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14 MAX

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La noticia de la detención del Susurro se difundió enseguida. Cuando Noonan, los polis que se había traído y yo llevamos a comisaría al jugador y a Jerry, ahora ya consciente, había al menos un centenar de personas que esperaban para verlo.

No todos parecían contentos. Los polis de Noonan, una pandilla desaliñada en el mejor de los casos, andaban por ahí con cara pálida y crispada. Pero Noonan era el tipo más jubiloso al oeste del Mississippi. Ni siquiera la mala suerte que había tenido a la hora de someter al Susurro al tercer grado podía dar al traste con su alegría.

El Susurro aguantó todo lo que fueron capaces de echarle. Hablaría con su abogado, dijo, y con nadie más, y se ciñó a ello. Y, pese a lo mucho que odiaba Noonan al fullero, a este preso no lo sometió a una paliza, no lo dejó en manos del equipo de demolición. El Susurro había matado al hermano del jefe, y el jefe lo detestaba a más no poder, pero el Susurro seguía siendo demasiado importante en Poisonville para recurrir a la violencia.

Al final Noonan se hartó de jugar con su preso y lo mandó arriba —la cárcel estaba en el piso superior del ayuntamiento— para que lo enchironaran. Encendí otro de los puros del jefe y leí la declaración pormenorizada que había obtenido de la mujer en el hospital. Allí no había nada que no hubiera averiguado por boca de Dinah y MacSwain.

El jefe quería que fuese a su casa a cenar, pero me escaqueé con una mentira, fingiendo que la muñeca, ahora vendada, me molestaba. En realidad era poco más que un rasguño.

Mientras hablábamos de ello, un par de agentes de paisano trajeron al pájaro de la cara roja que había encajado la bala con la que no alcancé al Susurro. Le había roto una costilla, y el tipo se había largado por la puerta de atrás mientras el resto estábamos liados. Los hombres de Noonan lo habían trincado en la consulta de un médico. El jefe no consiguió sacarle ninguna información y lo envió al hospital.

Me levanté y, cuando me disponía a salir, dije:

—Fue esa Brand la que me puso al tanto de todo esto. Por eso le pedí que la dejara al margen a ella y también a Rolff.

El jefe me cogió la mano izquierda por quinta o sexta vez en las dos últimas horas.

—Si me dice que hay que cuidar de ella, a mí me basta con eso —me aseguró—. Pero si esa chica ha tenido algo que ver en la detención de ese malnacido, puede decirle de mi parte que si alguna vez quiere algo, solo tiene que pedirlo.

Dije que se lo comentaría y me fui a mi hotel, pensando en la cama blanca y bien hecha. Pero ya eran casi las ocho y mi estómago reclamaba atención. Fui al comedor del hotel y me ocupé de ponerle remedio.

Luego un sillón de cuero me tentó a hacer un alto en el vestíbulo mientras me fumaba un puro. Eso me llevó a trabar conversación con un auditor ferroviario itinerante de Denver, con quien tenía un conocido en común en San Luis. Entonces se armó un revuelo de disparos en la calle.

Salimos a la puerta y dedujimos que el tiroteo era en las inmediaciones del ayuntamiento. Me deshice del auditor y fui en esa dirección.

Había recorrido dos tercios del trayecto cuando un automóvil vino calle abajo en dirección a mí, a toda velocidad, escupiendo disparos por detrás.

Reculé hacia la entrada de una bocacalle y saqué la pistola con sigilo. El coche llegó a mi altura y una farola de arco voltaico iluminó dos caras en los asientos delanteros del coche. La del conductor no me dijo nada. La parte superior de la del otro estaba oculta tras un sombrero calado. La parte inferior correspondía al Susurro.

En la acera de enfrente estaba la entrada a otra manzana de la calle donde me encontraba, con el extremo opuesto iluminado. Entre la luz y yo alguien se movió en el momento en que el coche del Susurro pasaba con un bramido. Ese alguien había salido de detrás de una sombra que parecía un cubo de basura para ocultarse detrás de otra igual.

Lo que me hizo olvidar al Susurro fue que las piernas de ese alguien parecían arqueadas.

Pasaron un montón de maderos a toda velocidad disparando plomo contra el primer coche.

Crucé la calle a saltos y enfilé la parte de la callejuela en la que había un tipo que podía tener las piernas arqueadas.

Si era el hombre que buscaba, cabía apostar a que no iba armado. Me arriesgué y me dirigí hacia el centro de la mugrienta callejuela, escrutando sombras con ojos, nariz y oídos.

