Читать книгу Todas las novelas - Dashiell Hammett - Страница 13

7 POR ESO LO DEJÉ LIGADO

Оглавление

Eran las cinco y media. Crucé unas cuantas manzanas hasta encontrarme con un letrero eléctrico apagado en el que ponía HOTEL CRAWFORD, subí un tramo de escaleras hasta la oficina de la primera planta, me registré, dejé indicado que me despertaran a las diez, me llevaron a una habitación cutre, trasladé parte del whisky de la petaca al estómago y me acosté con el cheque de diez mil dólares del viejo Elihu y la pistola.

A las diez me vestí, fui al First National Bank, encontré a aquel muchacho, Albury, y le pedí que me conformara el cheque de Willsson. Me tuvo un rato esperando. Supongo que llamó al domicilio del anciano para averiguar si el cheque era legal. Por fin me lo devolvió, debidamente garabateado.

Birlé un sobre, metí la carta del viejo y el cheque, puse la dirección de la Agencia en San Francisco, le planté un sello y salí a echarlo en el buzón de la esquina.

Luego volví al banco y le dije al chico:

—Ahora dime por qué lo mataste.

Sonrió y me preguntó:

—¿A Cock Robin o al presidente Lincoln?

—¿No vas a confesar sin más ni más que mataste a Donald Willsson?

—No quiero ponerme antipático —dijo, todavía con una sonrisa—, pero preferiría no hacerlo.

—Entonces esto va a ponerse chungo —me lamenté—. No podemos quedarnos aquí discutiendo mucho rato sin que nos interrumpan. ¿Quién es el tipo seboso con gafas que viene hacia aquí?

El chico enrojeció y dijo:

—El señor Dritton, el cajero.

—Preséntanos.

El muchacho se mostró incómodo pero llamó al cajero por su nombre. Dritton, un tipo corpulento de cara tersa y rosada, con una cenefa de pelo cano en torno a la cabeza rosa y por lo demás calva y gafas de montura al aire, se nos acercó.

El ayudante de cajero masculló las presentaciones y yo le estreché la mano a Dritton sin quitarle ojo al chico.

—Ahora mismo decía —me dirigí a Dritton— que deberíamos ir a hablar a un sitio más discreto. Lo más probable es que no confiese hasta que lleve un buen rato presionándole, y no quiero que todo el mundo en el banco me oiga gritarle.

—¿Confiese? —La lengua del cajero asomó por entre sus labios.

—Eso es. —Mantuve afables el gesto, la voz y la actitud, a imitación de Noonan—. ¿No sabía que Albury es el que mató a Donald Willsson?

Ante lo que tomó por una broma estúpida se dibujó detrás de las gafas del cajero una sonrisa educada, que luego se transformó en perplejidad al mirar a su ayudante. El chico estaba rojo a más no poder y la sonrisa que obligaba a lucir a su boca era terrible.

Dritton carraspeó y dijo en tono cordial:

—Qué mañana tan espléndida. Está haciendo un tiempo espléndido.

—¿Pero no hay una sala privada en la que podamos hablar? —insistí.

Dritton se mostró azogado y le preguntó al muchacho:

—¿Qué... qué es esto?

Albury dijo algo que no hubiera podido entender nadie.

Yo le advertí:

—Si no la hay, voy a tener que llevármelo a comisaría.

Dritton detuvo las gafas que se le deslizaban por el puente de la nariz, volvió a ponérselas con firmeza y dijo:

—Aquí atrás.

Fuimos tras él a lo largo del vestíbulo, cruzamos una puerta y entramos en un despacho con una placa que rezaba PRESIDENTE, el despacho del viejo Elihu. Allí no había nadie.

Le indiqué a Albury que tomara asiento en una silla y escogí otra para mí. El cajero no paraba de moverse, apoyado en el escritorio, de cara a nosotros.

—Ahora, ¿quiere hacer el favor de explicar esto? —dijo.

