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10 SE BUSCA DELITO, VARÓN O MUJER

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Media hora después, cuando salí del recinto, Dinah Brand, sentada al volante de un pequeño Marmon azul pálido, hablaba con Max Thaler, que estaba en la calzada.

La chica tenía el mentón cuadrado en alto. Su boca grande y roja resultaba brutal en torno a las palabras que pronunciaba, y las líneas que cruzaban sus comisuras eran profundas, duras.

El fullero tenía un aspecto tan desagradable como ella. Su rostro agraciado se veía amarillo y duro como el roble. Al hablar, sus labios parecían finos como el papel.

Parecía una grata reunión familiar. No me habría sumado a ellos si la chica no me hubiera visto ni hubiese gritado:

—Dios mío, creía que no ibas a salir nunca.

Me acerqué al coche. Thaler me lanzó por encima del capó una mirada que no era cordial en absoluto.

—Anoche te aconsejé que regresaras a San Francisco. —Su susurro resultaba más estridente de lo que pudiera haber sido el grito de cualquier otro—. Ahora te lo digo.

—Gracias, igualmente —contesté a la vez que me sentaba al lado de la chica.

Mientras ella ponía en marcha el motor, Thaler le dijo:

—No es la primera vez que me engañas. Es la última.

La chica arrancó el coche, volvió la cabeza por encima del hombro y le cantó:

—¡Vete al infierno, amor mío!

Llegamos rápidamente al centro de la ciudad.

—¿Está muerto Bush? —preguntó mientras tomaba una curva para enfilar Broadway.

—Desde luego. Al darle la vuelta, la punta del cuchillo asomaba por delante.

—Tendría que haber sido lo bastante listo para no traicionarlos. Vamos a comer algo. He salido ganando mil cien pavos con los combates de esta noche, así que si a mi amigo no le hace gracia, que le den. ¿Cómo te ha ido a ti?

—No he apostado. ¿Así que a Max no le ha hecho gracia?

—¿Que no has apostado? ¿Qué clase de imbécil eres? ¿A quién se le ocurre no apostar con semejante asunto apañado?

—No estaba seguro de que estuviera apañado. ¿Así que a Max no le ha hecho gracia cómo han salido las cosas?

—Eso es. Ha apostado un montón. Y luego se cabrea conmigo porque he tenido el buen juicio de cambiar de idea y apostar por el ganador. —Detuvo el coche bruscamente delante de un restaurante chino—. ¡Al infierno con él, no es más que un enano bocazas!

Tenía los ojos brillantes. Se los enjugó con un pañuelo cuando nos bajábamos del coche.

—Dios mío, qué hambre tengo —exclamó, y me arrastró por la acera—. ¿Me invitas a una tonelada de chow mein?

No se comió una tonelada, pero no le faltó mucho: se zampó su plato lleno hasta los topes y la mitad del mío. Luego volvimos a montarnos en el Marmon y fuimos a su casa.

Dan Rolff estaba en el comedor. Delante de él había un vaso de agua y una botella de color marrón encima de la mesa. Estaba sentado bien erguido en la silla y miraba fijamente la botella. La habitación olía a láudano.

Dinah Brand se quitó el abrigo de piel y lo dejó caer, la mitad en una silla y la otra mitad en el suelo, chasqueó los dedos delante del tísico y le dijo con impaciencia:

—¿Has cobrado?

Sin levantar la mirada de la botella, sacó un fajo de billetes del bolsillo interior del abrigo y lo dejó en la mesa. La chica lo cogió, contó los billetes dos veces, se pasó la lengua por los labios y metió el dinero en el bolso.

Fue a la cocina y se puso a picar hielo. Tomé asiento y encendí un pitillo. Rolff seguía mirando fijamente la botella. Por lo visto, nunca teníamos gran cosa que decirnos. Poco después la chica trajo ginebra, zumo de limón, un sifón y hielo.

