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Rueda de presos y reconstitución de escena

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Esta declaración, junto a la de Lucero y la de los padres, acercó a los investigadores al entendimiento del hecho. Esclarecer la verdad se facilita “cuando el crimen cuenta con testigos presenciales, susceptibles de emitir un testimonio objetivo” (Tuane, 1988: 206). Junto a ello, y para dar sustento al procedimiento policial, se ordenó practicar un “reconocimiento en rueda de presos”3. Así, con asistencia de siete reos de físico parecido, Arancibia ocupó el tercer lugar de la fila en la sombría sala del cuartel Uruguay. El Crespo lo apuntó con el dedo, afirmando que él le pidió soldar el tarro lechero. Ambos, criminal y testigo, firmaron el acta de la diligencia.

La misma situación se aplicó con el taxista Raúl Lucero. Tras ordenar que se practicara un reconocimiento en rueda de presos, con asistencia de ocho reos de características exteriores parecidas, Arancibia se ubicó próximo al centro de la fila. El Che lo apuntó con el dedo, afirmando que él le pidió dejar el tarro lechero en su casa. Ambos firmaron el acta de la diligencia. Su culpabilidad era irrefutable.

En la reconstitución de escena el profesor portaba la misma camisa clara con la que fue detenido, como si esa prenda de vestir diera algún signo de distinción a su labor profesional, lúgubremente manchada con sus antecedentes de alcoholización, violencia intrafamiliar y parricidio.

La reconstitución se dio en una jornada marcada por la ira espontánea de la comunidad. Hubo gente que se subió al tejado para presenciar detalles de la reconstitución de escena, sacando fotos del criminal con la policía; ante esto, los carabineros que apoyaban el acto tuvieron que impedir que la gente se subiera a los techos.

Como si el destino se confabulara en contra del parricida, la canción ganadora de la “Lira de Oro”, en la competencia folclórica del IV Festival de Viña del Mar 1963, fue “Álamo huacho”, de Clara Solovera, interpretada por Los Huasos Quincheros. Mientras se desarrolló la reconstitución de escena, los sones se oían desde una casa vecina, repitiendo su estribillo:

Alamito, álamo huacho,

solitario en el camino,

igual como tú estoy solo,

frente a frente a mi destino.

Durante el proceso, Nicolás demostró una frialdad imperturbable. Sin muestras de arrepentimiento, en sus declaraciones manifestó: “creo que el hecho de haberme fallado todo esto, se debió a un error mío, según me he podido explicar últimamente, de que el primer tarro que dejé en la casa de Lucero, quedó mal soldado y de lo cual yo no me percaté, habiendo quedado algún orificio por donde escapó emanaciones de los cadáveres en descomposición” (PDI, 2009: 7). Sus lóbregas confesiones traspasan la culpa al soldador y a la falta de dinero, ya que de tener el monto necesario hubiera trasladado anticipadamente el tarro a algún otro lugar para enterrarlo. Estos elementos constituyen un antecedente de indudable aporte a la correcta aplicación de la justicia, pues “cuando el autor de un homicidio confiesa, es fácil de comprender la explicación de su acto delictual o es deducible de su relato” (Tuane, 1988: 206).

En su declaración continuó con la misma parsimonia, afirmando que “si he llegado a cometer estos delitos se ha debido a culpa de mi madre y al hecho de mi mala situación económica”. Lo anterior lo fundamenta textualmente por cuanto “si mi madre me hubiera soportado a mi conviviente en su casa y no la hubiera corrido como lo hizo muchas veces, yo no me hubiera visto arrastrado a esta situación, pues yo quería mucho a la Aurora Vicencio y a mi hijo Percy Arancibia. Yo digo que este era mi hijo aunque mi madre me decía que no era hijo mío, pero yo estoy absolutamente seguro de ello porque nadie mejor que yo puedo saberlo, dada la forma como ocurrió la primera vez que tuve relaciones con la Aurora Vicencio, quedando esta de inmediato embarazada” (PDI, 2009: 7).

Si bien se reconoce que en un crimen se puede producir una des-conexión del homicida con la realidad, por una alteración de conciencia o distorsión cognitiva, donde, aunque sea por efímeros instantes, el sujeto bien podría caer en una especie de locura o reacción psicótica, esta crueldad no siempre forma parte de estos estados de conciencia alterados. Este caso es claro ejemplo de ello, pues llama poderosamente la atención la falta de sensibilidad con que el profesor Arancibia narra los pormenores del parricidio y homicidio. Con evidente tranquilidad y cinismo, según relata la noticia un diario provinciano, “dio diferentes versiones como móvil del terrible hecho, entre ellas, dificultades económicas, celos o incompatibilidades de caracteres. En ningún momento dio muestras de sentirse arrepentido y solo se limitó a agregar que pensaba ocultar los tarros lecheros para iniciar una nueva vida” (Riquelme & Küpfer, 2018: 8).

Con los antecedentes recabados por la policía civil, se reconoce que una situación económica compleja gatilló en la psiquis del criminal los homicidios por sofocación y posterior desmembramiento. También se evidencian conflictos sentimentales, con notoria ausencia de amor hacia su pareja y hacia su primogénito. Asimismo, su modo de operar,“por muy complejo que este haya sido, se desprende de la propia versión del inculpado” (Tuane, 1988: 206).

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