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El crimen se huele

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Atardece en el viejo cuartel policial de avenida Uruguay. El oficial de guardia Ociel Castro Labarca sintoniza una radio junto al negro teléfono ubicado en el mesón de atención. La guardia nocturna de los viernes siempre ofrece diligencias complejas, pero esa noche se proyecta distinta ante el esperado espectáculo del IV Festival de Viña del Mar 1963. En el escritorio del fondo de la sala, el joven detective Juan Seoane Miranda1 teclea sin compás en su máquina de escribir. Redacta el décimo documento del día, esta vez por una investigación de muerte sospechosa sin culpables por el momento.

“Pareciera ser más importante un show internacional que la seguridad ciudadana. ¿No le parece, inspector Cárdenas?”, le inquirió Seoane al viejo policía, esperando una respuesta optimista. “Espero estar vivo para la creación de la Brigada de Homicidios aquí en Valparaíso”. Las palabras del inspector Hernán Cárdenas Zúñiga resuenan en el alto techo de la sala, evocando las infructíferas gestiones por replicar en el puerto la unidad de homicidios que ya se había creado en Santiago.

En la oscura noche porteña titilan las luces de las casas, adornando los cerros de Valparaíso. El tráfico de vehículos había aumentado y la bohemia se palpitaba en restaurantes, cantinas y boliches. El reloj de la guardia hace rato marcó la medianoche y solo la máquina de escribir de Seoane entorpece la transmisión de Radio Minería, en directo desde Viña del Mar.

Transcurrieron así varias noches. A mediados de marzo una pareja de adultos cruzó la mampara del cuartel y la voz del hombre, con acento argentino, alertó a los oficiales. “Venimos a denunciar a un asesino”. El oficial Castro atendió la denuncia y apuntó ágilmente los antecedentes que el trasandino describía, aún atónito por el macabro descubrimiento.

Raúl Lucero Toledo, apodado “el Che”, nacido en Córdoba, Argentina, denunció el hecho en compañía de Luisa Duarte, su esposa. En sus habituales labores como chofer de taxi, mientras se encontraba en el paradero de Cerro Barón, fue solicitado por un profesor a altas horas de la noche para una particular carrera. Le pidió que lo llevara a su domicilio con un tarro lechero vacío y desde allí que se dirigiera a Viña con el tarro colmado de contrabando. Al llegar al domicilio en calle Chaigneaux, el profesor entró a su casa y el taxista, a causa del trasnoche, lo esperó durmiendo en el auto, tal como su cliente le había sugerido al advertirle que se demoraría algunos minutos en regresar.

Raúl se despertó al momento en que el profesor subía el tarro al asiento trasero. Este le indicó la nueva dirección y enfilaron a la ciudad jardín. Pasado el amanecer llegaron a una modesta casa donde vivía el Crespo Herrera, maestro soldador del taller Uruguay que se ubicaba en el centro de la ciudad, quien conocía al profesor por su oficio de fabricante de juguetes. Le pidió ayuda al soldador para sellar la tapa del tarro lechero, argumentando que debía trasladarlo pronto a Limache, petición a la que accedió a regañadientes por la temprana hora. Así, Raúl los condujo en su taxi hasta el taller del Crespo Herrera. Su cansancio era evidente, pero el dinero que le reportarían esas carreras, incluido el flete a Limache, le vendría bien a su irregular arca financiera.

Tras soldar con dificultad el recipiente, que presentaba su apertura rebajada, el profesor le sinceró a Raúl que no portaba ese día el dinero para viajar a Limache. Ante la avanzada hora de la mañana no podía regresar con el tarro a su casa, porque no habría moradores. Con estas justificaciones, le pidió custodiar el recipiente en el maletero del taxi, a lo que Raúl se negó por tratarse de un vehículo de alquiler. Su sustento dependía del traslado de pasajeros y el tarro molestaría en la cajuela. Así, y solo por el atractivo dividendo de la carrera a Limache, el chofer aceptó custodiar el tarro en su propio domicilio.

Primero lo ubicó en el living de su casa, pero ante la eventualidad de que entraran a robar optó, junto a Luisa, por dejarlo en el dormitorio, a un costado del ropero. El profesor no volvió a aparecer y los días transcurrieron. A casi una semana del encargo empezó a salir un mal olor y creyeron que se trataba de un ratón muerto por las trampas que habían instalado. Abrieron puertas y ventanas para ventilar la habitación. No encontraron nada, pero el olor persistía.

El miércoles 13 de marzo salieron a comer y, al regresar por la noche, volvieron a sentir el mal olor. Repitieron la misma operación para ventilar la pieza, habiendo rebuscado inútilmente de dónde procedía. Al siguiente día, Luisa fue categórica. El olor salía del tarro, por lo que optaron por ubicarlo en el patio, bajo el cobertizo. Rápidamente Raúl se dirigió al domicilio donde el profesor había cargado el recipiente lechero. Golpeó insistentemente la puerta hasta que salió el papá, negando que allí viviera Nicolás. Cuando el chofer le explicó que no se trataba de cobranzas el papá admitió que sí vivía Nicolás, pero que estaba en Limache. No pudo ubicarlo. Dejó el recado de que lo andaba buscando. Ya no le importaba la carrera a Limache, solo quería deshacerse de la extraña encomienda. Fue al taller del Crespo Herrera, pero este ignoraba tanto el paradero del profesor como el contenido del tarro. Sus sospechas comenzaron a inquietarlo.

Ese jueves, Raúl y Luisa salieron de paseo, a la Virgen de Pompeya, y regresaron al atardecer. La pestilencia se sentía desde la calle. Al entrar a su casa, observaron que un débil hilo sanguinolento y aceitoso emanaba desde el tarro. Decidieron reubicarlo sobre un cartón, un saco y un mantel de nylon. Tomaron el recipiente desde las asas y lo dejaron caer pesadamente, desprendiéndose un lado de la tapa que lo cubría. El olor nauseabundo penetró en sus fosas nasales, envolviéndolos en el repugnante y asqueado hedor. Las sospechas de que en su interior hubiera un trozo humano aumentaron. Raúl decidió hacer la denuncia en Investigaciones y Luisa lo acompañó. No quería seguir en compañía de un cadáver en su propia casa.

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