Bebimos y ella le dijo a Rolff:

—Max tiene un cabreo de mil demonios. Se ha enterado de que has ido por ahí apostando en el último momento por Bush, y el payaso de él se cree que lo he engañado. ¿Qué tenía yo que ver? Lo único que he hecho es lo que habría hecho cualquiera con dos dedos de frente: pasarme al vencedor. He tenido tanto que ver en lo ocurrido como una criatura de pecho, ¿a que sí? —me preguntó—. Desde luego que sí. Lo que le pasa a Max es que teme que otros piensen que él también andaba implicado, que Dan estaba apostando su pasta además de la mía. Bueno, pues mala suerte. Por mí, puede ir a colgarse de una rama, ese enano asqueroso. Me vendría bien otro trago.

Se sirvió otra copa y también me la sirvió a mí. Rolff no había tocado la primera. Con la mirada fija en la botella marrón, dijo:

—No puedes esperar que le haga mucha gracia precisamente.

La chica lo miró ceñuda y dijo en tono desagradable:

—Yo puedo esperar lo que me dé la gana. Y no tiene derecho a hablarme de esa manera. No soy propiedad suya. Igual cree que sí, pero le demostraré que no es así. —Vació el vaso, lo dejó en la mesa con un golpe y se volvió en la silla para mirarme—. ¿Es cierto lo de que Elihu Willsson te ha dado diez mil dólares para limpiar la ciudad?

—Sí.

Sus ojos inyectados en sangre brillaron de codicia.

—Y si te ayudo, ¿me tocará parte de esos diez...?

—No puedes hacer eso, Dinah. —La voz de Rolff sonó densa, pero delicadamente firme, como si hablara con un niño—. Eso sería una guarrada de mucho cuidado.

La chica se volvió lentamente de cara a él. Su boca adoptó el mismo aspecto que tenía al hablar con Thaler.

—Voy a hacerlo —dijo—. Eso me convierte en una guarra de mucho cuidado, ¿no?

Él no dijo nada, ni siquiera levantó la mirada de la botella. A ella se le puso la cara roja, dura, cruel. Su voz sonó suave, como un arrullo:

—Es una pena que un caballero de una pureza como la tuya, aunque esté un poco tuberculoso, tenga que tratar con una guarra tirada como yo.

—Eso tiene remedio —dijo él lentamente a la vez que se ponía en pie. Iba ciego a más no poder de láudano.

Dinah Brand se levantó de la silla de un brinco y rodeó la mesa hasta él, que la miró con ojos soñolientos, inexpresivos. Dinah acercó su cara a la de él y le preguntó:

—Así que ahora te parezco una guarra de mucho cuidado, ¿no?

Él dijo sin perder la serenidad:

—Yo he dicho que traicionar a tus amigos con este tipo sería una guarrada de mucho cuidado.

Lo cogió por una de las escuálidas muñecas y se la retorció hasta ponerlo de rodillas. Con la otra mano, abierta, le abofeteó la cara de mejillas chupadas, media docena de veces en cada lado, haciendo que le bamboleara la cabeza de aquí para allá. Él podría haber levantado el brazo libre para protegerse la cara, pero no lo hizo.

La chica le soltó la muñeca, le dio la espalda y cogió el sifón y la ginebra. Estaba sonriente. No me gustó su sonrisa.

Él se levantó, parpadeando. Tenía la muñeca roja allí donde se la había retorcido, y la cara magullada. Recuperó el equilibrio y me miró con ojos nublados.

Sin el menor cambio en la inexpresividad de su cara y sus ojos, metió una mano debajo del abrigo, sacó una automática negra y me disparó.

Pero temblaba demasiado para tener rapidez ni precisión. Me dio tiempo de tirarle un vaso, que le alcanzó en el hombro. La bala fue a parar a alguna parte por encima de mi cabeza.

Salté antes de que pudiera hacer el siguiente disparo, me abalancé hacia él y me acerqué lo suficiente para quitarle el arma de un manotazo. La segunda bala se incrustó en el suelo.