—Ya habrá tiempo de eso —le dije, y me volví hacia el muchacho—. Eres un exnovio de Dinah al que le dieron puerta. Eres el único de los que la conocían íntimamente que pudo averiguar lo del cheque conformado a tiempo para telefonear a la señora Willsson y a Thaler. A Willsson lo mataron con un arma del treinta y dos. Los bancos tienen preferencia por ese calibre. Igual el arma que usaste no era del banco, pero yo creo que sí. Tal vez no la devolviste. Entonces faltará una. Sea como sea, voy a encargar a un especialista en armas que analice con microscopios y micrómetros las balas que acabaron con Willsson y las balas disparadas de todas las armas del banco.

El muchacho me miraba con calma y guardaba silencio. Había recuperado la serenidad. El asunto no iba bien encaminado. Tenía que ponerme borde, así que le dije:

—Estabas loquito por esa chica. Me confesaste que de no ser porque ella no lo consintió habrías...

—No, por favor —dijo con un grito ahogado. Estaba otra vez rojo.

Me empeñé en mirarlo con desprecio hasta que bajó la vista. Entonces le dije:

—Te fuiste de la lengua, chaval. Te morías de ganas de mostrarme tu vida como un libro abierto. Es típico de los delincuentes aficionados. Siempre tenéis que pasaros de la raya con eso de ser abiertos y sinceros.

Se miraba las manos. Le disparé con el otro cañón.

—Sabes que lo mataste. Tienes que saber si usaste un arma del banco y si volviste a dejarla en su sitio. En ese caso, estás pillado, sin salida. Los peritos de armas se ocuparán de ello. Si no la usaste, voy a echarte el guante de todas maneras. Bueno, no tengo que decirte si tienes o no alguna oportunidad. Ya lo sabes.

»Noonan quiere colgarle el muerto a Thaler el Susurro. No puede conseguir que lo condenen, pero la encerrona es lo bastante sólida como para que si Thaler muere al resistirse a la detención, el jefe quede fuera de toda sospecha. Eso es lo que tienen intención de hacer: matar a Thaler. Thaler mantuvo a raya a la policía toda la noche en su garito de King Street. Allí sigue, manteniéndolos a raya, a menos que ya lo hayan trincado. En cuanto llegue hasta él un madero, adiós muy buenas, Thaler.

»Si crees que tienes la menor posibilidad de salir bien parado, y quieres que otro hombre muera por tu causa, es asunto tuyo. Pero si sabes que no tienes ninguna posibilidad, y no la tienes si encontramos la pistola, dásela a Thaler dejándolo fuera de toda sospecha, por el amor de Dios.

—Me gustaría... —La voz de Albury sonó como la de un viejo. Levantó la vista de las manos, miró a Dritton y dijo—: Me gustaría... —otra vez, y calló.

—¿Dónde está el arma? —pregunté.

—En el cubículo de Harper —dijo el muchacho.

Fulminé con la mirada al cajero y le dije:

—¿Quiere ir a buscarla?

Salió como si se alegrara de hacerlo.

—No tenía intención de matarlo —dijo el chico—. No creo que tuviera intención de matarlo.

Asentí con ademán alentador e intenté mostrarle una compasión solemne.

—No creo que tuviera intención de matarlo —repitió—, aunque llevé el arma. Tienes razón en lo de que entonces estaba loco por Dinah. Había unos días peores que otros. El día que Willsson trajo el cheque fue uno de los malos. No podía pensar sino en que la había perdido porque no tenía más dinero, y ahí estaba ese, llevándole cinco mil dólares. Fue el cheque. ¿Lo entiendes? Ya sabía que ella y Thaler estaban... ya sabes. Si me hubiera enterado de que Willsson y ella también lo estaban, de no haber visto el cheque, no habría hecho nada. Fue ver el cheque, y saber que la había perdido porque me había quedado sin blanca.

