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Capítulo 6

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Alveo era la ciudad más grande y la capital de la República de Rhydos. Estaba situada en el curso medio del río Antis, lo que proporcionaba abundantes terrenos fértiles en los alrededores para el cultivo. Fuera de las murallas de la ciudad era todo un conjunto de aspas de molinos y campos dorados donde los campesinos trabajaban cosechando el trigo bajo el sol apremiante del mediodía.

El río Antis dividía la ciudad en dos partes, conectadas por numerosos puentes de piedra lo suficientemente amplios para permitir el tránsito de personas, caballos y carruajes. La ciudad estaba ligeramente en pendiente, y ese desnivel físico se había tomado como referencia para distribuir los distintos estamentos en la ciudad.

La mayoría de las viviendas estaban en el distrito inferior, pertenecientes a los campesinos y a los comerciantes con poca riqueza. Era una zona donde las casas se colocaban con el único criterio de ocupar los espacios que estuvieran disponibles, y el suelo ni siquiera había llegado a adoquinarse, por lo que solía ser el distrito más sucio y polvoriento de los tres.

Por encima estaba el distrito medio, que contenía la zona comercial, donde se encontraban la plaza del mercado, las calles de los artesanos y las distintas posadas y tabernas. El cuartel, la oficina del alguacil y los calabozos estaban ubicados también en ese distrito. Allí los edificios se distribuían con más orden, y el suelo de las calles ya era de piedra, aunque con algún que otro desperfecto.

El distrito superior era el más reducido de los tres, y el más grandioso. Lo ocupaban las viviendas de los comerciantes más ricos y de las personas más inf luyentes, y el punto más alto estaba dominado por la Asamblea del Consejo, responsable del gobierno de Rhydos. En ese distrito también se encontraba una de las parroquias de la Capilla. El paisaje allí era un regalo para la vista, con fuentes labradas cada pocos pasos y zonas ajardinadas, y, en los espacios que quedaban libres entre unas edificaciones y otras, se habían formado patios interiores con abundante vegetación f lorida y bancos de piedra. Eran unos lugares que invitaban a los habitantes del distrito superior al descanso y a compartir veladas íntimas.

En Alveo, a medida que descendía el río, también lo hacía la riqueza de los habitantes. A Teren se le había asignado patrullar el distrito superior. Vestía una cota de malla sobre la que llevaba el uniforme propio de la guardia de Alveo, un sobreveste de tela tintada de azul y amarillo, con el símbolo de cinco espigas de trigo colocadas en círculo sobre el corazón. Vigilaba las calles del distrito con una amplia sonrisa en la cara y una sensación de orgullo que le inundaba el cuerpo, mientras apretaba con fuerza la empuñadura de la espada que llevaba atada a la cintura, la misma que había pertenecido a su padre. Continuó con la patrulla, apartándose los rizos de los ojos cada poco tiempo.

***

El estómago ya no le iba a conceder tregua. El chico deambulaba por las calles cercanas al mercado, con la esperanza de encontrar cualquier pieza de comida que alguien hubiese perdido o desechado, pero no había encontrado nada en el tiempo que llevaba dedicado a esa tarea.

Llegó a uno de los muchos puentes de piedra de la ciudad. Se asomó sobre la barandilla, y debajo de él, con una diferencia de altura de varios metros, la corriente del río discurría con fuerza en su descenso. Se sintió tentado por la llamada del abundante caudal. Creía que iba a morir de hambre igualmente, por lo que saltar en aquel momento aceleraría el proceso.

Pero pronto abandonó esa idea. Por cobardía o por todo lo contrario, pero no fue capaz siquiera de atreverse a saltar. Rendido, se sentó en el suelo frío del puente mientras contemplaba el ir y venir de los demás. Esperaba que alguien se compadeciese de él, pero todos parecían estar demasiado ocupados como para mirarlo, y los pocos que lo hacían, también pasaban de largo. El niño bajó la cabeza, sin ningún rastro de esperanza.

