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Capítulo 7

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Las nubes volaban bajas, y el cielo comenzaba a teñirse de tonos rojizos. Garrett estaba sentado en una roca, junto a un camino que atravesaba uno de los bosques cercanos a Lignum. Los árboles, que f lanqueaban el paso, extendían sus ramas frondosas, formando arcos de hojas que mantenían a la sombra la mayor parte del lugar. El ambiente estaba en calma. Lo único que se oía era el piar de los pájaros y el roce de una piedra lisa contra el filo de una espada. El caballo de Garrett lo esperaba pacientemente mientras terminaba de afilar el arma.

Sabes que esto no es necesario, no puedo estropearme…

—Me relaja hacerlo.

En la lejanía, comenzó a escucharse el ritmo apresurado de unos cascos de caballos. El sonido creció en intensidad a medida que se acercaba, hasta que se extinguió junto a Garrett. Seis jinetes se habían detenido en el camino, con los ojos puestos en el hombre que afilaba su arma. El que lideraba la marcha era un hombre de mediana edad que llevaba al descubierto unos brazos musculosos, marcados por varias cicatrices, al igual que su rostro, curtido e inexpresivo. Una cicatriz le cortaba la ceja derecha en dos.

Junto a él iba una persona que llevaba una capa oscura que le cubría la cabeza con una capucha, de modo que nadie reconociese su rostro. Garrett dedicó una mirada fugaz al grupo y siguió con la tarea que lo ocupaba.

—Gunthar —dijo con voz serena—. Esperaba que estuvieras muerto.

—Yo también me alegro de verte, Garrett.

Se produjo el silencio. Los hombres, algunos impacientes, miraban a Garrett, que no parecía tener intención alguna de querer hablar.

—Tengo un trabajo que quizá te interese —hizo una pausa, a la espera de que Garrett reaccionara. Pero no lo hizo, de modo que siguió—: la oportunidad de hacer historia. Mi socio considera que el Consejo lleva demasiado tiempo gobernando Rhydos de una forma que perjudica a todos. Creo que tiene razón, así que hemos decidido que es hora de acabar con esos inútiles y colocar a una persona capaz al frente del gobierno.

—Déjame adivinar —interrumpió Garrett—, ¿esa persona capaz está a tu lado?

—Es posible —siguió Gunthar—. Nos haremos con la hija de uno de los consejeros y la utilizaremos para presionar a su padre: él será quien disuelva el Consejo desde dentro. Cuando eso ocurra, mi socio tomará las riendas y nosotros nos cubriremos de oro, tanto que no nos hará falta trabajar nunca más. ¿Qué me dices?

—Un plan muy estudiado, por lo que veo. Y muy original, también. Suerte con eso.

La piedra se desplazaba desde el inicio de la hoja hasta la punta del arma, con fuerza, pero sin agresividad, trazando el movimiento por ambas caras de la espada. El sol seguía en descenso, y el bosque estaba, una vez más, en silencio.

—¿Y bien?

—Ya no me dedico a eso.

—¿Y a qué te dedicas ahora, si puede saberse? Las personas como tú y yo solo sabemos dedicarnos a eso —hizo otra pausa—. O estás con nosotros, o estás contra nosotros, Garrett. Deberías saberlo. Decide bien.

—Prefiero que me dejéis en paz.

A Gunthar se le dibujó media sonrisa. Levantó una mano, a lo que los otros hombres respondieron con unas sonrisas más amplias.

—Te creía más listo. Es una pena tener que deshacerse de ti, pero, si no vas a ayudarnos, de poco nos sirves vivo.

Gunthar y el hombre de la capa se dispusieron a reanudar la marcha, pero los otros cuatro se quedaron atrás, preparando las armas.

—Gunthar —Garrett habló en un tono más alto—. Voy a matarte.

—Eso tendría que verlo —dijo mientras reía—. Adiós, Garrett.

Los dos hombres se alejaron hasta que se perdieron de vista. El caballo de Garrett relinchaba nervioso ante la escena que comenzaba a desarrollarse frente a él, y Garrett aún afilaba la espada, indiferente a los cuatro hombres armados que se acercaban a él lentamente, sedientos de sangre.

—Menuda molestia.

***

El aire de la tarde transportaba los gritos de los niños que correteaban por todas partes y los ladridos de los perros. Ya se había producido el cambio de turno, así que Teren estaría libre de patrullar hasta la guardia de medianoche. Caminaba por las calles estrechas e irregulares del distrito inferior, con cuidado de no meter el pie en un charco de barro o en una pila de excrementos. La mayoría de las viviendas estaban construidas con bloques de adobe unidos entre sí por barro húmedo, pero también había algunas hechas de troncos o tablas y con cubiertas de paja. Presentaban un aspecto muy pobre, apenas comparable al de las casas de piedra labrada y ladrillo del distrito superior.