»Esa noche tenía vigilada su casa y lo vi entrar. Me daba miedo lo que podía llegar a hacer, porque tenía un día de los malos, y llevaba el arma en el bolsillo. No quería hacer nada, de verdad. Tenía miedo. No podía pensar en otra cosa que no fuera el cheque, y en por qué la había perdido. Sabía que la mujer de Willsson era celosa. Eso lo sabía todo el mundo. Pensé que si la llamaba y le decía... No sé exactamente lo que pensé, pero fui a un comercio a la vuelta de la esquina y la llamé. Luego llamé a Thaler. Quería que estuvieran presentes. Si se me hubiera ocurrido alguien más que tuviese alguna relación con Dinah o Willsson, también les habría llamado.

»Luego volví a vigilar la casa de Dinah. Vino la señora Willsson, y después Thaler, y se quedaron los dos allí, vigilando el domicilio, cosa que me alegró. Con ellos allí ya no me daba tanto miedo lo que podía llegar a hacer. Un rato después salió Willsson y se fue calle abajo. Dirigí la mirada hacia el coche de la señora Willsson y el portal donde sabía que estaba Thaler. Ninguno de los dos hacía nada, y Willsson ya se marchaba. Entonces caí en la cuenta de por qué quería que estuvieran allí. Tenía la esperanza de que hicieran algo, para que no tuviera que hacerlo yo. Pero no lo hacían, y él ya se marchaba. Si uno de ellos se le hubiera acercado y le hubiese dicho algo, o incluso lo hubiera seguido, yo no habría hecho nada.

»Pero no lo hicieron. Recuerdo que saqué el arma del bolsillo. Lo veía todo borroso, como si estuviera llorando. Igual lo estaba. No recuerdo disparar, quiero decir que no recuerdo apuntar y apretar el gatillo deliberadamente, pero recuerdo el ruido que hicieron los disparos, y ser consciente de que el ruido procedía de la pistola que tenía en la mano. No recuerdo el aspecto de Willsson, si cayó o no antes de que me diera la vuelta y echara a correr por la callejuela. Cuando llegué a casa limpié y volví a cargar la pistola, y la dejé en el cubículo del cajero encargado de los pagos.

De camino a la comisaría con el muchacho y el arma le pedí disculpas por el tono melodramático que había utilizado al principio de la encerrona, y le expliqué:

—Tenía que tocarte la fibra, y era la mejor manera de hacerlo. Tu manera de hablarme de la chica me demostró que eres un actor demasiado bueno para venirte abajo si arremetía de frente.

Hizo una mueca de dolor y dijo, poco a poco:

—En realidad no estaba actuando. Al verme en peligro, ante la perspectiva de la horca, ella no... ya no me parecía tan importante. No podía, sigo sin poder... entender del todo... por qué hice lo que hice. ¿Sabes a qué me refiero? De alguna manera eso hace que todo el asunto, y yo incluido, resulte de lo más rastrero. Todo el asunto, desde el principio.

No supe decirle más que algo carente de sentido como:

—Así son las cosas.

En el despacho del jefe nos encontramos a uno de los que habían formado parte de la tropa de asalto la noche anterior, un agente de cara colorada llamado Biddle. Me lanzó una mirada de extrañeza con sus ojos grises y curiosos pero no hizo ninguna pregunta sobre lo acontecido en King Street.

Biddle llamó a un abogado joven llamado Dart que trabajaba para la fiscalía. Albury repetía su historia ante Biddle, Dart y un taquígrafo cuando llegó el jefe de policía con aspecto de recién levantado.

—Bueno, cómo me alegro de verle —dijo Noonan, que me sacudió la mano arriba y abajo al tiempo que me palmeaba la espalda—. ¡Dios santo! ¡Anoche casi no lo cuenta, con esas ratas! Yo estaba convencido de que se lo habían cargado hasta que derribamos las puertas y encontramos el antro vacío. Dígame cómo salieron de allí esos hijos de perra.