Y entonces, un pensamiento le surgió en la cabeza. Si nadie le iba a dar comida, quizá podría conseguirla él. La mujer del mercado lo había llamado ladrón. Pues bien, entonces iba a serlo. Se dirigió de nuevo a la marabunta de personas, hasta el puesto de dulces de la plaza, con una determinación que nunca en su vida había reunido. Llegó al lugar con los ojos puestos en la presa. La mujer estaba distraída atendiendo a un cliente, pero alcanzó a verlo de reojo.

—¿Tú otra vez? —dijo con tono despectivo.

Pero el chico no se amedrentó porque la mujer lo viera, y sin dudar ni un instante cogió el pastel que no había podido llevarse antes y echó a correr.

—¡Al ladrón! ¡Me ha robado! ¡Que alguien lo coja!

Corrió con el corazón a punto de estallarle, pero apenas había comenzado la huida cuando chocó con un transeúnte, que a su vez chocó con otro, hasta que el último afectado terminó por caer sobre uno de los puestos de fruta del mercado, quedando destrozado y con la mercancía esparcida por doquier, que se convirtió en una trampa para el equilibrio de aquellos que no esperaban encontrar una naranja bajo el pie.

—Ay, madre —dijo en cuanto vio a media docena de personas tiradas por el suelo por su culpa.

El chico se sintió avergonzado por la metedura de pata, pero no disponía de tiempo para lamentarse.

—¡Lo siento! —gritó mientras echaba a correr de nuevo.

No pasó mucho antes de que alguien le ordenara a lo lejos que se detuviera. El mismo guardia que antes lo había dejado marchar ahora lo perseguía con la intención de alcanzarlo por el revuelo que había armado. Así que el chico tuvo más motivos para correr.

Aprovechaba hasta el más mínimo hueco que encontraba entre las personas para escabullirse entre ellas. Pronto descubrió que a la persecución se unieron compañeros del primer guardia, mientras que la gente se apartaba para no verse implicada, entretenida por el acontecimiento que se estaba desarrollando.

Los pies lo llevaron ciudad arriba, donde el suelo era liso y menos irregular, y donde la multitud comenzaba a aminorar y era menos probable tropezar, pero los guardias no parecían dispuestos a dejarlo marchar sin más. Salieron de entre el tumulto de personas y lo vieron correr hacia el distrito superior. Ellos contaban con la ventaja de que conocían la ciudad, a diferencia del chico, y ahora que no había gente por delante que los obstaculizara alcanzarlo sería un juego de niños.

Estaba cansado, condenadamente cansado. Llevaba varios días sin comer, apenas había dormido, y parecía que huir se había convertido en su pasatiempo favorito, pero no iba a rendirse, no ahora que tenía algo de comida. Solo le faltaba encontrar un momento de tranquilidad para alimentar el cuerpo.

No tardó en darse cuenta de lo conveniente que hubiera sido conocer las calles de la ciudad. Acababa de dar con una calle sin salida, y, si volvía por donde había venido, esquivar a los guardias sería prácticamente imposible. Miró a su alrededor, y tuvo la suerte de encontrar unas cajas de madera, apiladas unas sobre otras, junto a un muro de poca altura que sería alcanzable, y más con ayuda de las cajas. Escuchó las voces de los guardias mientras se encaramaba sobre la torre de cajas. No podía ver qué había al otro lado del muro, pero la suerte ya estaba echada.

Saltó por encima de la pared y cayó amortiguado por unos setos, que también lo mantuvieron escondido, pero el ruido que hizo al hundirse en ellos fue notable, tanto que alguien allí miró en la dirección de su procedencia.

Había ido a parar a un pequeño patio ajardinado comprendido entre dos edificios, con vegetación abundante en cada rincón y una fuente en el centro, y donde normalmente se accedía a través de una puerta en forma de arco que comunicaba con una de las calles del distrito superior. Contaba también con dos bancos de piedra en los laterales en los que relajarse, y en uno de ellos había una chica que sostenía un libro abierto entre las manos.