Después de cubrir así tres cuartas partes de la manzana, una sombra se desgajó de otra sombra: un hombre que huía de mí atropelladamente.

—¡Alto ahí! —grité, pateando el suelo tras él—. Para o te meto un tiro, MacSwain.

Corrió media docena de zancadas más y se detuvo para volverse.

—Ah, eres tú —dijo, como si tuviera importancia quién lo llevase de vuelta a la trena.

—Sí —confesé—. ¿Qué hacéis todos dando tumbos por ahí?

—Yo no sé nada de eso. Alguien ha dinamitado el suelo del trullo. Me he descolgado por el agujero junto con todos los demás. Unos matones mantenían a raya a los polis. He llegado a las puertas traseras con un puñado de tipos. Luego nos hemos separado, y tenía pensado atajar por aquí y dirigirme hacia la montaña. No tenía nada que ver con el asunto. Me he apuntado cuando la han hecho saltar todo por los aires.

—Esta tarde han trincado al Susurro —le dije.

—¡Maldita sea! Entonces tiene que ser eso. Noonan debería haber imaginado que no podría tener enchironado a ese tío; en esta ciudad, no.

Estábamos plantados en la callejuela donde MacSwain había dejado de correr.

—¿Sabes por qué lo han trincado? —le pregunté.

—Ajá, por matar a Tim.

—¿Sabes quién mató a Tim?

—¿Qué? Claro, él.

—Lo mataste tú.

—¿Cómo? ¿Qué pasa? ¿Estás tarado?

—Tengo una pistola en la mano izquierda —le advertí.

—Pero, a ver, ¿no le dijo a la tía esa que había sido el Susurro? ¿Qué te pasa?

—No dijo «el Susurro». He oído a alguna que otra mujer llamar a Thaler Max pero nunca he oído a un hombre por aquí llamarle nada distinto de Susurro. Tim no dijo «Max». Lo que dijo fue «MacS», el comienzo de MacSwain, y murió antes de poder terminar. No te olvides de la pistola.

—¿Por qué iba a matarlo yo? Iba detrás de la chica del Susurro...

—Eso aún no lo he resuelto —reconocí—, pero vamos a ver: tu mujer y tú os habíais separado. Tim era un donjuán, ¿verdad? Igual eso tiene algo que ver. Tendré que investigarlo. Lo que me hizo pensar en ti fue que no intentaste sacarle más dinero a la chica.

—Ya está bien —suplicó—. Ya sabes que eso no tiene ni pies ni cabeza. ¿Por qué iba a quedarme allí después? Hubiera ido en busca de una coartada, igual que el Susurro.

—¿Por qué? Entonces eras de la poli. El mejor sitio para ti era allí mismo, para asegurarte de que todo fuera bien, para controlarlo en persona.

—Sabes muy bien que eso no se sostiene, maldita sea, no tiene sentido. Ya vale, por el amor de Dios.

—Me da igual lo estúpido que sea —dije—. Se lo plantearé a Noonan cuando volvamos. Lo más probable es que esté destrozado por la fuga del Susurro. Esto le hará olvidarlo.

MacSwain se puso de rodillas en la callejuela embarrada y gritó:

—¡Ay, Dios, no! Me mataría con sus propias manos.

—Levanta y deja de gritar —gruñí—. Ahora, ¿vas a dejarte de historias?

—Me mataría con sus propias manos —lloriqueó.

—Tú mismo. Si no quieres hablar, hablaré yo, con Noonan. Si te sinceras conmigo, haré lo que esté en mi mano por ti.

—¿Qué puedes hacer? —me preguntó con desesperación, y se puso a gimotear de nuevo—. ¿Cómo sé que intentarás hacer algo?

Me arriesgué a contarle algo que fuera cierto:

—Dijiste que tenías una corazonada sobre lo que hago aquí en Poisonville. Entonces deberías saber que tengo previsto mantener separados a Noonan y al Susurro. Dejar que Noonan crea que el Susurro mató a Tim hará que sigan enfrentados. Pero si no quieres seguirme el juego a mí, entonces, venga, vamos a jugar con Noonan.

—¿Quieres decir que no se lo contarás? —me preguntó, ansioso—. ¿Lo prometes?

—No te prometo nada —dije—. ¿Por qué iba a hacerlo? Te he pillado con los pantalones bajados. Puedes hablar conmigo o con Noonan. Y decídete pronto. No voy a seguir aquí toda la noche.

Decidió hablar conmigo.

