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Capítulo 4

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La oficina del alguacil no era mucho más grande que las típicas viviendas de una habitación de los campesinos. Cabía esperar algo más de alguien que estaba a cargo de la seguridad de toda una ciudad. El alguacil estaba sentado en un asiento de cuero oscuro, detrás del enorme escritorio que ocupaba el centro de la estancia, examinando los papeles esparcidos por la tabla. Era un hombre canoso con abundantes arrugas en la cara, pero presentaba un aspecto físico mejor que el de la mayoría de los hombres a esa edad. Frente a él, al otro lado del mueble, un joven permanecía de pie, firme y ligeramente impaciente, retirándose cada poco tiempo los rizos negros que le caían sobre los ojos.

—Ah, aquí está —el alguacil por fin encontró el documento que buscaba—. Así que tú eres la nueva adquisición. ¿Cuál es tu nombre, novato?

—Teren Rendor, señor —dijo el joven formalmente.

—¿Edad?

—Diecinueve años, señor.

—Dime, muchacho, ¿por qué has ingresado en el cuerpo de la guardia?

—Para mantener la seguridad y el orden, señor —fue incapaz de contener el entusiasmo por más tiempo—, y para arrancar de raíz los parásitos que se alimentan del esfuerzo y el trabajo de las gentes de Alveo, señor.

El viejo sonrió con tristeza al escuchar las palabras del joven. No pudo evitar recordarse a sí mismo cuando tenía una edad cercana a la del chico frente a él.

—Ojalá todo fuese así de fácil —musitó el alguacil mientras bajaba la cabeza. Después de unos segundos de silencio, se levantó del sillón—. Ven conmigo. Veamos si estás preparado para esto.

Salieron de la oficina a una plazoleta apartada de la ciudad, cercana a la muralla. El alguacil lo condujo a otra estructura, adosada al edificio de la oficina. En cuanto un vigilante abrió la puerta metálica de rejas que daba acceso al interior, accedieron a un tramo de escaleras iluminado por antorchas que descendía varios metros bajo el nivel del suelo.

—¿Los calabozos, señor?

—Así es. Debes estar preparado para afrontar todo lo que te aguarda en este trabajo.

El muchacho estaba intrigado a la par que confuso. Una vez terminaron de bajar escalones, el alguacil recogió la antorcha de uno de los soportes de la pared.

—No te alejes de mí.

Se adentraron en la oscuridad de los calabozos. Las celdas eran espacios cuadrados formados por paredes de barrotes, de modo que el interior de ellas quedaba a la vista, y estaban dispuestas de tal forma que formaban pasillos entre ellas. Perderse en ese entramado de paredes de rejas metálicas sería algo sencillo.

Aquel lugar era enorme, o al menos así se lo pareció al joven. Allí abajo la atmósfera era calurosa y asfixiante, y la iluminación, escasa, de modo que lo poco que se diferenciaba de la oscuridad era gracias al fuego de la antorcha. Mientras el alguacil recorría los pasillos en silencio, el soldado lo seguía de cerca, observando el interior de las celdas. Creyó reconocer bandidos y matones que amenazaban con rajarle el cuello cuando pasaban junto a ellos, y mendigos tan desnutridos que eran un conjunto de piel y huesos.

Pero, mientras más se adentraban, los presos tenían un peor aspecto. Vio a una mujer que tenía pústulas en la nariz y los párpados. Tardó en reconocer que la mujer sostenía un bebé y, en cuanto la luz alumbró también su rostro, comprobó que padecía el mismo mal que su madre. En la misma celda había un hombre al que le faltaba parte de la piel de la cara, lo que dejaba a la vista sus músculos faciales.

Todo a su paso eran gemidos y lamentaciones ininteligibles. Seguían con el recorrido cuando algo se abalanzó contra las rejas de una de las celdas. Mientras el soldado retrocedía asustado, el alguacil acercó la antorcha hacia el lugar para alumbrar a un niño. El novato lo examinó con un gesto de horror en la cara. Al niño le faltaba el labio inferior, y en su lugar había una herida sangrante que no parecía cicatrizar. Varios arañazos le recorrían la cara, y parecía que los ojos se le fueran a salir en cualquier momento de las cuencas. Pero lo más extraño de todo era que sonreía. Sonreía tan abiertamente que dejaba expuestos unos dientes sanguinolentos. La sonrisa dio paso a una carcajada. La boca estaba llena de heridas, y parte de la lengua había desaparecido. Paró la risa de repente, y entonces el novato se dio cuenta de que lo miraba fijamente. Con un movimiento brusco, el niño tendió una de las manos. Unos muñones ocupaban el lugar donde estuvieron los dedos. El novato miró al alguacil, aterrado.

—Lo encontramos en una calle mientras se comía los dedos. Hace todo lo posible por herirse. Está poseído —el alguacil estaba serio mientras hablaba.

El niño se había alejado de la reja y saltaba y giraba por toda la celda, a la vez que gritaba y reía. Sin previo aviso, se derrumbó y pegó la cara al suelo. Emitía ruidos extraños, semejantes a los de un animal.

—Lo ejecutarán en pocos días. Pobre diablo.

El novato volvió a mirar al niño, que se golpeaba la cabeza contra el suelo. El alguacil abrió la marcha de regreso a las escaleras, donde el aire parecía escasamente más ligero. Mientras subían los escalones, el joven preguntó:

—¿Qué crímenes han cometido?

—Vivir. Están enfermos, y eso los convierte en un peligro para la seguridad de los demás. A veces, ni siquiera es necesario un robo o un asesinato para condenar a alguien a la muerte, y estoy seguro de que ninguno eligió acabar así.

De regreso al despacho, el alguacil se detuvo en la plazoleta.

—¿Cómo dices que te llamas?

—Teren, señor.

—Bien, Teren, ¿sigues queriendo mantener el orden y la seguridad?

El joven se puso firme antes de contestar:

—Sí, señor —dijo sin vacilar.

El Errante I. El despertar de la discordia

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