Vestía un sencillo aunque elegante vestido blanco que le llegaba hasta los tobillos, y llevaba el pelo negro recogido en un pequeño moño coronado con una trenza. Era de una edad similar a la del hambriento fugitivo que la observaba entre las hojas del seto. Pero ella también lo veía a él, después de descubrirlo allí tras su aparición poco discreta. Por la puerta apareció otra persona, una mujer mayor con un vestido oscuro y un trapo que le cubría la cabeza.

—¿Ocurre algo, señorita? —preguntó la mujer al comprobar lo atenta que estaba la chica a los setos.

Pero no llegó a contestar antes de que un guardia irrumpiera también allí.

—Disculpadme —dijo el hombre—, ¿han visto aparecer por aquí a un chico mal vestido, de esta altura, aproximadamente?

La mujer mayor negó, pero la chica volvió a mirar hacia los setos, con una sonrisa divertida y una pizca de malicia en la mirada. El chico juntó las manos y negó suavemente con la cabeza.

—¿Y usted, señorita?

La chica reaccionó. Cambió el gesto a uno más inocente.

—Oh, lo siento. No he visto nada.

—Por favor, si lo ven, avísennos.

—¿Qué ocurre con él? —preguntó con curiosidad la chica.

—Es un ladrón y un alborotador. Ha robado esta mañana en el mercado y ha atacado a muchas personas en su huida.

La chica volvió a mirar hacia las plantas.

—Vaya —volvió a sonreír.

El guardia abandonó el patio, y la mujer y la chica hicieron lo mismo poco después. El chico, por su parte, aprovechó la aparente calma para mordisquear el dulce, cuyo relleno de crema había dejado de ser un relleno y le había manchado toda la mano por haberlo apretado durante la carrera. Pero igualmente le supo a gloria.

No llegó a acabarlo antes de abandonar el patio, vigilante ante la aparición de cualquier guardia. En aquel momento le llamaba la atención otro asunto, uno que encontró caminando calle abajo junto a la mujer de vestido negro, poco antes de entrar en una de las viviendas de la misma calle. Se acercó hasta allí, hasta un edificio de tres alturas levantado con ladrillo y piedra. La fachada estaba cubierta con enredaderas que ascendían por ella, y en la segunda altura había una puerta doble de cristal que daba a un balcón, adornado con f lores de colores llamativos. Se asomó a una de las ventanas de la planta baja, pero los cristales ref lejaban más de lo que permitían ver a través de ellos, de modo que apenas pudo diferenciar nada del interior.

—¿Qué haces, muchacho?

El chico dio un respingo al sentir detrás de él una voz acusadora. El estómago le dio un vuelco al comprobar que procedía de un hombre joven con el mismo uniforme que el de los guardias que lo habían perseguido. Su mano izquierda descansaba sobre la empuñadura de la espada que llevaba a la cintura, y parecía tener problemas en mantener algunos mechones de pelo apartados de los ojos.

Tragó saliva mientras el guardia lo examinaba de arriba abajo. Vio que se detuvo en el pastel mordido que llevaba en la mano.

—Así que tú eres el ladrón que ha alterado a mis compañeros —se puso serio—. Esta vez te dejaré ir, yo pagaré eso, pero tienes que prometerme que nunca volverás a robar, ¿queda claro?

—Sí, señor —el chico asintió aliviado. Las piernas no le habrían agradecido otra huida.

—Y ahora, será mejor que te vayas antes de que alguien te encuentre.

Con un tímido asentimiento, el chico echó a correr calle abajo, alerta aún ante la aparición de más guardias. El joven se quedó atrás, observándolo mientras se alejaba.

—Muy bien, Teren —dijo para sí—. Sigamos con la ronda.

El Errante I. El despertar de la discordia

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