—No sé cuánto sabes, pero el asunto fue como has dicho, mi mujer se enamoró de Tim. Eso fue lo que me llevó por el mal camino. Puedes preguntar a cualquiera si no era un buen tipo antes de aquello. Yo era así: lo que ella quería, yo quería que lo tuviera. Las más de las veces, me resultaba muy difícil conseguir lo que ella quería. Pero no podía comportarme de ninguna otra manera. Nos habría ido mucho mejor si hubiera podido, maldita sea. Así que dejé que se fuera e iniciara los trámites de divorcio, para que pudiera casarse con él, pensando que él tenía intención de hacerlo.

»Poco después empecé a oír que iba detrás de esa tal Myrtle Jennison. No podía permitirlo. Le había dado su oportunidad con Helen, con todas las de la ley. Ahora él le daba puerta por Myrtle. No pensaba tolerarlo. Helen no era ninguna golfa. Pero fue una casualidad que me topara con él en el lago aquella noche. Cuando lo vi bajar hacia las pérgolas me fui tras él. Me pareció un lugar tranquilo para encararme con él.

»Supongo que los dos íbamos bebidos. Sea como sea, nos calentamos y llegamos a las manos. Cuando la cosa se puso demasiado caliente para él, sacó la pipa. Era un rajado. Se la cogí, y en el forcejeo se disparó. Juro por Dios que no lo maté sino que fue eso lo que ocurrió. Se disparó cuando la teníamos agarrada los dos. Me largué hacia unos arbustos, pero cuando llegué allí oí que gemía y hablaba. Venía gente, una chica bajaba a todo correr desde el hotel, esa Myrtle Jennison.

»Quería volver y oír lo que estaba diciendo Tim, para saber a qué atenerme, pero no me parecía conveniente ser el primero. Así que tuve que esperar a que llegara hasta él la chica, sin dejar de prestar oídos a su parloteo, aunque estaba muy lejos para entender lo que decía. Cuando llegó la chica, eché correr y me uní a ellos justo en el momento en que moría intentando decir mi nombre.

»No se me ocurrió que pudiera pasar por el nombre del Susurro hasta que ella me planteó lo de la nota de suicidio, los doscientos y el pedrusco. Yo me había quedado por allí para encauzar el caso, porque entonces era de la policía, y saber a qué atenerme. Entonces ella me propuso aquello y vi que estaba salvado. Y así fueron las cosas hasta que empezaste a removerlas otra vez.

Chapoteó levemente en el barro y añadió:

—A la semana siguiente mi mujer murió; fue un accidente. Ajá, un accidente. Estampó el Ford directamente contra el n.º 6 donde baja la larga pendiente desde Tanner y allí se quedó.

—¿El lago Mock está en este condado? —le pregunté.

—No, en el condado de Boulder.

—Eso queda fuera de la jurisdicción de Noonan. ¿Y si te llevo allí y te dejo en manos del sheriff?

—No. Es el yerno del senador Keefer, Tom Cook. Sería lo mismo que estar aquí. Noonan podría llegar hasta mí a través de Keefer.

—Si todo fue como dices, tienes al menos un cincuenta por ciento de probabilidades de salir bien parado ante los tribunales.

—No me darán esa oportunidad. Me habría entregado si hubiera la menor posibilidad de que se hiciera justicia, pero con ellos, imposible.

—Vamos a volver a comisaría —le dije—. Ten la boca cerrada.

Noonan anadeaba de aquí para allá por el despacho, increpando a media docena de maderos que estaban allí plantados, aunque hubieran preferido estar en cualquier otro lugar.

—He encontrado esto vagando por ahí —dije, e hice entrar de un empujón a MacSwain.

Noonan tumbó al exdetective de un puñetazo, lo pateó y le dijo a uno de los polis que se lo llevara.

Alguien llamó a Noonan por teléfono. Yo me largué sin dar las buenas noches y fui de regreso al hotel.

Hacia el norte se oyeron unos disparos.

Me crucé con un grupo de tres hombres de mirada furtiva que caminaban casi de puntillas.

Un poco más adelante, otro tipo se apartó hasta el bordillo de la acera para dejarme sitio suficiente para pasar. No lo conocía y supuse que él no me conocía a mí.

No muy lejos sonó un disparo.

Cuando llegaba al hotel, un turismo negro desvencijado pasó calle abajo por lo menos a setenta y cinco por hora, lleno a rebosar de hombres.

Se me escapó una sonrisa burlona a su paso. Poisonville empezaba a hervir bajo la tapa de la olla, y hasta tal punto me sentía como uno de los habitantes de la ciudad que ni siquiera el recuerdo de la parte tan ingrata que me correspondía en ese hervor me impidió dormir doce horas a pierna suelta.

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