—Un par de sus agentes les dejaron salir por la puerta trasera, les hicieron atravesar la casa que queda detrás y los despidieron en un coche de la policía. Me llevaron con ellos para que no pudiera avisarlo.

—¿Hicieron eso dos de mis hombres? —preguntó, aunque no parecía sorprendido—. ¡Vaya, vaya! ¿Qué pinta tenían?

Se los describí.

—Shore y Riordan —dijo—. Debería haberlo sospechado. Y ahora, ¿qué es todo esto?

Volvió la cara rolliza hacia Albury.

Se lo expliqué brevemente mientras el chico seguía prestando declaración.

El jefe soltó una risilla y dijo:

—Bueno, bueno, cometí una injusticia con el Susurro. Tendré que buscarlo para aclararle el asunto. ¿Así que ha atrapado al chico? Eso está muy bien, desde luego. Le felicito y se lo agradezco. —Me estrechó la mano de nuevo—. No irá a marcharse ahora de nuestra ciudad, ¿verdad?

—Todavía no.

—Eso está bien —me aseguró.

Salí a desayunar y almorzar, todo a la vez. Luego me recompensé con un afeitado y un corte de pelo, envié un telegrama a la Agencia para pedirles que enviaran a Personville a Dick Foley y Mickey Linehan, pasé por mi habitación para cambiarme de ropa y me dirigí a la casa de mi cliente.

El viejo Elihu estaba arropado con mantas en un sillón al lado de una ventana soleada. Me tendió una mano gordezuela y me dio las gracias por atrapar al asesino de su hijo.

Le ofrecí una respuesta más o menos apropiada. No le pregunté cómo se había enterado.

—El cheque que le di anoche —dijo— no es sino un pago justo por el trabajo que ha hecho.

—El cheque de su hijo lo cubría más que de sobra.

—Entonces considere el mío una bonificación.

—La Continental tiene normas que prohíben aceptar bonificaciones o recompensas —señalé.

Empezó a enrojecer.

—Maldita sea...

—No habrá olvidado que su cheque era para cubrir los costes de investigar el crimen y la corrupción en Personville, ¿verdad? —le pregunté.

—Eso fue una tontería —dijo con un bufido—. Anoche estábamos acalorados. Más vale que nos olvidemos de eso.

—Yo no pienso olvidarlo.

Profirió una sarta de maldiciones, y luego:

—Ese dinero es mío y no quiero que se derroche en un montón de bobadas. Si no lo acepta por lo que ha hecho, devuélvamelo.

—Deje de gritarme —contesté—. No pienso devolverle nada más que un buen trabajo de limpieza en su ciudad. Eso es lo que negoció y eso es lo que obtendrá. Ahora ya sabe que su hijo fue asesinado por ese muchacho, Albury, no por sus colegas. Ellos saben ahora que Thaler no le estaba ayudando a traicionarlos. Una vez muerto su hijo, usted ha podido prometerles que los periódicos no sacarán a la luz más trapos sucios. Todo vuelve a ir de maravilla.

»Ya le dije que me esperaba algo así. Por eso lo dejé ligado. Y está pero que muy bien ligado. El cheque ha sido conformado, así que no puede anular el pago. Es posible que la carta de autorización no tenga el mismo valor que un contrato, pero tendrá que ir a los tribunales para demostrarlo. Si tanto desea publicidad de esa clase, adelante. Me aseguraré de que la obtenga en abundancia.

»El gordo de su jefe de policía intentó asesinarme anoche. Eso no me hace ninguna gracia. Tengo la suficiente mala leche para querer arruinarle la vida a ese tipo. Ahora voy a pasármelo en grande. Tengo diez mil dólares suyos para correrme una buena juerga. Voy a usarlos para abrir Poisonville en canal desde la nuez hasta los tobillos. Tendré buen cuidado de que reciba mis informes con la mayor regularidad posible. Espero que les saque jugo.

Y me marché de la casa con la cabeza envuelta en un chisporroteo de maldiciones.

Todas las novelas

Подняться наверх