Le di un puñetazo en la barbilla. Cayó hacia atrás y allí se quedó.

Me volví.

Dinah Brand estaba a punto de golpearme en la cabeza con el sifón, una gruesa botella de vidrio que me habría hecho papilla el cráneo.

—No —grité.

—No hacía falta que lo golpearas así —dijo con un gruñido.

—Bueno, ya está hecho. Más vale que te ocupes de él.

Dejó el sifón y me ayudó a subirlo a su cuarto. Cuando Rolff empezó a mover los ojos, dejé que ella terminara el trabajo y bajé de nuevo al comedor. Se reunió conmigo quince minutos después.

—Ya se encuentra bien —dijo—. Pero podrías haberte ocupado de él sin recurrir a eso.

—Sí, pero lo he hecho por él. ¿Sabes por qué me ha disparado?

—¿Para que yo no tuviera nadie a quien vender a Max?

—No. Porque te he visto vapulearlo.

—Eso no tiene sentido —me dijo—. La que lo ha hecho soy yo.

—Está enamorado de ti, y no es la primera vez que lo has hecho. Se ha comportado como si ya hubiera aprendido que no merece la pena enfrentarse a ti usando la fuerza. Pero no puedes esperar que trague con que otro hombre te vea abofetearlo.

—Antes creía conocer a los hombres —se lamentó—, pero, Dios santo, está claro que no. Están locos de atar, todos.

—Así que lo he zarandeado para infundirle un poco de autoestima. Ya sabes, lo he tratado igual que a un hombre en vez de un desahuciado al que las chicas pueden darle de bofetadas.

—Lo que tú digas —respondió con un suspiro—. Me doy por vencida. Más vale que tomemos una copa.

Tomamos esa copa, y yo dije:

—Decías que estarías dispuesta a ayudarme si te llevaras una tajada del dinero de Willsson. Pues te la puedes llevar.

—¿Cuánto?

—Lo que te ganes. Lo que valga aquello que hagas.

—Eso es muy impreciso.

—Igual que tu ayuda, hasta donde yo sé.

—¿Ah, sí? Puedo darte lo que necesitas, colega, en abundancia, y no pienses lo contrario. Soy una chica que conoce Poisonville del derecho y del revés. —Se miró las rodillas enfundadas en unas medias grises, hizo oscilar una pierna hacia mí y exclamó indignada—: Fíjate, otra carrera. ¿Has visto alguna vez algo parecido? Te lo juro. Pienso ir descalza.

—Tienes las piernas muy grandes —le dije—. Someten el tejido a demasiada tensión.

—Me parece que ya te vale. ¿Cómo tienes previsto abordar el asunto de depurar nuestro pueblo?

—Si no me han mentido, Thaler, Pete el Finlandés, Lew Yard y Noonan son los hombres que han hecho de Poisonville el hediondo desastre que es. El viejo Elihu también tiene parte de responsabilidad, pero no toda la culpa es suya, tal vez. Además, es cliente mío, aunque a regañadientes, así que preferiría no ensañarme con él.

»Lo más cercano que tengo a una idea consiste en desenterrar todos los trapos sucios que puedan implicar a los demás y luego tirar de ahí. Es posible que ponga un anuncio: “Se busca delito, varón o mujer”. Si son tan corruptos como creo, no debería tener muchos problemas para encontrar un par de chanchullos que colgarles.

—¿En eso estabas cuando te cargaste el tongo de la pelea?

—Eso no era más que un experimento para ver lo que ocurría.

—De manera que así es como trabajáis los detectives científicos. ¡Dios mío! Para ser un tipo entrado en años, amargado, terco y cebón tienes la manera de hacer las cosas más confusa que he visto en mi vida.

—Los planes están bien a veces —dije—. Y otras veces va bien remover las aguas, si eres lo bastante duro para sobrevivir, y mantener los ojos abiertos para ver lo que quieras cuando salga a la superficie.

—Creo que eso bien vale otro trago —dijo ella.

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