Teren entró en una de las casas de adobe, en cuyo interior había dos habitaciones. Una contaba con una cómoda y dos camas, una individual y otra doble. La otra habitación disponía de una amplia mesa de madera, tres sillas, una estantería con diversos ingredientes de cocina y, en un lado de la estancia, un fogón donde ardía la madera. Atendiendo el fuego estaba una mujer canosa, con la espalda ligeramente encorvada y los tobillos hinchados.

—Madre —dijo Teren para avisar de su presencia.

La mujer se giró, y las lágrimas acudieron a sus ojos cuando vio a su hijo uniformado. Olvidándose por completo de las llamas, fue todo lo rápido que pudo hacia el soldado y lo abrazó.

—Tu padre estaría muy orgulloso —dijo la mujer con una sonrisa.

Pasaron las horas, y el sol se había ocultado casi por completo cuando Teren abandonó la vivienda, con el estómago lleno para afrontar la ronda nocturna. Aún había tiempo antes del comienzo del turno, así que recorrió las calles hasta salir de los muros de la ciudad, camino del cementerio.

Estaba a las afueras de la capital, comprendido dentro de un perímetro amurallado. Allí era donde terminaban todos los fallecidos, procedentes de cualquiera de los tres distritos, de modo que la muerte era lo que llevaba a compartir el lugar a un mendigo y a un aristócrata. Sin embargo, saltaba a la vista quiénes procedían de una familia más adinerada, como ref lejaban las tumbas grandes esculpidas en piedra blanca, y quiénes procedían de una familia con menos comodidades, tal y como mostraban las tumbas humildes con una simple lápida que apenas contenía una inscripción con el nombre de la persona que descansaba allí.

Teren se erguía firme frente a una de las lápidas sencillas, en silencio y con el semblante serio, mientras contemplaba la inscripción: «Nilus Rendor, defensor de la justicia hasta el final». Cerró los dedos con fuerza alrededor de la empuñadura de la espada.

—No te fallaré, padre.

***

—No me mates, por favor.

—Hace un momento tú has intentado matarme —Garrett se rascó la barbilla—, así que creo que lo justo es que yo hiciese lo mismo, ¿no te parece?

Garrett agarraba por el cuello de la ropa con una mano a uno de los cuatro hombres, y en la otra tenía la daga con la que le había atacado. Los cuerpos sin vida de los otros tres yacían esparcidos por el camino.

—Por favor, tengo familia —su expresión ref lejaba terror y angustia.

—Oh, ¿y sabe tu mujer con qué te ganas la vida?

El hombre no contestó.

—Largo —dijo Garrett con desdén mientras lo empujaba—. Pero tu arma me la quedo yo. ¡Corre! ¡Y no te pares!

El hombre obedeció sin dudar, y corrió tan rápido como se lo permitieron las piernas. Garrett jugueteaba con el arma, sonriente.

—Sería muy aburrido matarte sin más —miró al caballo—. Apuesto a que puedo alcanzarlo.

Dicho esto, arrojó la daga, que impactó en la espalda expuesta del corredor. Satisfecho al comprobar que no se levantaba, Garrett se dirigió hacia la montura.

—Vámonos, Resacoso.

El caballo cruzó la aldea al galope, levantando el polvo a su paso, y se detuvo junto a la cabaña de la colina. Garrett, una vez dentro, abrió el armario y descorrió el panel trasero falso, dejando al descubierto varios cinturones pequeños de cuero que alojaban numerosos cuchillos arrojadizos en ellos. Garrett se colocó uno en la cintura y otros dos sobre los hombros a modo de bandoleras, que se cruzaban en el pecho. Cuando terminó, extrajo la cinta roja del bolsillo y la sostuvo en la mano antes de apretarla en el puño y salir de la cabaña.

El atardecer tocaba a su fin, y la noche comenzaba a adueñarse del día. Los habitantes de Lignum regresaban de los bosques en carros tirados por bueyes, con troncos apilados en ellos. Parecía que aquella iba a ser otra noche tranquila en la pequeña aldea familiar. Garrett contempló el ir y venir de los trabajadores a lomos de la montura durante unos segundos en los que no había más sonido que el rumor del viento a través de los árboles.

—Parece que esta noche tampoco vamos a poder descansar —resopló—. No sé por qué me molesto.

El Errante I. El despertar de la discordia

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