.

Con todo, como antes se señalaba, la mejor garantía de que la norma es conforme con el ordenamiento jurídico, y el mecanismo principal a través del cual se lleva a cabo dicho control, es el procedimiento de elaboración de las disposiciones de carácter general, cuestión sobre la que ahora nos detenemos.

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